— Y bueno, ¿qué esperamos? — dijo Hoover. Vamos…
Por estar a la izquierda de Simon, espontáneamente levantó su mano izquierda y la posó sobre el borde de ese lado.
Y la puerta se abrió a la izquierda.
Sin demorarse en admirar esa puerta ambivalente, Hoover la empujó a fondo. Quedó abierta. Simon hizo señas a un electricista, que levantó su reflector, y lo dirigió hacia la abertura.
Era la de un corredor de varios metros de largo. El piso era de oro y las paredes de un material color verde que parecía poroso. Una puerta azul del mismo material cerraba el fondo del corredor. Otras dos estaban colocadas a la derecha, y una a la izquierda.
Simon entró, seguido por Hoover e Higgins, y detrás suyo los demás.
Cuando llegó a la primera puerta paró, levantó la mano y empujó.
Su mano enguantada se hundió en la puerta y pasó al través…
Hoover gruñó de sorpresa e hizo un movimiento para acercarse. Su mano enorme rozó a Higgins, que para guardar el equilibrio, se apoyó contra el muro.
Higgins pasó a través de la pared.
Gritó, y la traductora pegó el mismo grito en los auriculares. Hubo un ruido de choque sordo algunos metros más abajo, y la voz de Higgins calló.
El choque había desquiciado las paredes. Se les vio estremecer, doblarse, agobiarse, derrumbarse suavemente en masas blandas de tierra, descubriendo un abismo de oscuridad, atravesado por los reflectores, donde otras paredes caían sin ruido, revelando todo un mundo en tren de desvanecerse, muebles, máquinas, animales inmóviles, siluetas vestidas, espejos, formas desconocidas, que se desarmaban, resbalaban a lo largo de sí mismas, caían en montones sobre pisos que se combaban y se deshacían a su vez.
Desde el fondo de la esfera donde se reunían todas estas caídas blandas, subían espirales grises y espesas como un cúmulo de tierra. Los sabios tuvieron justo el tiempo de ver a Higgins los brazos en cruz, el pecho atravesado por una estaca de oro. Luego la nube lo envolvió y continuó su ascenso.
— ¡Máscaras! — gritó Hoover.
Apenas se habían colocado las máscaras cuando la nube los alcanzó, los envolvió llenando la Esfera. Se inmovilizaron sobre ese sitio, no animándose a moverse más. No veían nada. Estaban sobre una pasarela sin parapeto a ocho pisos sobre el vacío, envueltos en una nube impenetrable.
— ¡Arrodíllense! ¡Despacito! — dijo Hoover—. En cuatro patas.
Es así como alcanzaron, lentamente, palpando los bordes de la pasarela, la sala redonda y luego el exterior de la Esfera. Emergieron uno a uno, llevándose consigo a jirones o echarpes de tierra. El pozo de oro humeaba.
Dos hombres con escafandras, y encordados, bajaron a buscar el cuerpo de Higgins. Un pastor celebró un oficio fúnebre en la iglesia bajo el hielo. Una cruz de luz se habría hacia el cielo, tallada en la bóveda traslúcida. Luego Higgins muerto, hizo hacia la Ciudad del Cabo, su país, el viaje aéreo a la inversa de lo que había hecho Higgins vivo.
La prensa se deleitó: «La Esfera maldita ha golpeado de nuevo», «La tumba del Polo Sur, ¿matará más sabios que la de Tutankamon?»
En el restaurante de EPI 2, los diarios, que acababan de llegar, por el último avión, pasaban de mano en mano, Leonova miraba con desprecio un semanario inglés con el encabezamiento: «¿Qué fantasma asesino monta guardia delante de la Esfera de Oro?»
— La prensa capitalista delira — dijo.
Hoover, sentado frente a ella, derramaba un litro de crema sobre un plato de choclo desgranado.
— Sabemos de sobra que los marxistas no creen en lo sobrenatural — contestó él—, pero espere un poco que el duende venga de noche a hacerle cosquillas en los pies…
Tragó una cucharada de choclo sin masticarlo, y prosiguió:
— Hay sin duda algo que ha expelido a Higgins al través de la pared, ¿no?
