– ¿Y eso fue lo que le pasó a mi padre?
– No -respondió apesadumbrado el actor-. Vuestro padre se empeñó en tapar las huellas de los clavos y para conseguirlo recurrió a lo que mejor sabía hacer.
XIX
Quien no se satisface con el arrepentimiento no es digno ni del cielo ni de la tierra, porque tanto el cielo como la tierra perdonan. El arrepentimiento aplaca la ira del Señor.
Los dos hidalgos de Verona, V, 4
– Durante los años siguientes, vuestro padre demostró una y otra vez que no tenía rival en la escena. La gente se rió con Mucho ruido y pocas nueces y se airó con Hamlet y lloró con Troilo y Crésida. A esas alturas, nadie se atrevía a cuestionar su talento. Por supuesto, había envidiosos y maledicentes y canallas, todos ellos especies que siempre siguen al talento de la misma manera que los cuervos revolotean sobre los cadáveres, pero ya nadie se atrevía a afirmar que Marlowe o cualquier otro emborronapapeles era superior a vuestro padre. No estoy seguro, pero tengo la sospecha de que ese triunfo continuado año tras año fue el que le llevó a concebir la idea de que podría liberarse de la congoja que lo embargaba, descargarse del pesar que le había provocado vuestra madre, y cambiar incluso lo sucedido si lo ponía por escrito.
– ¿Acaso estáis diciéndome que se atrevió a contar lo… de mi madre en una de sus obras? -pregunté súbitamente inquieta.
– Sí y no -respondió el actor-. Relató la historia de un marido consumido por la sospecha de que su mujer le es infiel, pero lo hizo de una manera… especial.
– Francamente no sé…
– Sí, veréis. Otelo es un hombre que sirve a la república de Venecia. Tiene talento, valor, temple y otras cualidades que causan admiración, pero, como cualquier hijo de Adán, Otelo no es perfecto. Es un moro y su piel oscura es objeto de desprecio. Otelo ama a una mujer que se llama Desdémona. La quiere con toda su alma, pero el padre de Desdémona no ve con buenos ojos el enlace. Si al final cede ante la idea de que se celebre es por miedo a que su hija acabe formando con Otelo el animal de las dos espaldas.
– Entiendo -dije a la vez que me resistía con todas mis fuerzas a encontrar coincidencia alguna entre el relato del actor y lo que ya sabía de la historia de mis padres.
– Desdémona llega virgen al matrimonio y durante un tiempo colma de dicha a Otelo…
– Pero le es infiel -interrumpí.
– No, mi señora -respondió con una sonrisa triste el actor-. A diferencia de vuestra madre, Desdémona es impecablemente fiel a su esposo.
– No tenéis necesidad de ser un grosero -protesté.
– Desdémona es buena y amorosa -prosiguió como si no hubiera escuchado sus palabras-, pero alguien llamado Yago llega hasta Otelo y comienza a verter en sus oídos terribles sospechas. No sólo eso. Consigue hacerse con un pañuelo de…
– …de Desdémona -se me escapó.
– Sí, de Desdémona -asintió con la cabeza el actor-. Y logra que ese pañuelo vaya a dar a manos de un personaje cuya muerte desea. Mientras tanto el pobre Otelo va sufriendo una transformación monstruosa. El hombre que era bueno y noble comienza a dejar que el espantoso monstruo de los celos se apodere de él. Poco a poco, Yago, mientras finge intentar disuadirle de los temores que lo aquejan, continúa inoculando aquel veneno en el desdichado moro. Y Otelo, el pobre y desgraciado Otelo, sólo desea causar mil muertes al amante de su mujer…
– Como mi padre -pensé en voz alta.
– Sí, como vuestro padre -reconoció el actor.
– Y, al final, imagino que Otelo acaba dando muerte a Yago y se ejecuta justicia mediante la sangre, y mi padre se quedaría tan satisfecho porque en las tablas se representaba la venganza que no había podido llevar a cabo.
