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Me pareció que posaba la mirada sobre el papel como si le doliera tener que rasgar el sello que lo había mantenido en el mundo de lo secreto y de lo ignoto durante años. Se trató de una impresión que tan sólo duró un instante porque con un gesto inusitadamente brioso quebró la costra carmesí y desplegó el documento.

III

Que la virtud no busque recompensa por lo que fue. La belleza, la inteligencia, la estirpe noble, la fuerza de los huesos, el mérito del servicio, el amor, la amistad, la caridad, todo se halla sujeto a los efectos del tiempo que es envidioso y calumniador.

Troilo y Crésida, III, 3

Cuentan que existen imágenes que permanecen grabadas para siempre en nuestra memoria. Soy demasiado joven como para saber por experiencia propia si esa afirmación es cierta, pero no albergo duda alguna de que lo que sucedió en los minutos siguientes a la apertura del sello ha estado ocupando mi corazón desde entonces.

El hombre de los impertinentes dorados carraspeó y a continuación, con un tono de voz que me resultó casi clerical, dijo:

– Vigésimo quinto die Januarii Martii Regni Domini Nostri Jacobi nunc Regis Angliae etc décimo quarto Scotiae Annoque Domini 1616…

Las frases pronunciadas en latín provocaron una reacción de incomodidad en la mayoría de los presentes. Los ojos de mi madre se habían abierto por la desazón hacia lo que vendría después y por su absoluta impotencia lingüística para entenderlo; Judith había apretado la mano de su marido como si temiera desmayarse y los tres hombres que vestían de negro habían intercambiado miradas de estupefacción. Tan sólo el sujeto de verde había fruncido los ojos en un gesto de difícil interpretación, que lo mismo podía significar que no entendía nada como indicar que se estaba divirtiendo de lo lindo, aunque quería, siquiera en parte, ocultarlo. Todos aquellos movimientos quedaron absolutamente paralizados cuando el lector dijo con voz quejumbrosa:

– Testamentum Willemi Shackspeare… Registretur.

Luego volvió a aclararse la garganta y añadió:

– En el nombre de Dios. Amén. Yo William Shakespeare de Stratford-upon-Avon en el país de Warrgent, en perfecta salud y memoria -Dios sea alabado- hago y ordeno esta mi última voluntad y testamento en la manera y forma que siguen, es decir, que encomiendo, primero, mi alma en las manos de Dios mi Creador esperando y creyendo con seguridad que a través de los méritos de Jesucristo mi salvador me convierto en partícipe de la vida eterna, y mi cuerpo a la tierra, como se hará.

Me pareció escuchar un par de suspiros de alivio cuando el lector pasó del latín al inglés. No era para menos. Ahora, con un poco de suerte, nos íbamos a enterar finalmente de cuál era la última voluntad de mi padre.

– Ítem: doy y concedo a mi yerno y a mi hija Judith ciento cincuenta libras de dinero inglés de curso legal para que se le pague de la manera y forma siguientes, es decir, cien libras como parte de su dote que recibirá un año después de mi muerte…

La piel cetrina del rostro de mi hermana adquirió una tonalidad tan blanca como la de una sábana de buena calidad. No se le podía reprochar. Si no había entendido mal, mi padre le había dejado una cantidad bastante mermada y encima la descontaba de la dote y, por si fuera poco, retrasaba su pago hasta dentro de un año. Pero ¿qué le había hecho Judith a mi padre?

Durante los instantes siguientes, el testamento añadió a la ofensa el insulto. Judith se enteró de que sólo podría cobrar las siguientes cincuenta libras a condición de que renunciara a cualquier reivindicación del terreno que mi padre había comprado en Chapel Lane. En otras palabras, mi hermana no recibía nada… pero ¿qué era aquello?

Por un momento, me pareció que Judith estaba a punto de sufrir un desvanecimiento, pero su marido la sujetó por los hombros como si pretendiera evitar tan bochornoso espectáculo.

– Ítem: doy y concedo a mi citada hija Judith ciento cincuenta libras más…

Judith apretó la mano de su esposo y pareció recuperar algo de color. Le duró poco. Efectivamente, mi padre le dejaba otras ciento cincuenta libras, pero a condición de que viviera otros tres años y de que su marido realizara gastos en las tierras de mi padre por valor de ciento cincuenta libras. En caso de que mi hermana no viviera esos tres años, la suma pasaría a Elizabeth, mi hija. ¡Mi hija! Eso sí, como corolario, mi padre había dispuesto que Judith recibiera una taza de plata.

El lector realizó una pausa que aproveché para mirar lo más disimuladamente posible a mi hermana. Era obvio que estaba hundida. No sé si pretendía disimularlo, pero, de ser así, no lo había conseguido. De un momento a otro podía romper a llorar, llenar la habitación de alaridos o desvanecerse. Por lo que se refería a su pálido marido conservaba la calma, pero bastaba contemplar su mirada torva para saber que hubiera deseado matar a mi padre en ese momento, caso de que aún se encontrara con vida. Y es que si mi hermana tenía motivos para sentirse decepcionada, mi cuñado podía considerarse estafado. No cobraría la dote y si a la vuelta de unos años deseaba recibir una cantidad casi simbólica previamente tendría que haber desembolsado una equivalente en las posesiones de mi padre. Y eso si mi hermana sobrevivía tres años, porque si se moría antes, mi cuñado no cobraría el dinero -que pasaría a mi hija- y además perdería el que hubiera podido gastar en una hacienda ajena. Nada, absolutamente nada. ¡Menos que nada! Desde luego, a la vista de lo estipulado en el testamento, le hubiera traído más cuenta que William Shakespeare hubiera sido un carnicero…

Escuché cómo mi madre mascullaba unas frases ininteligibles de las que sólo me resultaron comprensibles palabras sueltas como «egoísta», «pelandrusca» y «puta». ¿Se refería a mi padre? ¿A alguna amante suya? Lo ignoraba y, en aquellos momentos, tampoco me importaba mucho. Por lo que se refería a los cuervos, sus ojillos denotaban una sorpresa apenas oculta. El hombre de verde -¿cómo se le había ocurrido acudir con aquella escandalosa indumentaria a la lectura del testamento?- parecía desprender una sensación extraña de tranquila diversión semejante a la del pescador que espera sosegado a que pique la trucha.

Durante los instantes siguientes, los sollozos mal reprimidos de Judith y las miradas pespunteadas de odio de su marido quedaron en un segundo plano ante las exclamaciones crecientemente airadas de los presentes. A mi tía Joan, su propia hermana, el famoso y admirado William Shakespeare, le dejó treinta libras y le permitió quedarse en una parte de la casa de Henley Street que había pertenecido al padre de ambos y que había heredado el mío en 1601. Eso sí pagando un alquiler. En otras palabras, mi tía tampoco sacaba nada del glorioso bardo, del famoso cisne de Stratford, de su hermano, salvo el poder vivir como inquilina en una casa que había pertenecido al padre de los dos. Mucha suerte tendría si las treinta libras le permitían pagar la renta hasta el día de su muerte. Claro que teniendo en cuenta que cada uno de sus tres hijos iba a recibir la mísera cantidad de cinco libras de mi padre a lo mejor lo conseguía.

– Ítem: doy y concedo a la citada Elizabeth Hall toda mi plata -excepto la taza de plata- que tenga en el momento de la fecha de esta mi voluntad.

Bajé el rostro, pero aun así noté sobre mí las miradas enfurecidas de mi tía y de mi hermana Judith. Mi hija acababa de recibir de mi padre toda su plata y sin condición alguna.

Confieso que me sentí profundamente sorprendida. Pero…, pero ¿qué significaba todo esto? Si mi padre ni siquiera conocía a la criatura… Mi estupefacción -y la ardiente cólera de las mujeres de la familia- fue en aumento cuando fuimos escuchando que los pobres de Stratford iban a recibir diez libras (¡el doble que mis primos!) y que sus distintos amigos eran objeto de los legados más diversos. Por ejemplo, a Francis Collins, uno de los hombres enjutos vestidos de negro, le dejó trece libras, seis chelines y ocho peniques y a los otros las cantidades suficientes para comprarse sortijas. ¡Sortijas! O mucho me equivocaba o aquellas joyas iban a costar mucho más que el valor de la taza de plata de mi hermana Judith.