— Es el vientre de usted que lo empujó… ¿No tiene vergüenza de transportar semejante horror delante suyo? No es solamente inútil, sino peligroso…
Él se golpeó suavemente la panza.
— Es toda mi inteligencia la que está ahí… Cuando adelgazo, me vuelvo triste y tan tonto como cualquiera… Estoy afligido por Higgins… No hubiera querido morir como él, sin haber visto la continuación…
Habían introducido en la Esfera una enorme manguera de aire, que aspiraba hacia fuera. El aire que echaba a la superficie se recibía en bolsas que lo tamizaban. El polvo recogido era enviado hacia los laboratorios que, en el mundo entero, trabajaban para la expedición.
Cuando las bolsas no recogieron nada más, el equipo puntero penetró de nuevo en la Esfera.
Los reflectores estaban dirigidos en todas direcciones, dentro de una atmósfera interior vuelta trasparente nuevamente. La luz reflejada, quebrada, irradiada en, todas partes por el mismo metal, inundaba de reflejos auríferos una arquitectura de oro abstracta y demente.
En el derrumbamiento del mundo cerrado, todo lo que estaba compuesto por la misma aleación que la externa, había subsistido. Pisos sin paredes… escaleras sin barandas, rampas que no llevaban a ninguna parte, puertas abriéndose en el vacío, cuartos cerrados suspendidos, unidos los unos a los otros, sostenidos, apuntalados por vigas caladas o por contrafuertes livianos como huesos de pájaros componían un esqueleto de oro, liviano, inimaginablemente bello.
Casi en el centro de la Esfera, una columna la atravesaba verticalmente de un lado al otro. Era, o contenía, la perforadora. En su base, apoyada contra ella, y parecía soldada a ella, se levantaba una construcción de nueve metros de alto, más o menos cerrada herméticamente, en forma de huevo, con la punta en el aire.
— Hemos abierto la semilla, este es el germen — murmuró Leonova.
Una escalera, cuyos escalones de oro parecían mantenerse solos en el aire, partía del emplazamiento de la puerta en la pared de la Esfera, atravesaba el aire como un sueño de arquitecto, y terminaba en el Huevo, a las tres cuartas partes de su altura. Lógicamente, en este emplazamiento debía situarse la abertura.
Desde pisos a pasarelas y escaleras, por caminos aéreos, los exploradores bajaron hacia el Huevo. Y encontraron la puerta en el lugar donde pensaban encontrarla. Era de forma ovoide, más ancha hacia abajo. Cerrada, por supuesto, y no presentando ningún dispositivo para su abertura. Pero no estaba soldada.
Resistió a todas las presiones. Simon, como un chiquillo, sacó un cortaplumas de su bolsillo, y trató de introducir la hoja en la ranura casi invisible.
La hoja resbaló sin penetrar. El cierre era de un hermetismo total. Hoover sacó su martillo de cobre y golpeó. Al igual que la pared de la Esfera, producía un sonido sordo.
Lo hicieron bajar a Brivaux con su aparato registrador, La línea de ultrasonidos se inscribió sobre el papel.
La señal provenía del interior del Huevo.
Desde la Sala de Conferencias, sabios y periodistas seguían, sobre la pantalla, el trabajo de los equipos en el interior de la Esfera. Carpinteros posaban pasarelas, y apuntalaban escaleras. Hoover y Lanson, asistidos por electricistas, se ocupaban de la puerta del Huevo. Leonova y Simon acababan de llegar por medio de una escalera, a una sala de oro suspendida en el vacío.
La atmósfera estaba clara. Ya nadie usaba máscara. Con mil precauciones, Leonova empujó la puerta metálica de la sala redonda.
Se abrió lentamente. Leonova entró y se hizo a un lado para dejar pasar a Simon.
Se volvieron hacia el interior de la sala y miraron.
No estaba iluminada sino por los reflejos que dejaba pasar la puerta abierta. En esta penumbra de oro se encontraban seis seres humanos.