Fruncí los ojos intentando aguzar la mirada, pero la luz, todavía escasa, no me lo permitió. Entonces, de manera inesperada, un rayo blanquecino pareció estrellarse contra su rostro. No… no podía ser… Claro que conocía a aquel hombre. Por lo menos, lo había visto con anterioridad y había sido en… en… ¡en la lectura de testamento de mi padre! Sí, se trataba de uno de sus amigos, de los que habían recibido dinero para comprarse sortijas, de los que habían salido mejor parados que mi pobre hermana Judith en el reparto de la herencia.
Ahí estaba. Con su traje verde, su sombrero amarillo y su altiva pluma roja. Todo igual que en la lectura del testamento. Intenté recordar su nombre, pero me resultó imposible. Por supuesto, como en el caso de los otros, debía haber escuchado su gracia por primera vez el día anterior, pero me hallaba demasiado preocupada por las reacciones de mi madre, de mi tía y de mi hermana Judith como para fijarme en esos detalles. Oh, Dios Santo, ¿cómo se llamaba aquel hombre? Y, sobre todo, ¿qué estaba haciendo por allí cerca?
Estoy segura de que lo más prudente hubiera sido fingir que no lo había visto y dirigirme hacia la casa. Desde luego, si aquel extraño deseaba cualquier cosa, por ejemplo, saber cuándo iba a cobrar lo que le hubiera dejado mi padre, tiempo tendría para hablarlo con John. Sin embargo, no conseguí sacudirme la inmovilidad pesada que se había apoderado de mis miembros entumecidos y permanecí allí quieta, detenida, rígida, como si hubiera echado invisibles raíces en la húmeda hierba.
De repente, reparé en que el desconocido se dirigía hacia mí. Quizá no se había percatado antes de mi presencia, quizá había dudado sobre la conveniencia de acercarse, pero ahora sin ningún género de dudas caminaba hacia el lugar en que me encontraba. Respiré hondo y cuando se hallaba apenas a unos pasos le dije:
– Señor, mi esposo, el caballero John Hall, aún no se ha levantado del lecho, pero estoy segura de que estará dispuesto a recibiros a lo largo del día.
Aquellas palabras no produjeron el efecto que yo hubiera deseado. Por el contrario, el hombre del traje verde apretó el paso hasta llegar a mi altura y entonces, jadeando y exhalando una nubecita de vaho, musitó:
– Estoy al corriente de todo.
Ignoraba qué podía significar aquella afirmación, pero apenas pude reprimir un escalofrío de sobrecogimiento al escucharla. ¿A qué se refería? ¿Qué era todo? Como si hubiera captado mis pensamientos, su voz susurrante y casi ensordecida por el viento añadió:
– Sé por qué vuestro padre os ha dejado la totalidad de la herencia a vos y a vuestro esposo.
Boqueé esta vez intentando pronunciar alguna palabra, pero no lo conseguí. Tan sólo sé que abrí y cerré la boca dos o tres veces sin lograr articular un solo sonido inteligible.
– No debéis temer, señora -prosiguió el desconocido-. Sólo os suplico que seáis discreta, que me permitáis explicaros todo, que escuchéis de mis labios lo que vuestro propio padre, el caballero William Shakespeare, hubiera deseado relataros en persona.
De nuevo intenté decir algo, pero me resultó imposible. El frío, la sorpresa y una extraña sensación de temor parecían haberme atado la lengua a la vez que me provocaban un irrefrenable temblor.
– Se trata de un secreto que tan sólo vos debéis conocer -continuó el hombre del traje verde mientras esbozaba aquella sonrisa suya tan peculiar-. Sólo vos. Y cuando digo sólo vos me refiero a que vuestro marido no tiene que saber nada de lo que deseo referiros.
– Pero… pero… -balbucí-, ¿por quién me habéis…?
– Por la hija de Will -cortó-. Por la única a la que quiso. Tomad. Aquí está escrita la dirección en que debemos encontrarnos. Os espero esta noche. Recordadlo. Esta noche. Pero, os lo suplico, sed prudente. No abandonéis vuestra casa hasta que el sueño haya descendido, pesado e invencible, sobre los párpados de todos los que la habitan.
