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Le apreté la mano y deposité un beso sobre su rostro.

– No. Estaré mejor levantada. No era nada de importancia.

Me vestí bajo la mirada de John. Por regla general, le gustaba verme mientras me quitaba y me ponía la ropa. Decía que eran acciones que le demostraban que era mi esposo y que, al contemplarlas, se sentía muy feliz. Seguramente era así, pero en esos momentos me pareció que, en lugar de gozo, sólo había zozobra en su espíritu.

– John -le dije después de respirar hondo-. He estado pensando en lo… en lo del testamento de mi padre. Por más vueltas que le doy… Me resulta incomprensible porque… porque mi padre no te dio dinero cuando nos casamos, ¿verdad?

Frunció John los ojos por un instante como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago y deseara aparentar que no le había dolido.

– Si te refieres a la dote… -comenzó a decir.

– No -corté con una aspereza que a mí misma me sorprendió-. No estoy hablando de la dote. Verás… a nosotros nos han ido muy bien las cosas…

– Gracias a Dios -musitó John-. El Señor nos ha bendecido generosamente y además hemos trabajado mucho.

– Sí. Sé de sobra todo lo que has trabajado. Eres muy buen hombre, John, y estoy muy orgullosa de ti. Cualquier mujer de Inglaterra lo estaría, pero no me refiero a eso. Lo que quiero decir es si mi padre nos ayudó antes de morir, si… si te entregó algún negocio, si…

John dio unos pasos y se dejó caer sobre la cama. Su rostro se mostraba abatido. Como, si de repente, hubiera caído sobre sus hombros un fardo mucho más pesado de lo que podía soportar.

– Will nunca quiso que te lo contara -dijo al fin-. Pensaba que lo rechazarías, que se lo tirarías a la cara, que me reprenderías por ello.

– ¿Fue mucho dinero?

John bajó la mirada y, sin despegar los labios, asintió con la cabeza.

– Y todo empezó nada más casarnos, ¿verdad?

– Antes -respondió John todavía con la cabeza gacha.

– ¿Fue por eso por lo que te casaste con una solterona como yo? -indagué inquieta.

– ¡No, Susanna, no! -protestó John mientras saltaba del lecho como si lo hubiera impulsado un resorte invisible-. Yo… yo te quise desde el primer momento en que te vi…

– ¿Cómo…?

– Susanna… Susanna, lo que voy a decirte… nuestra vida depende de que… te ruego…

– Te agradecería que me hablaras con claridad -señalé y aunque me esforcé porque mi tono de voz fuera tranquilo, resultó tan áspero que creo que todavía le provocó una mayor inquietud.

– Cuando Will… cuando tu padre supo que te cortejaba… bueno, quiso saber quién era yo -comenzó a decir John-. No puedes echarle eso en cara, Susanna. Se comportaba como nosotros seguramente tendremos que hacer algún día con nuestra hija Elizabeth… pero… pero el caso es que no se puso en contacto conmigo…

– John -le interrumpí controlando a duras penas mi impaciencia-. ¿Podrías no apartarte de…?

– Sí…, tienes razón… Creo… creo que debió seguirme o que se ocupó de que alguien lo hiciera. Para el caso resulta igual. Un domingo… un domingo temprano… cuando yo aprovecho para pasear a solas… me encontré con él.

– ¿Aquí? -exclamé sorprendida-. ¿Cerca de Stratford? ¿Paseando por el campo? Vamos, John, ¿quieres decirme la verdad de una vez?

Se pasó la diestra por el rostro con tal fuerza que hubiérase pensado que deseaba remodelar sus facciones. Lo estaba pasando mal, de eso no tenía ninguna duda, pero a esas alturas lo único que deseaba era saber toda la verdad.

– Susanna… -pronunció mi nombre de manera suplicante, pero por nada del mundo hubiera dado yo por terminado aquel relato.

– Sigue…, por favor.

– Yo iba… iba a… a una reunión… una reunión a la que acudo muchos domingos aunque no siempre…

– ¿Qué clase de reunión?

– Religiosa -dijo al fin con un hilo de voz.

– ¿Religiosa? -repetí sorprendida-. Pero… pero si tú no vas casi nunca a la iglesia…

– Era una reunión religiosa -insistió John débilmente-. Y cuando estaba a punto de llegar… allí estaba tu padre…

– John…

– Me asusté al verle, Susanna -continuó-. No… no lo conocía y al contemplar a aquel hombre ataviado con aquellas vestiduras y llevando aquella espada y montado en aquel caballo… pensé que era un oficial del rey y cuando me dijo… me dijo: «¿Sois John Hall?». Ah, entonces… entonces tuve miedo, miedo como nunca lo había sentido antes, en toda mi vida…

– Pero, John, ¿qué te asustaba? Ibas a una reunión religiosa…

– Oh, Susanna, ¿no lo entiendes? ¿No te das cuenta? -dijo mi marido con voz temblorosa-. Soy un disidente… un puritano.

Abrí la boca una, dos, tres veces, pero no pude pronunciar una sola palabra. Mi marido, el que compartía lecho y mesa conmigo, pertenecía a ese grupo perseguido por el rey Enrique, apenas tolerado por la reina Isabel y ahora odiado por el rey Jacobo.

– Me encontraba a unos centenares de pasos del lugar donde nos reunimos y temí que todos pudiéramos acabar detenidos aquella misma mañana -continuó John ahora de manera apresurada-. En un solo instante me vino a la cabeza todo lo que iba a perder en el mismo momento en que me prendieran para encerrarme en la cárcel. Pero lo que más me preocupaba, Dios es testigo de ello, eras tú. Pensé que nunca volvería a verte, que nunca nos casaríamos, que te perdería, que serías de otro… todo eso me subió del corazón en un vuelco y luego… luego ardí en deseos de apartarme de allí antes de que el oficial del rey viera a los otros hermanos entrando en el granero…

– ¿En… el granero?

– Sí, Susanna, desde hace años nos reunimos en un granero pequeño que tiene al lado un silo con forma de torre… -me aclaró-. Pero eso ahora… El caso es que di unos pasos y procuré colocarme entre la mirada de aquel hombre y nuestro lugar de reunión y le dije: «Lo soy, señor, ¿en qué puedo servirle?». Picó suavemente su montura, se acercó y, sin descabalgar, me tendió la mano a la vez que me decía: «Soy William Shakespeare. El padre de Susanna».

John respiró hondo y por un instante guardó silencio, pero no necesitó que le insistiera en que debía continuar su relato.

– Aquellas palabras no me tranquilizaron. Todo lo contrario. Era verdad que ahora nadie iba a detenerme, pero ¿y si tu padre se percataba del lugar al que iba? Nunca, nunca me concedería tu mano. Te perdería, Susanna, te perdería y, una vez que se desvaneciera el sueño de que fueras mi esposa, ¿qué significado tendría la vida para mí?

Intenté agarrar la mano de John como si así pudiera ahuyentar todo el miedo que había sentido años atrás. No lo conseguí. Inmerso en los recuerdos, comenzó a dar pasos por la habitación mientras seguía hablando.

– Pero la verdad es que tu padre no se percató de la gente que iba llegando al granero. De pronto, descendió del caballo y me invitó a pasear con él y se puso a preguntarme por mi vida y por mi trabajo y por mis aspiraciones. Fue muy cortés, Susanna, muy educado. Escuchaba y asentía con la cabeza. Incluso sonrió en un par de ocasiones y, al final, me dijo: «John, tú guardas mi secreto y yo guardo el tuyo. ¿Te parece un buen acuerdo?».

– ¿A qué secretos se refería?

– Él no diría a nadie que yo iba a las reuniones del granero y yo… yo nunca te contaría que él nos iba a ayudar. Nunca supe cómo había llegado a saber lo de nuestros cultos, pero ¿qué más daba? En cuanto a ti… sé que no está bien ocultar nada a la propia esposa, pero…

– … pero no era lo primero que escondías, ¿verdad, John? Durante años te las arreglaste para que no averiguara que eras un puritano…

– Te ruego… te ruego…, Susanna -reconoció bajando de nuevo la cabeza-. Perdóname.

¿Debía perdonarlo? Quizá en otro tiempo, en otra ocasión, en otro momento, mi respuesta hubiera sido negativa, pero ahora… ahora sólo podía ser una. Abracé a John. Lo abracé con todas mis fuerzas, con todo mi corazón, con toda mi alma. Lo abracé como si fuera el padre al que nunca había conocido realmente en vida. Lo abracé como la persona con la que deseaba compartir el resto de mi existencia. Lo abracé como si así pudiera expulsar de mi corazón la amargura agobiante de años y retener todo lo hermoso, lo puro y lo limpio que conocía y deseaba.