Выбрать главу

Eché un vistazo a mi madre. A esas alturas, resultaba obvio que se iba a llevar la parte del león de toda aquella rebatiña en la que mi hermana Judith y nuestra tía apenas habían recibido despojos. Seguramente, el dinero que iba a recibir no cambiaría su opinión acerca de mi padre, pero, al menos, le permitiría vivir con desahogo hasta el fin de sus días.

– Ítem: doy, concedo y otorgo a mi hija Susanna Hall todo el capital, propiedades y posesiones para capacitarla de la mejor manera a fin de que ejecute este testamento y se ocupe de su cumplimiento…

Tan sólo un gemido mal sofocado de mi hermana Judith cortó el silencio espeso que se expandió como una mancha de grasa por toda la habitación al escucharse aquellas palabras. Sentí que se me inundaban las manos de un sudor frío y abundante. Por increíble que pudiera parecer, todos habíamos escuchado correctamente. Mi padre me dejaba todo, absolutamente todo, salvo los modestos legados ya mencionados.

No sé cómo no nos asfixiamos mientras conteníamos la respiración. Y es que el párrafo en que mi padre dictaba tan relevante disposición era largo, detallado, puntilloso. Daba la sensación de que había deseado no dejar un solo cabo suelto, de que ansiaba asegurarse de que nada podía interponerse en el cumplimiento de sus deseos ni siquiera después de la muerte, de que ambicionaba controlar esta existencia desde la otra.

– Ítem: doy a mi esposa mi segunda mejor cama, Ítem: doy y entrego a mi citada hija Judith mi tazón de plata.

– No… no… noooooooo -interrumpió colérica mi madre-. No… no puede ser… una cama… una miserable cama… su segunda cama… A mi… a la madre de sus hijos… a mí, a su esposa…

– Tazón de plata… -musitó mi hermana con un hilillo de voz como si se limitara a repetir lo que acababa de escuchar de labios del impávido y cojo hombrecillo de los impertinentes dorados.

– Todo el resto de mis bienes -prosiguió el fedatario, indiferente a las reacciones de las mujeres-, terrenos, créditos, plata, joyas y ajuar doméstico cualquiera que sea después de que se paguen mis deudas y legados y se abonen mis gastos funerarios, lo concedo y otorgo a mi yerno, el caballero John Hall, y a mi hija Susanna, su esposa, a los que ordeno y convierto en ejecutores de esta mi última voluntad y testamento…

Desplacé la mirada por la habitación procurando eludir a mi madre, a mi tía y a mi hermana. Uno de los hombres de negro inclinó la cabeza en un gesto, a la vez tímido y respetuoso, cuando sus ojos se cruzaron con los míos. A su lado, con los brazos cruzados y una sonrisa apenas esbozada, pero, innegablemente divertida, el hombre de verde seguía observándome con ánimo jocoso.

IV

Ven, señora esposa, siéntate a mi lado y que el mundo gire. Nunca seremos más jóvenes.

La fierecilla domada, Prólogo, II

El regreso, después de aquella ceremonia, que fue breve pero que a todos nos pareció inacabable como los sufrimientos terribles de los réprobos en el lóbrego infierno, resultó insoportablemente silencioso. Caminaba yo, con los ojos bajos, al lado de mi esposo, John Hall, pero, aun sin levantar la vista, sabía que las miradas de mi tía, de mi madre, de mi hermana se hallaban clavadas en mi espalda. Las conocía lo suficiente como para saber que me declaraban culpable del crimen que mi padre había perpetrado en su testamento al dejarlas prácticamente sin nada.

Se equivocaban, porque yo no estaba menos sorprendida que ellas por lo que acababa de suceder. A fin de cuentas, ¿qué relación había tenido yo con el difunto? Ninguna. Ninguna. Ninguna. Sí, por supuesto, yo era la primera hija que había tenido, pero también había sido la causa directa de que contrajera matrimonio con mi madre. A fin de cuentas, Anne, su primer amor, me llevaba desde hacía seis meses en su seno cuando llegó hasta el altar para casarse con mi padre. Sin embargo, si bien se miraba, esas circunstancias no eran las más dadas para explicar aquel inesperado gesto de generosidad incomprensible. Precisamente era yo la que lo había atado a mi madre, la que lo había convertido en un padre demasiado joven, la que había recortado su libertad cuando era casi un niño… Bien mirado, tampoco resultaba tan extraño que mi padre hubiera abandonado el hogar conyugal en cuanto que tuvo ocasión. Había entrado en él no guiado por el amor o por el ansia de fortuna sino porque su pasión juvenil había dado un fruto inesperado e indeseado. Yo. Y, sin embargo… Sin embargo, a pesar de que no habíamos cruzado en toda nuestra vida ni un centenar de palabras, mi padre había despojado a mi madre y a mi hermana y a mi tía y me había dejado todo. Lo mirara como lo mirara, no llegaba a comprenderlo.

Bien sabía Dios que todo eso resultaba extraño, pero casi parecía insignificante cuando reflexionaba en la inusitada generosidad que había dejado de manifiesto en relación con mi hija y, sobre todo, con mi marido. Ahí era donde mi confusión aumentaba hasta un grado intolerable. Nunca me había parecido que mi padre respaldara mi matrimonio con John. Como mucho, a lo sumo, le había resultado indiferente. Y ahora, ahora… yo recibía todo y mi marido se convertía en un caballero adinerado, en una especie de hombre de confianza del escritor más importante del reino, del bardo, del cisne de Stratford.

No me atreví a levantar ni una sola vez la mirada del suelo encharcado mientras regresábamos a casa. Incluso la despedida fue seca, desabrida, sin palabras. La amargura parecía haber arrancado la lengua a mi madre, siempre tan locuaz. Lo mismo sucedió con Joan y con mi hermana. Fue como si las tres estuvieran convencidas de que o John o yo o ambos de consuno habíamos perpetrado algún plan diabólico para quedarnos con la herencia y que ellas eran las grandes perjudicadas en el perverso envite. Que habían perdido no tenía vuelta de hoja, pero sabía yo tanto de las causas de aquella última voluntad como ellas.

Después de separarnos de ella, tampoco John o yo fuimos capaces de pronunciar una sola frase. Abrumados por la sorpresa, sumidos en la confusión, sumergidos en un océano de preguntas sin respuesta, reemprendimos el camino bajo una lluvia que se fue haciendo cada vez más cegadora e impetuosa, como si deseara empujarnos a casa o ahogarnos en el intento. Nos salió a recibir Maggie, la mujer que se ocupaba de atender nuestras necesidades más perentorias y a la que John trataba con un distanciamiento cortés.

– Vaya tiempecito de los demonios… -comenzó a decir antes de que John le lanzara una mirada que la obligó a callar. A mi marido nunca le ha gustado escuchar maldiciones y juramentos y Maggie lo sabía.

– Enseguida les preparo algo caliente para entonarles el cuerpo -dijo a la vez que desaparecía en dirección a la cocina.

John acercó una silla al hogar donde crepitaba un fuego negrirrojo, se despojó del pesado gabán y, empapado, se sentó envuelto en el mismo silencio espeso que lo había acompañado desde el inicio de la jornada. Se frotó con fuerza las manos, blancas y suaves, insufló su aliento sobre ellas y luego las estiró como si quisiera atrapar con los dedos extendidos el calorcillo reconfortante que despedía la chimenea.

No transcurrió mucho tiempo antes de que la silueta rechoncha de Maggie se recortara contra el marco oscuro de la pesada puerta. Llevaba una bandeja de madera con dos tazones anchos y grandes que despedían un humillo blanquecino y prometedor. Di unos pasos, le quité a Maggie su leve carga y me dirigí hacia mi marido y señor.

Sin levantar la mirada de las llamas puntiagudas que crepitaban en el hogar, John extendió la mano hacia la bandeja que había colocado ante él y asió el tazón. Por un instante, se complació en caldearse las palmas con aquel recipiente cálido y panzudo. Luego se lo llevó a los labios y paladeó el caldo.