El doctor Simon tenía la nostalgia de ello. No hubiera debido encontrarse allí. Terminaba una estadía de tres años, casi ininterrumpida, en las distintas bases francesas de la Antártida, y se sentía más que cansado. Hubiera debido tomar el avión a Sidney. Se había quedado a pedido de su amigo Louis Grey, para acompasar la misión, pues el doctor Jaillon, su reemplazante, estaba ocupado en la base con una epidemia de rubeola.
Esta rubeola era increíble. Casi nunca hay enfermos en la Antártida. Se diría que los microbios temen al frío. Los médicos rara vez atienden sino a accidentados. Y a veces los congelamientos de los recién llegados que todavía no saben evitar las imprudencias. Por otra parte, la rubeola ha desaparecido casi completamente de la faz de la tierra después del perfeccionamiento de la vacuna bucal que los bebés toman en sus primeras mamaderas.
A pesar de estas evidencias, había rubeola en la Base Víctor. Aproximadamente, uno de cada cuatro hombres, tiritaba de fiebre en la cama, su piel trasformada en un género a pintas.
Louis Grey tomó un puñado de sobrevivientes, entre los cuales se hallaba el doctor Simon y los embarcó apresuradamente hacia el punto 612, deseando que el virus no los siguiera.
Si no hubiese habido rubeola…
Si ese día en vez de tomar el helicóptero, me hubiese subido con mis pertenencias al avión para Sydney, si desde lo alto de su despegue vertical, antes de que se alzara rugiendo hacia las tierras cálidas, hubiese dicho adiós para siempre a la base, al hielo, al monstruoso continente frío, ¿qué hubiese acontecido?
¿Quién hubiese estado cerca de ti, mi bienamada, en el momento terrible? ¿Quién habría visto en mi lugar? ¿Quién habría sabido?
¿Ese ser hubiera gritado, aullado el nombre? Yo no he dicho nada. Nada…
Y todo se cumplió…
Desde entonces, me repito a mí mismo que era demasiado tarde, que si hubiese gritado, no hubiese cambiado nada, que simplemente estaría agobiado bajo el peso de una desesperación inexplicable. Durante esos segundos, no habría habido bastante horror en el mundo para llenar tu corazón.
Es eso que repito sin cesar, desde ese día, desde esa hora: «Demasiado tarde… Demasiado tarde… Demasiado tarde…»
Pero puede ser que sea una mentira que yo mastico y rumeo, de la cual trato de nutrirme para intentar vivir…
Sentado sobre una oruga del snowdog, el doctor Simon soñaba con una media luna mojada en la taza de un café—crema. Mojada, jugosa, ablandada, comida a sorbos, a la manera de un hombre tosco. Pero de un tosco, parado frente a un mostrador parisiense, con los pies en la ranura, codo contra codo con los rezongones de la mañana, compartiendo con ellos el primer placer del día, quizá el más grande, el de despertarse totalmente, en este lugar del primer encuentro con los otros hombres, en la tibieza y las corrientes de aire y el maravilloso olor del café express.
Ya no podía más con todo este hielo y ese viento; ese viento, ese viento que no cesaba nunca de presionar sobre ellos, sobre todos los hombres de la Antártida, siempre del mismo lado, con sus manos empapadas en un frío de infierno, que los empujaba a todos incesantemente, a ellos y sus barracas, y sus antenas y sus camiones, para que se fueran y despejaran al continente y lo dejaran solo, él y su hielo mortífero, consumar eternamente en la soledad sus monstruosas bodas congeladas.
Era necesario ser verdaderamente testarudo para resistir a su obstinación. Simon había llegado al fin de la suya. Antes de sentarse, había posado una cobija doblada en cuatro sobre la oruga del snowdog, para que la piel de sus nalgas no se quedara adherida allí con su slip, su calzoncillo de lana y su pantalón.
Estaba de cara al sol y se rascaba las mejillas en el fondo de su barba, persuadiéndose a sí mismo que el sol lo calentaba a pesar de que le dispensaba más o menos tantas calorías como una linterna a kerosén colgada a tres kilómetros.
