Dos estaban de pie y los miraban entrar. El de la derecha, en un gesto inmóvil, los invitaba a venir a sentarse en una especie de asiento horizontal del cual no se apercibía el soporte. El de la izquierda abría los brazos como para estrecharlos en un saludo de bienvenida.
Los dos estaban vestidos con un amplio y pesado ropaje color rojo que llegaba al suelo y ocultaba sus pies.
Un bonete chico igualmente rojo les cubría la cabeza. Los cabellos lisos, castaños en uno, rubios en el otro, les caían a ras de los hombros.
Detrás de ellos, dos hombres desnudos sentados faz a faz sobre una piel blanca se entrecruzaban los dedos de la mano izquierda y levantaban la derecha, con el índice tenso. Puede ser que fuera un juego.
Leonova enfocó su aparato fotográfico y disparó el doble fogonazo del flash laser. Toda la escena fue violentamente iluminada durante un milésimo de segundo. Simon tuvo el tiempo de adivinar otros dos personajes pero la imagen se borró en su retina. Y la escena se borró al mismo tiempo. Como si el choque de la luz hubiera sido demasiado violento para ellos, los trajes, luego la substancia de los personajes se descolgaron y resbalaron hecho polvo, y dejando al descubierto especies de motores y armazones metálicos. Después, a su vez estos esqueletos, Se derrumbaron suavemente. En unos segundos, no subsistió del grupo, en el polvo que se levantaba, sino algunos arabescos de hilos de oro, sosteniendo de aquí y de allá una plaqueta, un círculo, una espiral, suspendidos…
Leonova, y Simon se apresuraron en salir, y cerrar la puerta de la pieza con la nube de tierra que la llenaba. Se sentían frustrados, como cuando uno se despierta en medio de un sueño que se sabe no volverá a ver jamás.
De pie frente a la escalera de la puerta del Huevo, Hoover daba informaciones sobre los trabajos de su equipo. En la Sala de Conferencias, los periodistas observaban la pantalla grande y tomaban notas.
— ¡La hemos perforado! — dijo Hoover—. He aquí el agujero…
Su pulgar gordo se posó sobre la puerta, cerca de un orificio negro en el cual él podría haberse hundido.
— No ha habido movimiento de aire ni en un sentido ni en el otro. El equilibrio de las presiones internas y externas no puede ser efecto de la casualidad. En alguna parte hay un dispositivo que conoce la presión externa y actúa sobre la presión interna. ¿Dónde está? ¿Cómo funciona? ¿Les gustaría saberlo? A mí también…
Rochefoux habló en el micrófono de la mesa del Consejo.
— ¿Cuál es el espesor de la puerta?
— Ciento noventa y dos milímetros, compuestos de capas alternadas de metal y de otra materia que parece ser un aislante térmico. Hay por lo menos cincuenta capas.
— Es un verdadero «milhojas». Vamos a medir la temperatura interior.
Un técnico introdujo en el orificio un Irgo tubo metálico que se terminaba, en el exterior, por una esfera graduada. Hoover echó una mirada sobre esta última, bruscamente pareció interesado y no le quitó la vista.
— ¡Y bueno, mis hijos! ¡Esto baja!… ¡Baja!… todavía… todavía… Estamos a menos de 80… menos 100… 120…
Cesó de enumerar las cifras y se puso a silbar de asombro. La traductora habló dentro de los diecisiete auriculares.
— ¡Menos 180 grados centígrados! — dijo la imagen de Hoover en la pantalla grande—. ¡Es casi la temperatura del aire líquido!
Louis Deville, el representante de Europress, que fumaba un cigarro negro, largo y delgado como un espagueti, dijo con su bello acento meridionaclass="underline"
— ¡Qué divertidos! ¡E s un frigorífico! vamos a encontrar arvejas congeladas…
Hoover continuaba:
— Queríamos introducir una ganzúa de acero en ese agujero, y tirar de ésta para abrir la puerta. Pero con el frío que hace ahí dentro, la ganzúa se romperá como un fósforo. Va a ser necesario encontrar otra cosa…
Otra cosa, fueron tres ventosas neumáticas grandes como platos, aplicadas sobre la puerta y unidas a un gato— tractor, éste a su vez fijo en un armazón de vigas de hierro arbotantes alrededor del Huevo. Una bomba chupó el aire de las ventosa casi hasta el vacío… Estas hubieran soliviado una locomotora.
