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El difusor de la Sala de Conferencias, que trasmitía directamente la voz de Simon, reveló en sus últimos palabras la angustia del joven médico, y calló.

El físico japonés Hoi — To, sentado en la mesa del Consejo, hizo notar:

— Habría que saber a qué temperatura se encontraban. Nuestra civilización no ha conseguido jamás obtener el cero absoluto. Pero parece que esa gente disponía de una técnica superior. Puede ser qué hayan llegado… el cero absoluto es la inmovilidad total de las moléculas. Es decir que ninguna modificación química es posible. Ninguna transformación aun infinitesimal… Ahora bien, la muerte es una transformación. Si en el centro de esos bloques, este hombre y esta mujer se encuentran en el mismo estado que en el momento en que fueron inmersos. Y podrían quedar así por toda la eternidad.

— Hay una manera muy sencilla de, saber si están muertos o vivos, — dijo la voz de Simon en el difusor—. Y como médico, estimo que es nuestro deber hacerlo: Hay que probar de reanimarlos…

Considerable fue la emoción en el mundo. Los diarios gritaban en enormes letras de color: «Despiértenlos», o bien: «Déjenlos dormir».

Según los unos o según los otros, se tenía el deber imperioso de tentar de traerlos a la vida, o si no, no se tenía, en absoluto, el deber de perturbar la paz en la cual reposaban desde un tiempo inverosímil.

A pedido del delegado de Panamá a la O.N.U., la Asamblea de las Naciones Unidas fue convocada para deliberar.

Escafandras espaciales habían llegado a 612, pero ninguna tenía las dimensiones de Hoover. Se encargó una sobre medida. Esperando su llegada, asistía impotente y furioso, desde lo alto de la escalera de oro, a los trabajos de sus colegas, y se desplazaba dentro del Huevo con torpeza, las piernas abiertas y los brazos rígidos. La humedad de la Esfera penetraba en el Huevo y se condensaba en una niebla compuesta de copos imperceptibles. Se había formado escarcha sobre toda la superficie interna de la pared, y una capa de nieve pulverizada, móvil como el polvo, recubría el suelo.

A pesar de sus escafandras, los hombres que bajaban dentro del Huevo no podían permanecer más que un tiempo muy corto, lo que volvía difícil la prosecución de las investigaciones. Se habla podido analizar la materia transparente que envolvía a los yacentes. Era helium sólido, es decir, un cuerpo que no solamente los físicos del frío no habían conseguido obtener nunca, pero que pensaban que teóricamente no podía existir.

La niebla helada que colmaba el Huevo ocultaba en parte al hombre y la mujer, desnudos de la mirada de los equipos que trabajaban a su lado. Parecían escudarse detrás de esta bruma, tomar nuevamente sus distancias, alejarse en el fondo de los tiempos, lejos de los hombres que habían querido reunirse con ellos.

Pero el mundo no los olvidaba.

Los paleontólogos aullaban. Lo que se había encontrado en el Polo no podía ser cierto. 0 entonces los laboratorios que habían hecho los cálculos de las fechas se equivocaban.

Se había examinado el barro del deshielo de las ruinas, los residuos de oro, la tierra de la Esfera. Por todos los métodos conocidos, se había determinado su antigüedad. Más de cien laboratorios de todos los continentes habían hecho cada uno más de cien medidas, llegando a más de 10.000 resultados concordantes, que confirmaban los 900.000 años aproximadamente de antigüedad del descubrimiento subglaciar.

Esta unanimidad no hacía mermar la convicción de los paleontólogos. Gritaban: superchería, error, distorsión de la verdad. Para ellos no había duda: menos de 900.000 años era más o menos el principio del Pleistoceno. En esa época todo lo que podía existir en materia de hombre era el Australopiteco, es decir, una especie de primate lamentable, al lado del cual un chimpancé hubiera hecho figura de civilizado distinguido.

Esas instalaciones y esos individuos que habían sido encontrados bajo el hielo, o era falso, o bien era reciente, o bien venía de otra parte y había sido colocado allí por impostores. No podía ser cierto. Era imposible. Contestaciones de transeúntes interrogados a la salida del subterráneo en Saint — Germain — en — laye:

El reporter de TV: ¿Usted piensa que es cierto o que no lo es?

Un señor bien vestido: ¿Que es cierto qué?

El reporter de TV: Los chirimbolos bajo el hielo, allá en el Polo…

El señor: ¡Oh! sabe usted, yo… ¡Tendría que verlo!

El reporter de TV: ¿Y usted, señora?

Una muy vieja señora, maravillada:

— ¡Son tan hermosos! ¡Son tan extraordinariamente hermosos! ¡Son seguramente verdaderos!

Un señor flaco, moreno, friolento, nervioso, se posesiona del micrófono.

— Yo digo: ¿Por qué los sabios quieren siempre que nuestros antepasados sean horrendos? Cro — Magnon y compañia tipo orangután. Los bisontes que uno ve en las grutas de Altamira o de Lascaux eran más bellos que la vaca normanda, ¿no? ¿Por qué nosotros no, también?

En la O.N.U. la Asamblea se desinteresé súbitamente de los dos seres cuya suerte había motivado la convocación.

El delegado de Pakistán acababa de subir a la tribuna e hizo una declaración sensacional.

Los expertos de su país habían calculado cuál debía ser la cantidad de oro que constituía la Esfera, su pedestal y sus instalaciones exteriores. Habían llegado a una cifra fantástica. ¡Había ahí, bajo el hielo, cerca de 200.000 toneladas de oro! Es decir, más que la suma de les, en todos oro contenida en todas las reservas nacionales individuales los bancos privados y en todas las cuentas y clandestinas. ¡Más que todo el oro del mundo!

¿Por qué se había Ocultado esto a la opinión? ¿Qué preparaban las grandes potencias? ¿Se habían puesto de acuerdo para dividir esta riqueza fabulosa, como ellas compartían todas las otras? Esta masa de oro era el fin de la miseria para la mitad humana que sufría todavía hambre y falta de todo. Las naciones pobres… las naciones hambrientas, exigían que este oro fuera troquelado, dividido y repartido entre ellos haciendo la prorrata según el número de su población.

Los negros, los amarillos, los verdes, los grises, y algunos blancos se irguieron y aplaudieron frenéticamente al Pakistaní. Las naciones pobres formaban en la O.N.U. una muy grande mayoría que la habilidad y el derecho de veto de las grandes potencias tenían a raya de más en más difícilmente.

El delegado de los Estados Unidos pidió la palabra y la obtuvo. Era un hombre alto y delgado, que llevaba con aire cansado la herencia distinguida de una de las más antiguas familias de Massachusetts.

Con una voz sin pasión, un poco velada, declaró que él comprendía la emoción de su colega, que los expertos de los Estados Unidos acababan de llegar a las mismas conclusiones que los de Pakistán, y que se preparaba justamente para hacer una declaración a ese respecto.

Pero, agregó, otros expertos examinando las muestras del oro del Polo habían llegado a otra conclusión: el oro no era oro natural, era un metal sintético, fabricado con un procedimiento del cual uno no se podía ni dar una idea. Nuestros físicos atomistas sabían también fabricar oro artificial, por transmutación de átomos. Pero difícilmente, en pequeña cantidad, y a un precio prohibitivo.

El verdadero tesoro enterrado bajo la nieve, no era entonces que tal o cual cantidad de oro fuera considerable, sino los conocimientos encerrados en el cerebro de este hombre o de esta mujer, o quizá de los dos. Es decir, no solamente los secretos de la fabricación del oro, del cero absoluto, del motor perpetuo, pero sin duda una cantidad de otros todavía mucho más importantes.