El viento trataba de doblarle la nariz hacia la oreja izquierda. Dio vuelta la cabeza para recibir el viento del otro lado. Pensaba en la brisa del mar, de noche en Colbiller, tan tibia, y que uno encuentra tan fresca porque ha hecho mucho calor durante el día. Pensaba en el increíble placer de desvestirse y de sumergirse en agua sin trasformarse en un témpano, de estirarse sobre los cantos rodados hirvientes… ¡Hirvientes!… Le pareció tan inverosímil que se rió burlonamente.
— ¿Ahora te ríes solo? — dijo Brivaux—. No estás mejor… ¿Estás encubando la rubeola?
Brivaux había llegado detrás suyo, con la sonda apoyada sobre su vientre y colgada de una larga correa que pasaba por detrás del cuello de su chaqueta en piel de lobo.
— Estaba pensando que hay lugares en el mundo donde hace calor — dijo Simon.
— No es rubeola, es meningitis… No te quedes sentado así, te vas a helar el bazo… Mira, ven un poco a ver esto…
Le señalaba el cuadrante de la sonda, con su hoja registradora ya en parte enrollada. Era el modelo corriente con el cual acababa de hacer una prospección del sector que le habían destinado.
Simon se levantó y miré. No era muy conocedor de la técnica. El mecanismo del cuerpo humano, le era más familiar que el de un simple encendedor de gas. Pero había tenido tiempo en tres años de familiarizarse con los dibujos que trazaba, sobre el papel magnético, el interruptor automático de grafito de las sondas portátiles. Se parecía en general, al corte de un terreno sin delineamiento, o a un deslizamiento, o a cualquier cosa que no se parece a nada.
Ahora bien, lo que le mostraba Brivaux, se parecía a alguna cosa…
¿A qué?
A nada conocido, a nada familiar, pero…
Su espíritu habituado a hacer la síntesis de los síntomas para extraer de ellos un diagnóstico, comprendió de golpe lo que había de insólito en ese levantamiento del suelo glaciar. La línea recta no existe en la naturaleza virgen. Tampoco la línea curva regular. El suelo brutalizado, maltratado, mezclado por las formidables fuerzas de la Tierra, por todos lados es totalmente irregular. Ahora bien, lo que la sonda de Brivaux había inscripto en el papel, era una sucesión de curvas y de rectas. Interrumpidas y rotas, pero perfectamente regulares. Que el suelo pudiera presentar semejante perfil, era completamente improbable, y aun imposible. Simon sacó la conclusión evidente:
— Hay algo atrancado en este chisme…
— Y tú, ¿tienes algo de atrancado ahí dentro?
Brivaux se golpeaba la frente con la punta de su índice enguantado.
— Este chirimbolo funciona al pelo. Yo quisiera funcionar tan bien como él hasta mi último día. Es ahí abajo donde hay algo que. no marcha… Golpeó la superficie del hielo con el taco de su bota forrada.
— Un perfil semejante, no es posible — dijo Simon.
— Ya sé, no tiene el aspecto de ser verdadero.
— Y los otros, ¿qué han encontrado?
— No sé nada. Les voy a dar un toque de trompeta…
Se subió al snowdog— laboratorio, y tres segundos más tarde, la sirena aullaba, llamando a los miembros de la misión a juntarse en el campamento.
Estaban de todos modos comenzando a regresar. Primero lo dos equipos de a pie, con sus sondas clásicas. Después el snowdog que llevaba adelante, en una armazón metálica entre sus dos orugas, el emisor receptor de la nueva sonda. Un cable rojo lo enlazaba al puesto de mando y al registrador, en el interior del vehículo. Estaban igualmente dentro del vehículo, Eloi el mecánico, Louis Grey, impaciente por conocer los resultados del nuevo instrumento, y el ingeniero de usina que había llegado con él para mostrarle su funcionamiento.