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– La sangre que les hierve por las venas… -repetí-. ¿Estáis seguro, señor? ¿Es su sangre o es su orgullo masculino? ¿Es su sangre o es su vanidad herida? ¿Es su sangre o es la soberbia golpeada?

– Sois injusta con vuestro padre -replicó-. Durante años amó a esa mujer, le dio todo, incluso aceptó el tener que separarse de ella para que nada le faltara. Oh, por Dios, si incluso aparecía en las escenas de sus obras más amadas, si hasta la perfilaba en Julieta y en Porcia y en… ¿Os parece demasiado que odiara al hombre que había destruido aquello? ¿De verdad os extraña? Pero ¿es que acaso vos no amáis?

No respondí a sus preguntas, pero no podría decir por qué guardé silencio. ¿Deseaba proteger a mi madre de una acusación que me parecía terrible minimizando la culpa de su amante? ¿Temía que el castigo que los maridos desean descargar sobre los adúlteros recayera en algún momento sobre las esposas? ¿Me horrorizaba la simple perspectiva de que los hombres se convirtieran en magistrados de asuntos que sólo Dios podía juzgar? A día de hoy sigo ignorándolo, pero no puedo evitar una sensación de profundo malestar al recordar aquel punto de nuestra conversación.

– Señora, vos no vivisteis al lado de Will durante los meses siguientes. Parecía un infeliz sometido a un terrible hechizo. Trabajaba, sí; escribía, sí; actuaba, sí, pero… ay, pobre Will, era como un tenue espectro en pena que vagaba errante por un camposanto abandonado. Un día… un día, acabábamos de terminar un ensayo cuando se me acercó y, como si yo no estuviera presente, como si, en realidad, hablara para sí mismo únicamente me dijo…, me dijo: «¿Por qué ese miserable no tiene mil vidas para que las pierda todas? Una sola es muy poco. No es nada para mi venganza. Ahora me doy cuenta con toda claridad de que todo es cierto. Desde este momento mando a tomar viento mi estúpido amor. Ya no existe…».

– Ya no existe… -repetí.

– Sí, eso fue lo que dijo y yo, lo reconozco, me asusté. No gritaba, no chillaba, no movía los brazos enloquecido, pero en aquellas palabras se albergaba el odio suficiente como para que todo terminara en una horrible noche de sangre. Le pedí que tuviera paciencia, le insistí en que quizá sus sentimientos podían cambiar…

– ¿Y qué os dijo?

– Me miró con unos ojos que no me veían y me espetó: «¡Jamás! Mis pensamientos de sangre no van a retroceder jamás ni tampoco regresarán hacia un amor vil. No, no van a retroceder hasta que logren una venganza total y absoluta. ¡Por el cielo que no cambia hago voto solemne y sagrado de cumplir lo que estoy diciendo!».

– ¡Dios santo! -Se me escapó por entre los labios más como una súplica que como una interjección.

– Todo aquello lo dijo con un hilo de voz, como un susurro, pero me heló la sangre en las venas. Es curioso, ¿verdad? A veces una palabra pronunciada en voz baja, puede resultar mucho más amenazante, mucho más peligrosa, mucho más letal que la arenga pronunciada a voz en cuello por un general. Aquellas frases rezumaban muerte. Y entonces me dijo lo que pensaba hacer… Tenía intención de llegar a Stratford en uno de esos domingos en que vuestra madre no esperaba a nadie. Aparecería por el pueblo de manera inesperada, comprobaría que todo era cierto, que sus sospechas eran certezas y mataría a aquel sujeto alto y de cabellos grises al que había visto con el pañuelo.

– Pero… pero vos…

– Yo intenté con todas mis fuerzas que no perpetrara aquella atrocidad, pero Will no era hombre que se dejara disuadir cuando adoptaba una decisión. Es bien cierto que podía tardar mucho en tomar una resolución, pero cuando la adoptaba, ah, señora, cuando la adoptaba no daba marcha atrás. Era como el toro que embiste y que ya sólo se detendrá tras arrollar a su enemigo.

