Me sentí incómoda al escuchar aquellas palabras. No es que pensara que pudiera enseñarme nada aquel hombre -a fin de cuentas yo era una mujer casada- pero me desagradaban profundamente aquellas referencias a la intimidad y más si estaban relacionadas con mis padres.
– Creo que… -intenté protestar.
– Pero vuestro padre era un hombre honrado y estaba más que convencido ce que vuestra madre era además de virgen, decente -me interrumpió-. Por eso fue a ver a vuestro abuelo.
– Para pedirle la mano de mi madre, imagino -apostillé con maliciosa ironía.
– Por supuesto -respondió sonriendo como si no se hubiera percatado del tono de mis palabras- ¡Ah! Le temblaban las piernas mientras se dirigía a la casa de Anne. Deberías haberlo visto en esos momentos… ¡Ah! Tuvo que interrumpir su camino una y otra vez para tranquilizarse. Incluso se detuvo en la iglesia del pueblo para implorar al Todopoderoso que le socorriera en aquel menester y que, sobre todo, aquella mujer fuera la que tenía destinada para él.
Sin duda, aquel hombre pretendía despertar simpatía y ternura en mi corazón, pero, al escuchar aquellas palabras, no pude dejar de pensar que si mi padre se había comportado así había desperdiciado sus oraciones. Con todo, inmediatamente arrojé de mi corazón aquella reflexión impía. Sin duda, se había comportado correctamente al suplicar ayuda a Dios, aunque el resultado, al fin y a la postre, no hubiera sido próspero.
– Y así, muerto de miedo, el bueno de Will se presentó ante tu abuelo materno.
VIII
Cómo? ¿Se ha ido sin pronunciar una sola palabra? Sí. Así es como debería actuar el amor que es veraz. No habla porque la verdad se ve más ensalzada por los hechos que por las palabras.
los dos hidalgos de verona, II, 2
– «Mi hija es muy joven», le dijo tu abuelo con voz severa cuando compareció ante él. «Apenas tiene catorce años y no conoce el mundo.»
– Era verdad -pensé en voz alta.
– Pero -prosiguió como si no me hubiera escuchado el hombre del traje verde- tu padre, el bueno de Will, no estaba dispuesto a ceder. Insistió, le habló de cómo trabajaría por ella, de cómo se esforzaría por ella, de cómo se dejaría el corazón, el alma y la vida por ella.
– Y con su labia convenció a mi abuelo… -dije con un cierto tono de reproche, no pudiendo evitar que me molestara el que hubiera conseguido su objetivo.
– La verdad es que nunca he estado seguro de ello. Lo más probable es que sólo lo persuadiera a medias -respondió el actor-. Desde luego, la idea de dejar marchar a su hija no le convencía. Escuchó, refunfuñó, dejó escapar alguna palabra de desacuerdo, pero al final, lo miró fijamente, le puso una mano en el hombro y le dijo: «Dejemos pasar un par de veranos, para que la flor salga del botón, se abra y muestre su lozanía. Entonces la niña ya será mujer y podremos pensar en su boda». ¿Qué os parece?
– No da la sensación de que fuera una respuesta alentadora -reconocí.
– Es que no lo fue -concedió-, y Will lo comprendió así, pero el amor que sentía por Anne era tan grande, le oprimía de tal manera el corazón, le quemaba con tanto ardor que siguió insistiendo. Tanto la quería que estaba dispuesto a esperar dos años para contraer matrimonio, pero, eso sí, deseaba tener la seguridad de que, durante ese tiempo, vuestro abuelo rechazaría comprometerla con otro galán.
– Y acabó convenciéndolo…
– Mucho más que eso. Logró que el hombre se sincerara con él. Nadie sabe cómo lo consiguió, pero terminó confesándole que vuestra madre era la última alegría de su casa, la luz de su hogar, su hija querida… Pero, al fin y a la postre, sin embargo, le otorgó permiso para cortejarla y conseguir su afecto.
– Tuvo éxito entonces…
– No del todo. Se trataba de una concesión sometida a condiciones.
– ¿Qué condiciones? -indagué.