– No -respondió secamente el hombre de verde-. No, el infeliz Otelo da muerte a alguien, pero es a una Desdémona buena e inocente a la que ha mancillado no su pecado sino la calumnia. Por supuesto, y por terminar la historia, Yago recibe su castigo y Otelo también abandona este mundo. Punto final.
– ¿Cómo pudo escribir todo eso? -dije mientras sentía cómo me ardían las mejillas-. Es… es bochornoso… todos verían… bueno, el pañuelo, el marido que busca vengar la mancha que ha caído sobre su honor, la mujer sobre la que recae la sospecha de ser infiel… todos debieron entender lo que estaba sucediendo en el escenario… ¿Cómo no se sintió avergonzado? Judith y yo misma podríamos haber visto la obra y…
– ¿Y qué, señora? -preguntó mientras volvía a posar la mirada en su sombrero amarillo-. ¿Acaso si hubierais contemplado una representación de Otelo habríais llegado a la conclusión de que el moro era vuestro padre ansioso de vengar la infidelidad de la que había sido objeto? ¿De verdad lo habríais pensado? ¿Lo decís en serio?
No respondí a las preguntas. A decir verdad se contestaban solas. La verdad es que si hubiera tenido la oportunidad de asistir a una representación de Otelo jamás hubiera podido sospechar que allí se recogía lo que mi padre había sufrido durante años apenas oculto por la magia de la poesía y por sus deseos de que no hubiera sucedido.
– ¿Estáis tan ciega como para no comprender lo que pretendía relatar vuestro padre? -dijo sin alzar la vista-. ¿No llegáis a captar la manera en que cambió todo?
Levantó la mirada y sus ojos, castaños y serenos, reposaron en mi rostro.
– A él, al pobre Will le habría gustado que Anne hubiera sido tan inocente como Desdémona; habría dado décadas de su vida por que todo se hubiera reducido a una calumnia debida a un personaje tan artero y malvado como Yago; habría ansiado que la culpa no estuviera del lado de vuestra madre sino del suyo. ¡Cuánto hubiera dado por ser él mismo un moro celoso, equivocado, engañado, extraviado, si, a cambio, Anne hubiera resultado una persona fiel y decente! ¡Cuánto hubiera entregado por ser completamente malo y estúpido, si, por el contrario, Anne hubiera sido totalmente pura y veraz! ¡Cuánto hubiera cedido para que, al fin y a la postre, sus palabras estuvieran dotadas de un poder mágico, el de cambiar la realidad pasada de acuerdo con su escrito presente!
– Pero eso es imposible… -musité sobrecogida.
– Por supuesto que lo es, señora, por supuesto que lo es. Pero cuando se es capaz de arrancar lágrimas y carcajadas, de provocar sonrisas y llantos, de excitar pasiones y deseos… ah, cuando alguien posee ese don que sólo Dios puede otorgar, ¿resulta acaso incomprensible que se sueñe con alterar lo que sucedió hace años mediante el dominio prodigioso de la palabra? No, no lo creo. Los antiguos griegos usaron el término poeta, que significa el que hace, para referirse al extraordinario poder que se escondía en las canciones, en los himnos, en las composiciones que creaban. Vuestro padre sólo fue culpable de creer en algo semejante.
– Pero ese comportamiento no podía tener éxito -insistí-. Era absurdo…
– Señora, ¿censuraríais a un enfermo desahuciado por los médicos por el hecho de que acudiera a un charlatán en busca de remedio para su dolencia?
– ¿De qué serviría comportarse así? -le pregunté.
– Es cierto, sí. Sin duda, su acción no serviría de nada, pero ¿puede reprochársele que intente ganarle la batalla a la muerte?
– Supongo que no… -reconocí de mala gana.
– Pues eso es lo mismo que pretendió vuestro padre. Deseaba vaciar su corazón arrojando todo lo que pudiera quedar de un dolor que le atormentaba desde hacía años y lo intentó mediante el don de la creación.