— Hay que decidirse — dijo—. Los bloques de helio disminuyen… El mecanismo que fabricaba el frío continúa funcionando, pero nuestra intrusión en el Huevo le ha quitado parte de su eficacia. Si ustedes me lo permiten les voy a dar mi opinión. Vengo de mirar de cerca al hombre y la mujer… ¡Dios mío! ¡Qué bella es!… Pero ahí no está la cuestión. Ella me ha parecido estar en mejor estado que él. Él presenta sobre el pecho y en diferentes lugares del cuerpo, ligeras alteraciones de la piel, que son quizá signos de lesiones epidérmicas superficiales. 0 puede ser que no sea nada, no lo sé. Pero creo francamente, digo que creo — es una impresión, no una convicción—, que ella es más resistente que él, más capaz de aguantar vuestros pequeños errores, si los hacéis. Ustedes son médicos, mírenlos de nuevo, examinen al hombre pensando en lo que acabo de deciros, y decídanse. En mi opinión, es por la mujer que hay que comenzar.
Ellos ni bajaron dentro del Huevo. Había que comenzar por alguien. Se adhirieron a la opinión de Hoover.
Así, mientras la opinión pública se apasionaba, que la mitad macho y la mitad hembra de la humanidad se erguía una contra la otra, que las discusiones estallaban en todas las familias, entre las parejas; que los estudiantes y las estudiantes entablaban batallas campales, los seis reanimadores decidieron comenzar por la mujer.
¿Cómo habrían podido saber si cometían un error trágico, y que si al contrario hubiesen elegido de empezar por el hombre, todo habría sido diferente?
La manga de aire fue dirigida al bloque de la izquierda y comenzó a verter aire a la temperatura de la superficie, que estaba a 32 grados bajo cero. El bloque de helio se reabsorbió en algunos instantes. Pasó directamente del estado sólido al gaseoso y desapareció, dejando a la mujer intacta sobre su zócalo. Los cuatro hombres en escafandra que la miraban se estremecieron. Les parecía que ahora, completamente desnuda sobre el zócalo de metal, envuelta en los remolinos de la bruma glacial, ella debía sentir un frío mortal. Cuando al contrario, ya había entrado sensiblemente en calor.
Simon estaba entre los cuatro. Labeau le había pedido, en razón de sus conocimientos sobre problemas polares, y de todo lo que sabia ya sobre la Esfera, el Huevo y la pareja, que se juntara al equipo de reanimación.
Dio la vuelta al zócalo. Sostenía torpemente en sus guantes de astronauta, un par de grandes pinzas cortantes. Por una señal que le hizo Labeau, las tomó con las dos manos, se inclinó y cortó un tubo metálico que sujetaba la máscara de oro a la parte posterior del zócalo. Labeau con infinita suavidad, trató de levantar la máscara. No se movió. Parecía soldada a la cabeza de la mujer, a pesar de estar visiblemente separada por un espacio de al menos un centímetro.
Labeau se enderezó, hizo el gesto de que desistía, y se dirigió hacia la escalera de oro. Los otros lo siguieron.
No podían quedarse más tiempo allí. El frío penetraba en el interior de sus trajes protectores. No podían llevarse a la mujer. A la temperatura en que estaba todavía, corrían el riesgo de que se quebrase como vidrio.
La manga de aire, teledirigida desde la sala de reanimación, continuó pasando lentamente sobre ella, bailándola en un chorro de aire que hicieron calentar previamente a veinte grados bajo cero.
Algunas horas más tarde, los cuatro volvieron a descender. Sincronizando sus movimientos deslizaron sus manos enguantadas por debajo de la mujer helada y la separaron del zócalo. Labeau había temido que se pudiera quedar pegada al metal por el hielo, pero esto no sucedió y las ocho manos la levantaron, rígida como una estatua, y la llevaron a la altura de sus hombros. Luego los cuatro hombres se pusieron en marcha, lentamente, con el enorme temor de dar un paso en falso. La nieve polvorosa les golpeaba las pantorrillas y se abría frente a sus pasos como si fuera agua. Monstruosos y grotescos en sus escafandras, figuras medio borrosas a causa de la bruma, tenían el aspecto de personajes de pesadilla, llevando a otro mundo a la mujer en sueños. Subieron la escalera de oro y salieron por la abertura luminosa de la puerta.
