– Descansad -le señalé con la voz empapada de preocupación-. En otro momento…
– No, no -me insistió moviendo la cabeza-. Queda ya poco de esta noche y he de relataros todo.
– No creo que sea necesario -le interrumpí-. Mañana por la noche, quizá pasado podríamos…
– Tiene que ser hoy -me dijo a la vez que me aferraba la mano con unos dedos que, en ese instante, me parecieron extraordinariamente gélidos.
En aquel preciso momento, deseé haberme negado en redondo a seguir escuchando una palabra más. Eso fue lo que pensé, aunque no tuve la menor fuerza de voluntad para imponerme. Al final, asentí con la cabeza.
– Está bien. Está bien. Como gustéis -dije mientras volvía a sentarme.
– Nunca llegamos a Stratford, señora -prosiguió el actor-. Apenas aquel hombre terminó de predicar, recitó una oración. No fue como los rezos de la iglesia de Inglaterra o como los que repiten en latín los papistas. No, señora. Era como si el mismísimo Dios se hallara presente en aquel edificio pequeño y ese sujeto al que no habíamos visto el rostro se dirigiera a Él en nombre de todos los presentes. Luego, cuando concluyó, volvió a escucharse un susurro semejante al que habíamos percibido al llegar. Era un himno, señora, un himno más musitado que cantado posiblemente para no llamar la atención, un himno que hablaba de perdón, de gracia, de gozo y de esperanza.
– ¿Os quedasteis allí mucho tiempo?
– Oh, no, señora. En absoluto. El viejo Will, con la cabeza gacha y el aire pensativo se separó de la ventana y volvió a montar a caballo. Hacía ya un buen rato que había dejado de llover y hubiéramos podido emprender el camino hacia Stratford, pero cuando vi la dirección en que azuzaba al caballo no me cupo la menor duda de que regresábamos a Londres. Cabalgamos en silencio durante un buen rato. No es que me agradara mucho el contemplar a vuestro padre tan callado, pero teniendo en cuenta lo que podía haber pasado, sentía incluso una cierta alegría. De repente, cuando nos hallábamos, más o menos, a una hora de Londres me dijo: «Yo habría sido feliz no sabiendo nada, y ahora el sosiego y la felicidad se han marchado para siempre de mi corazón. Para mí se ha acabado todo. La gloria de Will ha concluido». Os juro que al escuchar aquellas palabras tuve que realizar verdaderos esfuerzos para no romper a llorar. No se trataba sólo de que lo viera tan desamparado y tan triste. No, aunque ya de por sí con eso bastaba para arrancarme las lágrimas. Lo que más me dolía era que su rostro estaba sumido en una pena inmensa, indescriptible, infinita. Era como si la tristeza se hubiera apoderado de él de la misma manera que las Escrituras dicen que los espíritus inmundos se posesionan de los pecadores.
– Sin embargo… -le interrumpí-. Sin embargo, a mí no me parece que mi padre cambiara tanto… Quiero decir que ya antes nos veía muy de vez en cuando y ahora prácticamente dejó de hacerlo… Y por lo que decía mi madre… bueno, se quejaba de que era un tacaño, de que no nos enviaba dinero suficiente, de que así no podíamos seguir…
– Señora -me interrumpió el actor-. Os ruego que no os ofendáis por lo que voy a deciros, pero ya deberíais saber que vuestra madre mentía y además se comportaba así a conciencia. Al año siguiente a la muerte de vuestro hermano Hamnet, Will se entregó al trabajo de manera más diligente si cabe. Confieso que las obras de aquellos meses no figuran entre las mejores de sus creaciones, pero aun así tuvieron éxito y, por si todo lo anterior fuera poco, decidió dedicarse a los negocios. Le fue bien. No hay más que ver que pudo comprar New Place, la segunda casa más grande de Stratford. Yo fui testigo de la compraventa… Dejadme ver… Le costó… cincuenta, no, sesenta libras.
– ¿Sesenta libras? -interrogué sorprendida.
– Sí, a menos que la memoria me falle y, sinceramente, no lo creo. Y al año siguiente, sí, debió ser justo al año siguiente… bueno, señora, fue una temporada magnífica… Los supuestos entendidos en teatro aclamaron a vuestro padre como «un comediante principal». Principal. ¿Entendéis? Y además comenzamos la construcción del teatro del Globo para representar sus obras y no tener que depender de ningún empresario y, por si fuera poco, se convirtió en uno de los principales productores de grano y malta de Stratford. Señora, y del producto de todo eso, que ya no era poco, no dejó de entregar una y otra vez dinero a vuestra madre.
