– ¿Acudió alguien a proporcionarle esa prueba? -pregunté con el corazón golpeándome acelerado contra la tabla del pecho.
– Vuestro padre nunca lo hubiera permitido -me respondió-. No. Deseaba, ansiaba, necesitaba creer que vuestra madre era inocente, que todo se trataba de un error, que todo se reducía a la estupidez de un aldeano transplantado a Londres.
– Entonces…, entonces mi madre quizá fuera inocente… -dije con un hálito de esperanza repentina latiéndome en el pecho.
– No. No lo era -contestó el actor-. Y la prueba de su culpabilidad… ah, mi señora, ésa aparecería de la manera más inesperada.
XIV
No puede saberse hasta qué punto una mala palabra puede emponzoñar el amor.
Mucho ruido y pocas nueces, III, 1
– Estrenamos El mercader apenas unos días después. ¡Ah! Fue una gran noche, sí, señora, una gran noche. A medida que el texto de vuestro padre se esparcía como una nubécula sutil por en medio de la sala, el público, esa bestia de reacciones desconocidas, comenzó a comportarse como el perrito faldero de una dama acomodada. Primero, empezó a gruñir satisfecho; luego, se echó a reír a carcajadas, como si en la trama le fuera la vida, y, finalmente… ah, finalmente, rompieron a aplaudir presa del mayor entusiasmo. En esos momentos, cuando gritaban, silbaban y vitoreaban, presa del placer, busqué a vuestro padre con la mirada. No era Will persona que se dejara llevar por las emociones e incluso cuando su corazón rebosaba de alegría rara vez iba más allá de la sonrisa o si acaso de una carcajada ocasional. En aquellos momentos, hubiera esperado un gesto risueño, de sosegada satisfacción, de gozo moderado, pero, para sorpresa mía, lo que descubrí fue un rostro mortalmente pálido. ¿Qué digo pálido? Ceniciento, cadavérico, como si estuviera cubierto por el frío sudario de la muerte.
El hombre de verde guardó silencio y, una vez más, pude observar que su mirada había vuelto a desplazarse a un lugar que el paso del tiempo había borrado años atrás, pero que para él seguía tan presente como yo y quizá incluso más en aquel momento.
– Tenía los ojos inmóviles, fijos, clavados en un punto del público. Era como si un mago perverso le hubiera hechizado impidiéndole volver la cabeza en otra dirección. Busqué con la vista aquello que había apresado el interés de Will, pero, en medio de aquella barahúnda de gente enloquecida y satisfecha por la diversión que les habíamos dispensado, no acerté a descubrir nada. Moví la cabeza a uno y otro lado, me incliné, me puse de puntillas, pero no obtuve ningún resultado. ¿Qué diablos estaba contemplando Will? ¿Qué había atrapado su alma con tanta fuerza como para hurtarle el fugaz momento de gloria que todos bebíamos ávidos sobre el escenario inundado de aplausos?
– ¿Llegasteis a descubrirlo? -pregunté mientras la mano de la ansiedad, pesada y fría, se posaba sobre mi encogido estómago.
– Había renunciado a ello e incluso había adoptado el propósito de averiguarlo más tarde, mejor unos días después para no agriar las mieles de aquella noche, cuando una matrona, oronda y pelirroja, se inclinó al lado de su comadre para comentarle algo al oído. Entonces… señora, creed lo que os digo, lo vi todo. Resaltaba como lo hubiera hecho una poderosa antorcha que rasgara las negras tinieblas de la impenetrable noche. Allí, en medio de un agitado océano de cuerpos integrado por orondos nobles y fétidos villanos, lo descubrí.
Guardó silencio y yo, a duras penas, conseguí contener un impulso cortante que se había apoderado de mí y que me gritaba desde lo más hondo de mi espíritu para que le obligara a concluir aquel inacabable y lacerante tormento.
– ¿De qué se trataba? Os lo ruego… ¿qué era?
El actor sacudió la cabeza como si despertara de un sueño, respiró hondo y clavó sus ojos febriles en mí.
– No podéis imaginarlo, ¿verdad, señora?
– Os ruego…
– Se trataba del pañuelo, señora. El mismo pañuelo que yo había llevado a Anne como presente de un marido que la amaba, el que había visto aquel palurdo bocazas, el que la mujer a la que Will amaba más que a su vida había regalado a su amante.
Me llevé las manos al cuello ahogando una interjección de dolor.
– No era un hombre atractivo, ni bien vestido, ni elegante -continuó-. Sí es verdad que su estatura era algo mayor que la de Will. ¡La estatura! Como si los hombres, igual que los paños, se pudieran medir en varas… Me pregunté qué habría podido ver Anne en aquel sujeto, pero no me entretuve mucho en esas reflexiones. Lo que en esos momentos me preocupaba era lo que podía hacer Will.
