— ¿Cuánto? — dijo la voz de Labeau.
— Tres minutos y diecisiete segundos — dijo un hombre de amarillo.
— Pruebe — dijo Labeau.
Se inclinó nuevamente sobre la mujer, introdujo la punta de los dedos bajo la máscara, y apoyó suavemente sobre el mentón.
El mentón cedió lentamente. La boca, que no se podía ver, debía estar abierta. Labeau tomó la máscara con sus dos manos, y de nuevo, muy lentamente, trató de levantarla. Ya no hubo más resistencia…
Labeau suspiró, y bajo sus gruesas cejas sus ojos sonrieron. Con el mismo movimiento, sin apuro, consintió levantando la máscara.
— Era bien lo que pensábamos — dijo—, máscara de aire u oxígeno. Ella tenía un cabo dentro de la boca…
Levantó totalmente la máscara y la dio vuelta. Efectivamente, en el sitio de la boca se encontraba una protuberancia hueca, con un reborde, en material traslúcido que parecía elástico.
— ¿Ven ustedes? — dijo a sus colegas, mostrándoles él a todos el interior de la máscara—. Pero ninguno miró. Miraban la cara.
Primero vi tu boca abierta. El hueco oscuro de tu boca abierta, y el festón casi trasparente de los dientes delicados que se veían arriba y abajo, sobrepasando apenas el borde de tus labios pálidos. Comencé a temblar. He visto, en el hospital, demasiadas bocas así abiertas, las bocas de los cuerpos cuyas células acaban de abandonar de golpe el soplo de la vida, y que súbitamente no son más que carne vacía, Presa de la ley de gravedad.
Pero Moissov ha colocado su mano como una copa bajo tu mentón, ha cerrado suavemente tu boca, ha esperado un segundo, y ha retirado su mano.
Y tu boca permaneció cerrada.
Su boca cerrada — anacarada por el frío y la sangre que se había retirado— era como el borde de una concha frágil. Sus párpados eran como largas hojas cansadas, cuyas líneas de pestañas y cejas les dibujaban el contorno con un trazo de sombra dorada. Su nariz era delgada, derecha, con aletas ligeramente curvadas y bien abiertas. Su pelo castaño cálido parecía frotado con una luz de oro. Rodeaban su cabeza unas ondulaciones chicas con reflejos de sol, que cubrían en parte la frente y las mejillas y no dejaban aparecer de las orejas más que el lóbulo izquierdo, como un pétalo, en el hueco de un bucle.
Hubo un gran suspiro de hombre que trasmitió el micrófono, y con el cual la Traductora no supo qué hacer. Haman se inclinó, apartó el cabello y comenzó a colocar los electrodos del encefalógrafo.
El sótano del International Hotel de Londres a prueba de la bomba A, pero no de la H; de cenizas radioactivas, pero no de un impacto directos suficientemente sólido para dar satisfacción a una clientela rica que exigía la seguridad al mismo tiempo que el confort, visiblemente blindado como para asegurar la protección e inspirar confianza. El Sótano del Intemational Hotel de Londres, por su arquitectura, sus burletes y su hormigonado, reunía las condiciones ideales de volumen, de insonorización y de fealdad para convertirse en un «shaker».
Así es como llamaban a las salas de más en más vastas donde se reunían los jóvenes, chicas y muchachos de todas las clases sociales, de riqueza, y de todo grado de mentalidad, para entregarse en común a bailes frenéticos.
Ellos y ellas, llevados por su instinto hacia un nuevo alumbramiento, se encerraban, antes de la expulsión, dentro de matrices cálidas y semioscuras, donde, sacudidos por pulsaciones sonoras, perdían los últimos fragmentos de prejuicios y de convencionalismos que aún les quedaban adheridos aquí y allá en las articulaciones, en el sexo o en el cerebro.
El sótano del International, de Londres era el más vasto shaker de Europa y uno de los más «calientes».
