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— She's awake!… She’s awake!…

Los 6.000 cantaban, bailaban, al ritmo del corazón que acaba de nacer.

Así nació el wake, el baile del despertar. Que los que quieran, que bailen. Que los que pueden despertarse se despierten.

No. ella no estaba despierta. Sus largos párpados aún tos tenía bajos sobre un sueño interminable. Pero su corazón latía con un poderío tranquilo, sus pulmones respiraban con calma, su temperatura subía poco a poco hacia la de la vida.

— ¡Atención — dijo Labeau— inclinado sobre el encefalógrafo. Pulsaciones irregulares… está soñando!

¡Ella soñaba! Un sueño la había acompañado, acurrucado, helado en algún sitio de su cabeza, y ahora calentado, volvía a florecer. ¿Florecer en qué imágenes pasmosas? ¿Rosas o negras? ¿Sueño o pesadilla? Las pulsaciones del corazón subieron bruscamente de 30 a 45, la presión sanguínea dio un repunte, la respiración se aceleró y se hizo regular, la temperatura ascendió a 36 grados.

— ¡Atención! — dijo Labeau—. Pulsaciones de predespertar. ¡Ella sé va a despertar! ¡Se despierta! Retire el oxígeno.

Simon quitó el inhalador y se lo tendió a una enfermera. Los párpados de la mujer se estremecieron. Una delgada ranura sombreada apareció debajo de los párpados.

— ¡La vamos a asustar — dijo Simon.

Arrancó el bozal de cirujano que le ocultaba la parte inferior de la cara. Todos los médicos lo imitaron.

Lentamente, los párpados se levantaron. Los ojos aparecieron increíblemente grandes, El blanco era muy claro, muy puro. El iris dilatado, un poco eclipsado por el párpado superior, era de un azul de cielo de noche de verano, sembrado de lentejuelas de oro.

Los ojos permanecían fijos, miraban al techo que realmente no veían. Luego hubo una especie de crujido, ella frunció el ceño, sus ojos se movieron, miraron y vieron. Primero vieron a Simon, después a Moissov, Labeau, las enfermeras, todo el mundo. Una expresión de estupor invadió el rostro de la mujer. Trató de hablar, entreabrió la boca, pero no consiguió dominar los músculos de su lengua y de su garganta. Emitió una especie de tos. Hizo un enorme esfuerzo para levantar un poco la cabeza, y miró todo. Ella no comprendía dónde estaba y tenía miedo, y nadie podía hacer algo para tranquilizarla. Moissov le sonrió. Simon temblaba de emoción. Labeau comenzó a hablarle muy suavemente. Recitaba dos versos de Racine, las palabras más armoniosas que idioma alguno haya jamás reunido: «Ariana, mi hermana, de qué amor herida…»

Era la canción del verbo, perfecta y apaciguadora. Pero la mujer no la escuchaba. Se veía el horror que la sumergía. Trató nuevamente de hablar, sin conseguirlo. Su mentón se puso a temblar. Cerró otra vez los párpados y su cabeza rodó hacia atrás.

— ¡Oxígeno! — ordenó Labeau—. ¿El corazón?

— Con regularidad. Cincuenta y dos… — dijo un hombre de amarillo.

— Desvanecida… — dijo Van Houcke—. Le hemos dado un tremendo susto… — ¿Qué se esperaba encontrar?

— Es como si durmieran a su hija y que ésta se despertase en medio de una banda de brujos papúas… — dijo Forster.

Los médicos decidieron aprovechar su desvanecimiento para transportaría a la superficie, donde una sala más confortable la esperaba en la enfermería. Fue introducida en una especie de capullo de plástico trasparente con doble pared aislante, alimentado con aire por una bomba. Y cuatro hombres la llevaron al ascensor.

Todos los fotógrafos de la prensa abandonaron la sala del Consejo para precipitarse a su encuentro. Los periodistas estaban ya en las cabinas de radio telefoneando al mundo lo que habían visto y lo que no habían visto. La pantalla grande mostraba los hombres de amarillo secándose sus bozales, desconectando sus aparatos. Lanson borró la imagen de la sala de trabajo, y la reemplazó por la que mandaba la cámara de vigilancia del interior del Huevo.

Leonova se levantó bruscamente:

— ¡Miren! — dijo, apuntando a la pantalla con su dedo—. Señor Lanson, céntrela sobre el zócalo izquierdo.

La imagen del zócalo vacío giró sobre su eje, se agrandó y se dibujó detrás del ligero velo de bruma. Se vio entonces que uno de sus costados faltaba. Toda una pared vertical se había hundido en el suelo, dejando en descubierto una especie de estanterías metálicas sobre las cuales estaban posados objetos de formas desconocidas.

En la sala de operaciones, la mujer ya no estaba, pero los objetos encontrados en el zócalo la reemplazaban sobre la mesa de reanimación. Habían retomado una temperatura normal. Constituían, en cierta forma, el «equipaje» de la viajera dormida.

Ya no eran los médicos quienes rodeaban la mesa, sino los sabios más susceptibles por su especialidad, de comprender el uso y el funcionamiento de esos objetos.

Leonova tomó con precaución una cosa que parecía ser una vestimenta doblada y la desdobló. Era un rectángulo de una cosa que no era ni papel ni género, de color anaranjado, con motivos amarillos y rojos. El frío absoluto la había guardado en un estado de conservación perfecta. Era flexible, liviana, tenía «caída», y parecía resistente. Había varios; de colores, formas dimensiones diferentes. Sin mangas, ni abertura de ninguna especie, ni botones ni broches, ni lazos, absolutamente ningún medio para «ponérselos» o sujetarlos.

Se pesaron, se midieron, se numeraron, se fotografiaron, se tomaron muestras microscópicas con fines de análisis, y se pasó al objeto siguiente.

Era un cubo de puntas redondeadas, de 22 centímetros de arista. Llevaba, adosado a una de sus caras, un tubo hueco colocado en diagonal. El todo era compacto, hecho de un material sólido y liviano, de un gris muy claro. Hoi — To, el físico, lo tomó en la mano, lo observó largamente, y luego miró otros objetos.

Había una caja sin tapa que contenía varillas octogonales de diferentes colores. Tomó una y la introdujo en el tubo hueco adosado al cubo. En seguida, una luz nació dentro del objeto, y lo iluminó suavemente.

Y el objeto suspiró…

Hoi — To tuvo una sonrisa forzada. Sus delicadas manos posan el tubo sobre la mesa blanca.

Ahora el objeto hablaba. Una voz femenina hablaba en voz baja en un idioma desconocido. Una música se oyó, como el soplo de un viento ligero en un bosque poblado de pájaros y arpas. Y sobre la cara superior del cubo, como proyectada desde el interior, una imagen apareció: el rostro de la mujer que hablaba. Se parecía a la que habían encontrado en el Huevo, pero no era ella.

Sonrió y se borró, reemplazada por una flor extraña, que se fundió a su vez en un color movedizo. La voz de la mujer continuaba. No era tina canción, no era un relato, era a la vez el uno y el otro, era simple y natural como el sonido de un arroyo o de la lluvia. Y todas las caras del cubo se iluminaron por turno o juntas, mostrando una mano, una flor, un sexo, un pájaro, un seno, un rostro, un objeto que cambiaba de forma y de color, una forma sin objeto, un color sin forma.

Todos miraban, escuchaban, embargados. Era desconocido, inesperado, y al mismo tiempo los afectaba profunda y personalmente, como si este conjunto de imágenes y de sonidos hubiera sido compuesto especialmente para cada cual, según sus aspiraciones secretas y profundas, al través de todas las conversaciones y barreras.

Hoover se agitó, carraspeo y tosió.

— Extrañó transistor — dijo—. Paren ese chirimbolo.

Hoi — To retiró la varilla del tubo. El cubo se apagó y calló.

En la pieza de la enfermería calentada a 30 grados, la mujer desnuda.

La mujer nuevamente desnuda estaba, tendida sobre una cama estrecha.

Electrodos, placas, brazaletes fijos en sus muñecas, en sus sienes, en sus pies, en sus brazos, la conectaban por espirales y zig — zags de hilos, a los aparatos de vigilancia.

Los masajistas masajeaban los músculos de sus muslos. Un masajista lo hacía con los músculos de sus mandíbulas. Una enfermera pasaba sobre su cuello un emisor de rayos infrarrojos. Van Houcke le palpaba suavemente la pared del vientre. Los médicos, las enfermeras, los técnicos, traspirando en la atmósfera recalentada, nerviosos por este desvanecimiento que se prolongaba, miraban, esperaban, daban su opinión en voz baja. Simon miraba a la mujer, miraba a los que la rodeaban que la tocaban. Apretaba los puños y las mandíbulas.