Hoover comenzó a hacer girar el volante del gato.
En la Sala de Conferencias, un periodista inglés preguntó a Rochefoux:
— ¿Usted no teme que haya un dispositivo destructor aquí?
— No lo había detrás de la puerta de la Esfera. Recién lo hemos sabido cuando estuvimos dentro. No hay motivo para que haya uno acá.
El Comité estaba reunido en su totalidad frente a la pantalla. La sala estaba llena y afiebrada. Aun los que tenían ocupaciones en otro lado venían a ver rápidamente en que se estaba, y volvían a su trabajo.
Sólo Leonova, demasiado impaciente para mirar de lejos, había acompañado a Hoover y sus técnicos. Simon estaba junto a ellos, con dos enfermeras, pronto a intervenir en caso de accidente.
Sobre la pantalla, la imagen de Hoover dio vuelta la cabeza hacia Sus colegas del Comité.
— He dado veinte vueltas al volante — dijo—. Eso representa 10 milímetros de tracción. La puerta no se ha movido ni un ápice. Si insisto ahora, se va a deformar romper.
— ¿Continúo?
— ¿Está seguro de que las ventosas no corren el riesgo de desprenderse? — preguntó Ionescu, el físico rumano.
— Arrancarían muy bien al Polo Sur — dijo la imagen de Hoover,
— Es necesario abrir esta puerta de un modo u otro — dijo Rochefoux.
Se dio vuelta hacia los miembros del Consejo.
— ¿Qué piensan ustedes? ¿Se vota?
— Hay que continuar — dijo Shanga levantando la mano. Todas las manos se levantaron.
Rochefoux le habló a la imagen.
— Proceda, Joe — le dijo.
— O.K. — contestó Hoover.
Tomó con las dos manos el volante del gato.
En la cabina de TV, Lanson empalmó con la antena de emisión.
Detrás de un tabique de vidrio insonoro, un periodista alemán comentaba.
En la tribuna de la prensa, Louis Deville se levantó:
— ¿Puedo hacerle una pregunta a Mr. Hoover? — dijo.
— Acérquese — dijo Rochefoux.
Deville subió sobre el podio y se inclinó directamente sobre el micrófono.
— Señor Hoover, ¿me oye usted?
La imagen de Hoover asintió con la cabeza.
— Bueno — dijo Deville—. Ha hecho un boquete en el hielo, ha encontrado una semilla. Ha hecho un agujero en la semilla, ha encontrado un huevo. Ahora, según su parecer, ¿qué va a encontrar?
Hoover le hizo frente con una encantadora sonrisa sobre su cara gorda.
— ¿Nuts? — dijo.
Lo que la Traductora, con un millonésimo de segundo de titubeo, tradujo en los audífonos franceses por: «Clavos».
No hay que pedirle demasiado a un cerebro electrónico. Para conservar la imagen redonda, un cerebro de hombre hubiese quizá traducido «ciruelas».
Deville volvió a su lugar frotándose las manos. Tenía una buena crónica para esta noche, aun si…
— Atención— dijo Hoover—, creo que estamos…
Hubo bruscamente en el difusor un ruido parecido al de una tonelada de terciopelo que se rasga. Abajo, en la puerta apareció una rendija oscura.
— ¡Se abre por debajo! — dijo Hoover—. Despegue la 1 y la 2. ¡Pronto!
Las dos ventosas superiores, llenas de aire, cayeron al extremo de sus cadenas.
Quedaba solamente la ventosa de abajo. Hoover giraba el volante a toda velocidad. Hubo un arpegio desgarrador, como si todas las cuerdas de un piano se rompieran una tras otra. La puerta ya no resistió más.
En unos minutos, los accesos a la puerta fueron despejados.
Leonova y Simon se pusieron sus escafandras. Eran semejantes a los de los astronautas, únicos capaces de protegerlos contra el frío reinante dentro del Huevo. Los habían hecho traer por el jet desde Rockefeller Station, la base americana para la partida a la luna. Se esperaban otros de origen ruso y europeo. Por el momento no había más que esos dos. Hoover había tenido que desistir de introducirse dentro de uno de ellos. Por primera vez, desde que había sobrepasado los cien kilos, lamentaba su volumen. Fue él quien abrió la puerta. Se puso guantes de amianto, introdujo las manos en la rendija, al ras del último escalón de la escalera, y pegó un tirón.