Seis mil muchachos y chicas. Una sola orquesta, pero doce parlantes iónicos sin membrana que hacían vibrar en bloc el aire del sótano como si fuera el interior de un saxo — tenor. Y Yuni, el patrón, el animador, el gallo de Londres, 16 años, pelo cortado al ras, anteojos gruesos como un terrón de azúcar, un ojo bizco, otro desorbitado. Yuni, que había convencido al consejo de Administración del hotel que le alquilaran el sótano, estaba allí. Ni una nota llegaba hasta la clientela que comía o dormía en los pisos. Pero ella bajaba a veces para hacerse sacudir las tripas, y volvía maravillada y espantada por el espectáculo de esta juventud al estado de materia prima, en su efervescente gestación. Yuni de pie frente al teclado de la sonoridad, en el púlpito de aluminio colgado de la pared por encima de la orquesta, una oreja escondida por un enorme audífono como una coliflor, escuchaba todas las orquestas del éter, y cuando encontraba una animada, la conectaba sobre los altoparlantes en lugar de la orquesta de ellos. Con los ojos cerrados, escuchaba: con una oreja, el enorme ruido del sótano, con la otra, tres compases, veinte compases, dos compases recogidos del inasequible. De vez en cuando, sin abrir ni un ojo, daba un grito agudo y largo que chisporroteaba sobre el ruido de fondo como vinagre en una plancha de freír. De pronto, abrió desmesuradamente los ojos, cortó la sonoridad, y gritó:
— ¡Listen! ¡Listen!
La orquesta calló. Seis mil cuerpos sudorosos se reencontraron de pronto en el silencio y la inmovilidad. Mientras que tras el estupor, la conciencia comenzaba a renacerles. Yuni continuaba:
— ¡News of the frozen girl!
Silbidos, insultos. ¡Cállate! ¡Nos jodemos! Anda a calentarlas ¡Que revientes!
Yuni gritó:
— ¡Bandada de ratas! Escuchen.
Conectó la B.B.C. En los doce altoparlantes, la voz del locutor de turno.
Llenó el aire del sótano con una vibración muy elevada:
— Estamos difundiendo por segunda vez el documento que nos ha llegado del punto 612. Constituye ciertamente la noticia más importante del día… Escupidas. Silencio. El cielo entró en el sótano con el increíble frotar lejano de una multitud que camina descalza en la noche: el ruido de las estrellas…
Luego la voz de Hoover. Como jadeante. Quizá asma. 0 el corazón envuelto en demasiada grasa y emoción.
— Acá EPI, en el punto 612. Hoover habla. Soy feliz… muy feliz… de leerles el comunicado siguiente proveniente de la sala de operación.
El proceso de reanimación del sujeto femenino prosigue normalmente. Hoy, 17 de noviembre, a las 15 y 52, hora local, el corazón de la joven mujer ha recomenzado a latir…
El sótano estalló en un rugido. Yuni aulló más fuerte.
— ¡Cállense! ¡Ustedes no son más que prostitutos!
— ¿Dónde están sus almas? ¡Escuchen!
Le obedecieron. Obedecían A la voz como a la música. Con tal de que fuese fuerte. Silencio. La voz de Hoover.
— …primeros latidos del corazón de esta mujer han sido grabados. No había latido desde 900.000 años. Escúchenlo…
Esta vez, verdaderamente, los 6.000 callaron. Yuni cerré los ojos, la cara iluminada. Escuchaba la misma cosa en los oídos. Oía:
Silencio.
Un golpe sordo: Vum… Uno sólo
Silencio Silencio Silencio…
Vum…
Silencio, Silencio
Vum…
Vum…
Vum… vum vum, vum, vum…
El baterista de la orquesta contestó, suavemente en contrapunto, con el pie, con su caja. Luego le incorporó la punta de los dedos. Yuni superpuso la orquesta y las ondas. El contrabajo se agregó a la batería y al corazón. El clarinete gritó una larga nota, después prorrumpió en una alegre improvisación. Las seis guitarras eléctricas y los doce violines de acero se desencadenaron. El baterista golpeó sucesivamente sobre todos los tambores
Yuni gritó como desde un minarete:
— She's awaaake!… ivum! Ivum! ¡vum!
Los 6.000 cantaban: