La puerta se levantó como una tapa.
He entrado, y te he visto.
Y he sido preso de inmediato por el deseo furioso, mortal de echar, de destruir todos los que, aquí, detrás de mí, detrás de la puerta, en la esfera sobre el hielo, delante de las pantallas del mundo entero, esperaban saber y ver. Y que iban a «verte», como yo te veía.
Y sin embargo, yo quería también que te vieran. Deseaba que el mundo entero supiese cómo eras tú, maravillosamente, increíblemente, inimaginablemente bella.
Mostrarte a todo el universo, el tiempo de un relámpago, luego encerrarme contigo, solo, y mirarte por toda la eternidad.
Una luz azul provenía del interior del huevo. Simon entró el primero, y a causa de esta luz, no encendió su antorcha. La escalera exterior se continuaba en el interior y parecía interrumpirse en el vacío. Sus últimos escalones se recortaban en siluetas negras y terminaban, más o menos a la mitad de la altura del huevo. Abajo, un gran anillo metálico horizontal estaba suspendido en el vacío.
Era éste el que emitía esa luz diáfana, o mejor esa luminiscencia suficiente para alumbrar todo en torno suyo, a una organización de aparatos cuyas formas parecían extrañas, porque eran desconocidas. Fustes e hilos los ligaban entre sí, y todos estaban en cierto modo vueltos hacia el anillo, para recibir algo de este.
El gran anillo azul giraba. Estaba suspendido en el aire, sostenido por nada, en contacto con nada, Todo el resto estaba estrictamente inmóvil. Él giraba. Pero era tan liso y su movimiento tan perfectamente ejecutado sobre si mismo, que Simon lo adivinó más que verlo y no pudo darse cuenta si el anillo giraba muy lentamente o a una velocidad considerable.
Desde el exterior, Lanson que había bajado de la sala de conferencias para vigilar sus cámaras, encendió un reflector. Sus mil vatios absorbieron la luminiscencia azul, hicieron desaparecer la mecánica fantasmagórica y revelaron en su lugar una baldosa trasparente que, ahora reflejaba la Iuz fuerte y no dejaba discernir lo que había debajo suyo.
Simon seguía parado siempre sobre la escalera, a cinco escalones por encima del suelo trasparente, y Leonova a dos escalones más arriba que él.
Cesaron al mismo tiempo de mirar el suelo bajo sus pies, levantaron la cabeza y vieron lo que había frente a ellos.
La parte superior del huevo constituía una sala con cúpula. Sobre el piso, frente a la escalera, estaban colocados dos zócalos de oro de forma alargada. Sobre cada uno de esos zócalos descansaba un bloc de un material trasparente igual a un hielo extremadamente traslúcido. Y dentro de cada uno de esos bloques se encontraba un ser humano acostado, con los pies hacia la puerta.
Una mujer, a la izquierda. A la derecha, un hombre. No había lugar a dudas porque estaban desnudos. El sexo del hombre estaba erguido como un avión que levanta vuelo. Su puño izquierdo estaba posado sobre su pecho. Su mano derecha se levantaba oblicuamente, el índice tendido, en el mismo gesto que los jugadores de la sala redonda.
Las piernas de la mujer estaban cruzadas. Sus manos abiertas descansaban, la una sobre la otra, justo por debajo del pecho. Sus senos eran la imagen misma de la perfección del espacio ocupado por la curva y la carne. Las pendientes de sus caderas eran como las de una duna amada por el viento de arena, que ha tardado un siglo para construirla con su caricia. Sus muslos eran redondos y largos, y el suspiro de una mosca no hubiese encontrado lugar para deslizarse entre ellos. El nido discreto del sexo estaba hecho de rulos dorados, cortos y crespos. De sus hombros a sus pies parecidos a flores, su cuerpo era de una gran armonía donde cada nota, milagrosamente afinada, se encontraba en concordancia exacta con cada una de las demás y con todas.
No se veía su cara. Como la del hombre, estaba cubierta hasta el mentón, por un casco de oro de rasgos estilizado, de una belleza grave.
La materia trasparente que los envolvía, al uno y al otro era tan fría que el aire a su contacto se hacía líquido y chorreaba, haciendo a los dos bloques, como un encaje que bailaba, se despegaba, caía y se evaporaba antes de tocar el suelo.
Acostados en esos estuches de luz cambiante, estaban por su misma desnudez, revestidos de un esplendor de inocencia. Su piel, lisa y mate como una piedra pulida, tenía un color de madera cálida.
A pesar de que fuera menos perfecto que el de la mujer, el cuerpo del hombre daba la misma impresión extraordinaria de una juventud nunca vista. No era la juventud de un hombre y de una mujer, sino la de la especie. Esos dos seres eran nuevos, conservados intactos desde la infancia humana.
Simon, lentamente, tendió la mano hacia adelante.
Y entre los hombres que en ese mismo momento, miraban sobre sus pantallas la imagen de esta mujer, que veían esos suaves hombros rellenos, esos brazos redondos encerrando como en una canasta los frutos livianos de los senos, y la curva de esas caderas donde se vertía la belleza total de la creación, ¿cuántos no pudieron impedir a su mano el gesto de tenderse, para posarse allí?
Y entre las mujeres que miraban a ese hombre, ¿cuántas ardieron del deseo atrozmente irrealizable de acostarse sobre él, de plantarse y de morir ahí?
Hubo en el mundo entero un instante de estupor y de silencio. Hasta los viejos y los niños callaron. Luego las imágenes del punto 612 se apagaron, y la vida común empezó de nuevo, un poco más nerviosa, un poco más agria. La humanidad por medio de un poco más de ruido, se esforzaba por olvidar lo que acababa de comprender, mirando los dos Nacientes del Polo hasta qué punto era antigua, y cansada, aun en sus más bellos adolescentes.
Leonova cerró los ojos y sacudió la cabeza en su casco. Cuando levantó sus párpados, ella ya no miraba en dirección del hombre. Bajó, y empujó a Simon con su rodilla.
Sacó de su bolso un pequeño instrumento con un cuadrante, dio unos pasos y lo puso en contacto con el bloc que contenía a la mujer. Se quedó pegado. Ella miró el cuadrante, y dijo con voz neutra dentro de su micrófono de visera:
— Temperatura en la superficie del bloque: 272 grados centígrados, bajo cero.
Hubo murmullos de sorpresa entre los sabios reunidos en la Sala de Conferencias. Era casi el cero absoluto.
Louis Deville, olvidando su micrófono, se levantó para gritar su pregunta:
— ¿Puede preguntarle al doctor Simon, mientras que los mira, si como médico él piensa que pueden estar vivos?
— ¡No se queden cerca de los bloques — dijo la voz traducida de Hoover en los auriculares de Simon y de Leonova. ¡Retrocedan! ¡Más! ¡Sus escafandras no están hechas para semejante fríos!…
Recularon hacia el pie de la escalera. Simon recibió la presunta de Deville. Ese interrogante se lo formulaba a sí mismo, desde hacia un momento, con ansia. Primero no había tenido duda alguna: esta mujer estaba viva, ella no podía estar sino viva… pero era un deseo, no una convicción. Y buscaba ahora razones objetivas para creerlo, o para dudar de ello. Las enumeró en su micrófono, hablando sobre todo para sí mismo.
— Estaban vivos cuando el frío los tomó. El estado del hombre lo prueba.
Tendió su brazo acolchado en dirección del sexo oblicuo del hombre.
— Es un fenómeno que ya se había constatado en ciertos ahorcados. Demostraba una congestión brutal, y un reflujo de la corriente sanguínea hacia la parte baja del cuerpo. De ahí vino la leyenda de la mandrágora, esa raíz de forma humana, que nacía bajo las horcas, de la tierra sembrada por el esperma de los ahorcados. Podría ser que una congestión análoga se haya producido en el curso de un enfriamiento rápido. Ello no ha podido acontecer sino en un cuerpo todavía vivo. Pero es posible que un instante después haya sobrevenido la muerte. Y aun si esos dos seres estaban en un estado de vida detenida, pero de vida posible después de su congelación, ¿cómo podemos saber en qué estado se encuentran hoy después de 900.000 años?