– ¿Y qué hizo? -pregunté con el corazón atenazado por la angustia.
– Esperó a que todo concluyera. Por supuesto, se esforzó en ser amable con la gente. Aceptó las flores, devolvió los abrazos, se inclinó ante los aplausos… pero, ah, señora… pero en su rostro la sonrisa no pasaba de ser un adorno mal colocado que desentonaba no menos que los lazos mal sujetos al vestido de una aldeana fea. Y a cada instante volvía sus ojos hacia el pañuelo, hacia aquel pañuelo…
– ¿Llegó a hablar con él?
– Ojalá Dios no lo hubiera permitido, pero… sí, poco a poco, como un animal que conoce la mejor manera de desplazarse por en medio de la espesura del bosque, se fue abriendo camino por entre la gente y llegó hasta él. Yo temblaba, temblaba pensando en que vuestro padre pudiera dar muerte a aquel canalla allí mismo y cuando vi que lo alcanzaba y que comenzaba a hablar con él y que su mano se posaba sobre la empuñadura de la espada que llevaba ceñida…
– Pero no…, no… -intenté hablar sin conseguir articular una sola frase.
– No, señora, no lo mató. Ni siquiera desenvainó aquel acero para intentarlo. Habló con él. Cortés, educado, gentil como siempre era Will. Incluso hubo un momento en que le pasó la mano por el hombro en lo que aparentaba ser un gesto de aprecio. No sé cómo lo consiguió, pero mientras duró aquella conversación, mientras enhebraba las frases y escuchaba al hombre que se acostaba con su esposa, ni una sola vez miró el pañuelo. Era como si aquel pedazo de tela infectado de culpabilidad se hubiera vuelto invisible. Luego, de la manera más inesperada, Will abrazó a aquel hombre y se despidió de él.
– ¿Y eso fue todo? -exclamé más que pregunté.
– Señora mía, ¿qué es todo? ¿Acaso sin ser Dios se puede saber antes de que la persona entregue la vida en su último instante?
– Pero…, pero ¿algo tuvo que suceder? No sé… no es posible que mi padre hablara con aquél… con ése… y… bueno, no sucediera nada…
– Su rostro adquirió un tono verdoso, eso es verdad, pero se esforzó como el magnífico actor que era porque nadie se percatara de lo que se removía en su interior. Incluso bebió con todos nosotros un par de pintas y rió los chistes malos de algún compañero borracho y rechazó, como hacía siempre, los intentos de alguna desgraciada que pretendía calentarle las sábanas esa noche. En todo se comportó de la misma manera que hacía las cosas, todas las cosas. Con elegancia, con serenidad, con sosiego, como si en vez de un hombre humilde nacido en un pueblo pequeño, hubiera venido al mundo en la elegante alcoba de un señor. Y así pasamos de una amarga noche de éxito a la mañana cargada de resaca, la mañana en que Will supo que Hamnet, vuestro hermano Hamnet, estaba muy enfermo.
XV
La vida terrenal más adversa y terrible que puedan ocasionar a la naturaleza la edad, el dolor, la escasez y la prisión es un paraíso si se compara con lo que tememos de la muerte.
Medida por medida, III, 1
– Llegó el mensajero, mojado y aterido, cuando aún nos faltaban horas para despejarnos. Era un pobre hombre, un campesino avejentado por el esfuerzo continuado de intentar arrancar algún fruto a una tierra ingrata. Nada más verle pensé que alguno de los pedruscos que había extraído de la gleba se le había metido bajo la piel y pasado a constituir una parte de su rostro basto y enrojecido. Descabalgó y preguntó por vuestro padre. Will se hallaba escribiendo, pero, al ver cómo entraba aquel inesperado visitante, se levantó y atendió al recado que tenía que comunicarle. Me encontraba a una discreta distancia y, por supuesto, no alcanzaba a oír lo que le estaba diciendo, pero sí puedo aseguraros que Will lo escuchó con la misma frialdad que si se hubiera convertido en un pedazo de mármol. Como si aquello no tuviera que ver con él. Fue una entrevista muy breve y cuando concluyó, sacó una moneda de una bolsa que llevaba al cinto y se la dio con gesto despreocupado. El rostro del aldeano quedó cubierto por un paño de sorpresa. Creo recordar que incluso parpadeó como si así pudiera entender mejor, pero nada de aquello conmovió a tu padre. Se limitó a propinarle una palmadita leve en el brazo y, acto seguido, sin esperar a que abandonara su presencia, volvió a sentarse.