La manga de aire fue retirada. El bloque trasparente que contenía al hombre, y que había disminuido mucho en el curso de la operación, dejó de reducirse.
Los cuatro entraron en la sala de operaciones y depositaron a la mujer sobre la mesa de reanimación en la cual ella se encastró.
Nada podía ahora detener el fatal desarrollo de los acontecimientos.
En la superficie, la entrada del Pozo había sido rodeada por un edificio construido de enormes bloques de hielo, que por su propio peso soldaba los unos a los otros. Una puerta pesada, sobre rieles, cerraba su acceso. Al interior se encontraban las instalaciones de sopladores, las estaciones de enlace de la TV, del teléfono, de la Traductora, de la corriente, de la luz y fuerza, los motores de los ascensores y montacargas, y la estación de partida, las baterías de acumuladores de socorro a electrólisis seca.
Delante de las puertas de los ascensores, Rochefoux enfrentaba a la jauría de periodistas. Había cerrado las puertas con llave y colocó las llaves en su bolsillo. Los periodistas protestaron violentamente en todos los idiomas. Querían ver a la mujer, asistir a su despertar. Rochefoux, sonriendo, les declaró que eso no era posible. Aparte del personal médico, nadie, ni él mismo, era admitido en la sala de operaciones.
Consiguió calmarlos prometiéndoles que verían todo por la TV interior, sobre la pantalla grande de la Sala de Conferencias.
Simon y los seis reanimadores, vestidos con guardapolvos de color verde con gorros de cirujano, la parte inferior de la cara cubierta por un bozal blanco, botas de algodón y de tela igualmente blancas, guantes de látex rosa, rodeaban la mesa de reanimación. Una innata termógena envolvía a la mujer hasta el ras del mentón. La máscara de oro aún cubría su cara. Por las aberturas de la cobija salían hilos multicolores que se conectaban a aparatos de medida, a las correas, los electrodos, las ventosas, las calibradoras aplicadas en diferentes lugares de su cuerpo helado.
Nueve técnicos, vestidos con guardapolvos amarillos y enmascarados como cirujanos, no sacaban los ojos dé encima de los cuadrantes de los aparatos. Cuatro enfermeros y tres enfermeras de azul se mantenían cada uno en la proximidad de un médico, listos a obedecer rápidamente.
Labeau, reconocible por sus enormes cejas grises, se inclinó sobre la mesa y nuevamente trató de sacar la cáscara. Consiguió moverla, pero ésta parecía sujeta por una especie de eje central.
— ¿Temperatura? — preguntó Labeau.
Un hombre de amarillo contestó:
— Cinco sobre cero.
— Soplador…
Una mujer de azul tendió la extremidad de un tubo flexible. Labeau lo introdujo entre la máscara y el mentón.
Presión cien gramos; temperatura más quince.
Un hombre de amarillo giró dos pequeños volantes y repitió las cifras.
— Mande — dijo Labeau.
Se oyó un ligero sonido silbante. Aire a quince grados fluía entre la máscara y el rostro de la mujer. Labeau se enderezó y miró a sus colegas. Su mirada era grave, al borde de la ansiedad. La mujer de azul, con una compresa de gasa le secó la frente mojada por gotas de sudor como perlas.
— ¡Pruebe! — dijo Forster.
— Unos minutos — dijo Labeau—. Atención al top… top.
Fueron minutos interminables. Los veintitrés hombres y mujeres presentes en la sala, esperando. Sentían «el corazón golpear en su tórax, y sentían el peso de su cuerpo endurecer sus pantorrillas como si fueran de piedra. La cámara 1 dirigida hacia la máscara de oro trasmitía la imagen gigantesca sobre la pantalla grande.
Un silencio total reinaba en la Sala de Conferencias, nuevamente llena hasta reventar. El difusor trasmitía las respiraciones demasiado rápidas detrás de las máscaras de hilo, y el largo soplo debajo de la máscara de oro.