«Pesado e invencible…», pero ¿qué manera de hablar era aquélla? Me respondí a mí misma que, seguramente, la propia de un actor, porque ni por asomo se parecía a la forma de expresarse que utilizaba la gente normal y corriente. Y, sin embargo, a pesar de lo inusual e inquietante del episodio, he de reconocer sin ambages que cuando tocó con la punta de los dedos el ala de su sombrero amarillo, aquel tocado extravagante con una pluma roja, yo ya sabía que iba a aceptar su invitación.
Desde aquellos mismos momentos, esperé ansiosa a que las horas del día fueran discurriendo y cuando, ya en el lecho, John quedó sumido en el sueño, le besé suavemente en la mejilla y abandoné la cama. Me consta que podía haberme negado a acudir a la cita y, de hecho, eso es lo que me repetí una y otra vez desde el primer momento. Sin embargo, en lo más hondo de mi corazón sabía que no podría contenerme, que la curiosidad sería más poderosa que la prudencia y que acabaría dirigiéndome con cualquier excusa a aquel lugar. Lo hice sobrecogida por un temor difuso y casi doloroso, provisto de varios rostros. El miedo a que mi marido me sorprendiera, el pánico a que la vecindad me descubriera encontrándome con un hombre desconocido en las quietas horas de la negra noche, el pavor a los rumores acerbos que podrían desatarse. Todas aquellas prevenciones me azotaron y mordieron sin piedad, pero no lograron evitar que partiera al encuentro de aquel supuesto conocido de mi difunto padre, de aquel amigo tan viejo y estimado como para dejarle, al igual que a los tres hombres de negro que, según me había enterado durante la lectura, eran actores y veteranos compañeros, un legado muy superior al que iban a recibir mi hermana Judith, mi tía o mi propia madre.
Sólo hubo un instante en que estuve a punto de volverme atrás. Fue cuando alcé la mano para golpear la puerta y el sonido áspero que me devolvió la mal desbastada madera resonó en medio del sigilo nocturno como si se tratara de una poderosa campanada en el interior de una silenciosa catedral o de un trueno impetuoso en medio del negro firmamento preñado de oscuros nubarrones. Súbitamente sobrecogida, me aparté de la casa y emprendí el camino de regreso. Pero apenas me había distanciado media docena de pasos cuando me dije, con el cuerpo sacudido por un incontrolable temblor, que era absurdo no llegar hasta el final una vez que me encontraba quizá a la entrada de la respuesta.
Con la mano apretada contra el pecho como si de esa manera estuviera en mi poder calmar el ritmo vertiginoso de mi corazón atemorizado, desanduve la breve distancia recorrida. Sin embargo, no volví a llamar. Posé la palma de la mano sobre la hoja de la puerta y empujé con suavidad esperando un tanto ingenuamente que se viera franqueada. No me equivoqué. Cedió con un leve chirrido. Entonces respiré hondo y entré.
Estar enamorado es obtener desprecio por gemidos, miradas coquetas por suspiros amargos que proceden del corazón, un débil instante de gozo por veinte noches en vela, rebosantes de cansancio y aburrimiento. Si por suerte se consigue lo deseado, puede sobrevenir la desgracia; y si se pierde, lo que se logra es un esfuerzo trabajoso. En cualquiera de los casos, no pasa de ser una locura alcanzada con agudeza o una agudeza vencida por la locura.
los dos hidalgos de verona, I, 1
VI
27 de abril de 1616
El hombre del traje verde estaba sentado al lado de una mesa pequeña en la que apenas había lugar para que pudieran comer dos personas. En otras circunstancias estoy segura de que me hubiera detenido a observar los detalles de la habitación, pero en aquellos momentos, mis ojos quedaron fijos en la llama negridorada que ardía a escasas pulgadas del rostro del hombre y en el sombrero amarillo de altiva pluma roja que situado a un palmo parecía dormitar sobre la mesa. Quizá en otras circunstancias aquella visión se me hubiera antojado fantasmal, terrible, horripilante. En esos momentos, sólo me pareció la cara de un hombre de edad madura, peso excesivo y dudoso gusto para vestirse, que esperaba pacientemente a que yo hiciera acto de presencia.