– Vuestro abuelo le dijo: «Mi consentimiento depende de su elección. Sólo si os distingue y os acepta, os otorgaré su mano con el mayor placer». En otras palabras, vuestra madre sería la que tendría la última palabra. Y entonces, provisto con esa promesa, Will, el joven y enamorado Will, abandonó la casa de vuestro abuelo.
– No termino de ver qué tiene de particular todo esto… -comenté molesta.
Por primera vez desde que se había iniciado aquel relato singular del cortejo me pareció distinguir en la cara de mi interlocutor algo parecido a una sonrisa. Sin embargo, resultó tan fugaz que hubiera podido atribuirse al reflejo del jugueteo de las llamas en el hogar o a una simple mueca. Además, ¿por qué iba a sonreír?
– Las cosas no fueron como Will pensaba -prosiguió el actor-. Quería a Anne y, por supuesto, estaba más que dispuesto a esperar a la boda para desatar el nudo virginal, pero el tiempo se fue dilatando insoportablemente… A cada nuevo encuentro, en cada cita, se sentía más y más… ¿cómo lo diría yo? Abrasado. Sí, creo que ése es el término que utiliza el apóstol Pablo. No divaguemos y digamos las cosas como son. Antes de unirse ante Dios, Anne se entregó a Will.
– No estoy dispuesta… -traté de interrumpirle indignada.
– Mistress Hall -cortó con suavidad mi protesta-. Sabéis de sobra que vinisteis a este mundo cuando vuestros padres apenas llevaban casados medio año…
Respiró hondo y lanzó un suspiro. Se trató de un suspiro prolongado y profundo, como si de esa manera hubiera podido arrancar de su corazón un pesar que sólo él conocía.
– No sé cómo… -comencé a decir, pero no me dejó concluir la frase.
– ¿Me quieres? -dijo el hombre de traje verde e inmediatamente añadió-: Sé que vas a decir que sí y estoy dispuesta a cogerte la palabra… no jures, te lo suplico, porque un día podrías faltar a tu juramento y dicen que Dios castiga al que es perjuro en cuestión de amores. Si amas a otra, dímelo con sinceridad, y si piensas que entrego mi corazón con demasiada facilidad, dímelo también. Siento el mostrarte tanto amor porque quizá puedes pensar que mi conducta es demasiado ligera. Perdóname y no atribuyas mi amor a la ligereza de mi corazón.
Me quedé sin palabras al escuchar aquellas frases. ¿Qué quería decir aquel hombre extraño? Se acababa de expresar como si fuera una mujer, una hembra enamorada que se encuentra desgarrada entre el deseo de entregarse y el temor a las consecuencias terribles de esa acción. ¿Acaso… acaso era eso lo que mi madre le había dicho a mi padre antes de entregarse a él? ¿Habían sido esas sus palabras? ¿Se había manifestado tan amorosa y tímida? Ciertamente, no lo sabía pero cuanto más lo pensaba, más me parecía que aquellas palabras sonaban como la voz de una joven que ha decidido regalar su virginidad al muchacho que la atrae, pero que antes se siente abrumada por un fuego cruzado de temores, el de no pasar de ser una más, el de verse abandonada, el de convertirse en objeto de malas interpretaciones, de esas interpretaciones malignas que desgarran cruelmente la reputación de una mujer de manera más nefasta que su doncellez perdida.
– Imagino que esa parte de la historia la conocéis -dijo ahora el hombre con tranquilidad-. Vuestros padres contrajeron matrimonio en el mes de noviembre de 1582. A vuestra madre no se le notaba el embarazo, eso es cierto, pero, por lo que sé, tenía un aspecto deplorable. Estaba pálida y demacrada, y vomitaba a todas horas.
Me hallaba a punto de decirle que se ahorrara los detalles, pero no hubo necesidad. Como si a él también le desagradara referirme tan prosaicas circunstancias, cambió de tema inmediatamente.
– A vos os bautizaron en mayo. Como vuestro padre habíais nacido bajo el signo de Tauro. Los que entienden de estas cosas dicen que los Tauro son constantes, sensuales, laboriosos, atractivos, seductores… buen signo, sin duda.
– La astrología es un pecado -repuse más molesta, en realidad, por lo que acababa de señalar que por el hecho de que respaldara una ciencia oculta condenada por las Sagradas Escrituras.