— Los músculos responden — dijo Van Houcken—. Se diría que está consciente…
Moissov vino a la cabecera de la cama, se inclinó sobre la mujer, levantó un párpado, el otro…
— ¡Está consciente! — dijo—. Cierra los ojos voluntariamente… Ya no está ni desvanecida ni dormida.
— ¿Por qué cierra los ojos? — preguntó Forster.
Simon explotó:
— ¡Porque tiene miedo! ¡Si queremos que deje de tener miedo, hay que dejar de tratarla como un animal de laboratorio!
Hizo un gesto como para borrar las cinco personas reunidas alrededor de la cama.
— Quítense de ahí. ¡Déjenla tranquila! — dijo.
Van Houcken protestó, Labeau dijo:
— Puede ser que tenga razón… Ha estudiado dos años psicoterapia con Perier… Quizá está más calificado que nosotros, ahora… Vamos, saquen todo eso…
Ya, Moissov sacaba los electrodos del encefalograma. Los enfermeros liberaban el cuerpo extendido de todos los otros hilos que partían hacia él como una presa en una telaraña. Simon tomó la sábana empujada hacia atrás y la subió delicadamente hasta los hombros de la mujer, dejando los brazos afuera. Ella tenía en el dedo del medio de la mano derecha, un pesado anillo cuyo chatón tenía la forma de una pirámide truncada. Simon tomó la otra mano entre las suyas, la mano izquierda, la mano sin anillo, y la retuvo en las suyas como se tiene un pájaro perdido que uno trata de tranquilizar.
Labeau, sin ruido, hizo salir los enfermeros, los masajistas y los técnicos.
Deslizó una silla cerca de Simon, retrocedió hasta la pared e hizo signos a los otros médicos de imitarlo. Van Houcken se encogió de hombros y salió.
Simon se sentó, descansó sobre la cama sus manos, que tenía siempre tomadas a la de la mujer, y comenzó a hablar. Muy suavemente, casi cuchicheando. Muy suavemente, muy cálidamente, muy tranquilamente, como a un niño enfermo al cual hay que llegar a través de los terrores del sufrimiento y de la fiebre.
— Nosotros somos sus amigos… — dijo él—. Usted no comprende lo que yo, le digo, pero comprende que le hablo como a un amigo… Somos sus amigos… Puede abrir los ojos… Puede mirar nuestras caras… No queremos sino su bien… Se puede despertar… Somos sus amigos… Queremos hacerla feliz… La queremos…
Ella abrió los ojos y lo miró.
Abajo, habían examinado, pesado, medido, fotografiado diversos objetos de los cuales habían comprendido o no su uso. Era ahora el turno de una especie de guante mitón de tres dedos, el pulgar, el índice y uno más grande para el dedo del medio, el anular y el auricular juntos. Hoover levantó el objeto.
— Guante para la mano izquierda — dijo, presentando el guante a la cámara registradora.
Buscó con la mirada el de la derecha. No había.
— Rectificación — dijo—. ¡Guante para manco!…
Empujó su mano izquierda al interior del mismo, quiso doblar los dedos. El índice quedó rígido, el pulgar giró, los otros tres dedos solidarios se replegaron hacia la palma. Hubo un choque amortiguado, luminoso y sonoro, y un aullido. El rumano Ionescu, que trabajaba frente a Hoover, volaba por los aires, los brazos abiertos, las piernas torcidas, como proyectado por una fuerza enorme, e iba a estrellarse contra aparatos que destrozó.
Hoover estupefacto, levantó su mano para mirarla. En un estrépito desgarrador, la parte superior del muro de enfrente y la mitad de techo fueron pulverizados.
¡Él tuvo justamente el reflejo acertado, justo antes de hacer volar el resto del techo y su propia cabeza, estiró los dedos…
El aire cesó de ser rojo.
— Well now!… — dijo Hoover. Tenía al extremo de su brazo estirado, como un objeto extraño y horrible, su mano izquierda enguantada.
Ésta temblaba.
— A weapon… — dijo.
La Traductora tradujo en diecisiete idiomas:
— Un arma…
Ella había vuelto a cerrar los ojos, pero ya no era para esconderse, era por lasitud. Parecía abrumada por un cansancio infinito.
— Habría que alimentarla — dijo Labeau—. ¿Pero cómo saber lo que comían?
— Ustedes la han visto todos bastante para saber que es mamífero — dijo Simon furioso.
— ¡Leche!
Se calló de golpe. Todos estuvieron atentos: ella hablaba.
Sus labios se movían. Hablaba con una voz muy débil.
Paraba. Volvía a empezar. Adivinaban que repetía la misma frase. Abrió sus ojos azules, y el cielo pareció haber llenado el cuarto. Miró a Simon y repitió su frase. Frente a la evidencia de que no tenía ninguna posibilidad de hacerse comprender, volvió a cerrar los ojos y calló.
Una enfermera trajo un bol con leche tibia. Simon la agarró, y tocó suavemente con su tibieza el dorso de la mano que descansaba sobre la sábana.
Ella lo miró. La enfermera le levantó el busto y la sostuvo. Quiso tomar el bol, pero los delicados músculos de sus manos no habían aún vuelto a encontrar su fuerza. Simon alzó el bol hacia ella. Cuando el olor de la leche llegó a su nariz, tuvo un sobresalto, una mueca de asco, y se echó hacia atrás.
Miraba alrededor suyo y repetía la misma frase. Buscaba visiblemente designar alguna cosa…
— ¡Es agua! ¡Quiere agua! — dijo Simon, súbitamente captado por la evidencia.
Era justamente lo que quería. Bebió un vaso y la mitad de otro,
Cuando se hubo acostado nuevamente, Simon puso su mano sobre su propio pecho y dijo suavemente su nombre:
Repitió dos veces el gesto y el nombre. Ella comprendió. Mirando a Simon, levantó la mano izquierda, la posó sobre su propia frente y dijo:
— Eléa.
Sin dejar de mirarlo, volvió a repetir su gesto y dijo suavemente:
— Eléa…
Los hombres. que habían retirado el cuerpo de Ionescu para llevárselo, tuvieron la impresión de recoger un sobre de caucho lleno de arena y pedregullo. Tenía justo un poco de sangre en las fosas nasales y en la comisura de los labios, pero todos sus huesos estaban quebrados, y el interior de su cuerpo reducido a una papilla.
Habían pasado varios días desde entonces, pero Hoover se sorprendía todavía mirándose furtivamente la mano izquierda, y doblando tres dedos hacia la palma, el índice y el pulgar tensos. Si entonces se encontraba en la proximidad de una botella de Bourbon, o en su defecto de una de scotch, o aún de un cognac cualquiera, se apresuraba en buscar allí un reconfortante, del cual tenía gran necesidad. Le era necesario todo su voluminoso optimismo para soportar la fatalidad que había hecho de él, dos veces, en pocas semanas, un asesino. Por supuesto que hasta entonces él no había muerto nadie, pero tampoco había muerto nada, ni un conejo en una cacería, ni un gobio pescando, ni una mosca, ni una pulga.
El arma y los objetos todavía no examinados habían sido prudentemente colocados en el zócalo donde habían sido encontrados. Los compañeros reconstruían la sala de reanimación y los técnicos reparaban lo que podía serlo, pero varios aparatos estaban enteramente destruidos, y había que esperar que fuesen reemplazados para comenzar operaciones sobre el segundo ocupante del Huevo.
La mujer — Eléa— puesto que ese parecía ser su nombre rehusaba todos los alimentos. Se probó de introducirle una papilla en el estómago por medio de una sonda.
Ella se debatió tan violentamente que hubo que maniatarla. Pero no consiguieron abrir las mandíbulas. Hubo que hacer penetrar la sonda por la nariz. Apenas estuvo la papilla en su estómago, la vomitó.