– ¿Pretendéis decirme que no adoptó ninguna represalia contra ella ni contra nosotros?
– Pero, señora, acabo de contaros que no llegamos a Stratford…
– Sí, sí, ya sé que decidió perdonar la vida a mi madre y a… ese hombre… pero, bueno, eso no significa que…
– ¿Qué, señora, qué es lo que no significa? ¿Que la perdonara? Ah, señora, ¿quién puede juzgar lo que se oculta en lo profundo del corazón humano? Yo sé que durante aquellos meses Will no habló de ella, no la mencionó, seguramente no deseó recordarla, pero no es menos cierto que ni un solo instante dejó de cumplir los deberes propios de un buen marido y de un padre intachable. Ni por un solo instante pensó en dejar de manteneros a vos que erais su hija y a Judith que no lo era…
– Mi hermana no tenía ninguna culpa -protesté.
– No, por supuesto que no la tenía -dijo el actor-, pero tampoco vuestro padre y la razón y la ley le habrían asistido si hubiera decidido desentenderse de una niña a la que no había engendrado y a la que pretendían hacer pasar por suya.
– No pienso entrar en esa discusión -corté.
– Y estáis en vuestro derecho, señora, al comportaros así. A fin de cuentas, Judith es vuestra hermana y es natural que la defendáis y os apenéis por ella, pero también lo hubiera sido que Will la hubiera arrojado de su presencia al igual que a vuestra madre. ¿Vos sabéis el dinero que vuestro padre hubiera podido ganar invirtiendo en Londres? ¿Os lo imagináis siquiera aunque sea de forma aproximada? No, ni siquiera tenéis idea. Will pudo cubrirse de oro en aquel entonces, pero ¿sabéis lo que hizo? ¿Lo sabéis?
Negué con la cabeza.
– Pues bien, yo os lo diré. Adquirió tierra en Stratford, en la asquerosa Stratford donde nadie fue capaz de avisarle de que su mujer lo engañaba, en la repugnante Stratford que jamás le mostró la menor consideración a pesar de ser su hijo más ilustre. Y no se trató de un pedacito de tierra. No, señora, no. Fue un terreno por valor de trescientas veinte libras. ¿Y por qué? ¿Por qué se gastó esa fortuna el bueno de Will en un pedazo de este mundo olvidado de Dios en lugar de hacerlo en la capital del reino? ¿Por qué? Yo os diré el porqué. Fue porque deseaba que no os faltara de nada. «Ni Anne ni las niñas pasarán hambre si me sucede algo», dijo cuando estampó su firma en el contrato de compraventa. Y ahora, si no tenéis inconveniente, permitidme que os formule yo una pregunta: Si en algún momento pasasteis necesidad, si no tuvisteis ropa o calzado, si os faltó la comida sobre la mesa, ¿quién creéis que tuvo la culpa? ¿Vuestro padre que se dejó la sangre, el sudor y la vida para que la fuente de los beneficios estuviera en el propio Stratford o vuestra madre?
– Bueno, si su perdón era tan completo… -intenté eludir la respuesta.
– Haríais mal burlándoos de lo que os digo -me reconvino suavemente el hombre de verde-. Vuestro padre no sólo intentaba comportarse cada día como si no hubiera pasado nada sino que además se esforzaba en desarraigar cualquier vestigio de rencor que pudiera quedarle.
– ¿Por eso no volvió a acostarse con mi madre? -pregunté esta vez con cólera mal reprimida-. ¿Era ésa su manera de perdonar?
– Señora, sólo el viejo Will y la que ahora es su viuda saben si volvieron o no a entregarse a la cópula. Vos, como mucho, podéis entregaros a conjeturas. Pero aunque sea como decís, no debéis pasar por alto que el perdón, muchas veces, tiene efectos similares a los de arrancar los clavos fijados en una puerta. Los trozos de metal se quitan ciertamente, pero las huellas… ah, las huellas persisten en la madera. Cada agujero, cada grieta, cada arañazo que hayan podido causar las puntas afiladas persistirán hasta el fin de los tiempos.