– Algo podríais hacer para impedírselo…

– Lo único que logré fue que me dejara acompañarle a Stratford. Pensaba que en algún momento podría convencerlo para que desanduviera el camino y regresara a Londres, que quizá lo persuadiría para abandonar sus sueños de violencia, que… Fue inútil. Cada vez que intentaba entablar conversación picaba espuelas a su caballo y se alejaba de mí. La tercera vez que lo hizo incluso pensé que no lograría alcanzarlo. Y así, él huyéndome y yo persiguiéndolo, nos fuimos acercando al lugar donde había nacido, donde se había casado y donde se había consumado la mayor desgracia que le podía haber acontecido. Nos hallábamos ya muy cerca cuando se puso a llover. La verdad es que nos cogió por sorpresa. Durante todo el día el sol nos había acariciado suavemente, lo bastante para librarnos del frío y para darnos la sensación de que el viaje podría transcurrir placentero. Pero, de repente, sobre la línea del horizonte se dibujó una nube, pequeña, alargada y gris. La descubrí en un instante en que levanté la mirada del pescuezo de mi caballo. Al principio, no le di importancia, pero de pronto me percaté de que aquella nube venía seguida por otras más grandes, más oscuras, más cargadas de lluvia. En apenas unos instantes, el cielo iluminado se convirtió en un firmamento gris y negro, y un momento después comenzó a descargar sobre nosotros un chaparrón que nos caló hasta los huesos. ¿No os parece que ha bajado la temperatura, señora?

No, no me lo parecía. A decir verdad, incluso tenía la sensación de que el ambiente de aquella habitación estaba tan cargado que casi resultaba difícil respirar. Pero tampoco podía negarse que el actor había comenzado a temblar y que, para paliar aquella gelidez, se frotaba los brazos con una fuerza inusitada.

– Hace tanto frío como aquella mañana, sí. Empapado y sin dejar de pasarme la mano por los ojos para poder ver mejor busqué algún lugar donde resguardarnos. Pero, señora, parecía como si todos los árboles hubieran huido. Cabalgamos un tiempo sobre unos caballos que piafaban mientras sus cueros se encrespaban por la acción de la lluvia. Y entonces, cuando ni una pulgada de nuestro cuerpo debía estar seca, descubrimos aquel lugar.

XVII

Lo característico de la clemencia es que no viene forzada. Cae como la lluvia suave del cielo sobre la llanura que se encuentra debajo de ella. Bendice por partida doble. Bendice al que la concede y al que la recibe. Es lo más poderoso de lo todopoderoso. Sienta mejor que la corona al rey que se sienta en su trono… tiene su trono en los corazones de los reyes. Es un atributo del mismo Dios, y cuando el poder terrenal se acerca más al poder de Dios es cuando la clemencia dulcifica la justicia.

El mercader de Venecia, IV, 3

– Se trataba de un edificio pequeño, redondo, con una torre chata a su lado.

– ¿Una torre? -dije sorprendida-. ¿Qué clase de construcción era ésa?

– ¿Quién hubiera podido saberlo? -respondió el hombre de verde-. Además, qué más nos daba con lo que estaba cayendo. Espoleamos los caballos con todas nuestras fuerzas y llegamos como pudimos. Cuando bajé de la silla, sentí la ropa como si fuera de plomo. No resulta extraño porque se hallaba totalmente empapada y el agua que llevaba encima debía pesar no menos que las vestiduras. Sujetamos los caballos a una pilastra que chorreaba agua como si fuera un manantial y nos refugiamos corriendo bajo el porche. A esas alturas la lluvia, una lluvia gris y concentrada, se había vuelto tan espesa que ya resultaba imposible ver. Por un momento, concebí la esperanza de que el mal tiempo se prolongara lo suficiente como para que no tuviéramos más remedio que regresar a Londres. Señora, recé, recé como nunca lo había hecho para que siguiera lloviendo y lloviendo y lloviendo y de esa manera vuestro padre no pudiera acabar con la vida de otros y, de paso, arruinar la suya. Llevábamos ya un rato protegiéndonos del aguacero cuando hasta nuestros oídos llegó un sonido raro…