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Simon, en un principio, había protestado contra esas violencias, luego se había resignado. El resultado lo convenció que él había tenido razón y que ése no era el buen método. Mientras sus colegas llegaban a la conclusión que el sistema digestivo de la mujer del pasado no estaba hecho para digerir los alimentos del presente, y analizaban la papilla devuelta en la esperanza de encontrar algún dato sobre su jugo gástrico, él se repetía la única pregunta que, a su modo de ver, contaba:

— Cómo, cómo, ¿cómo comunicar?

Comunicarse, hablarle, escucharla, comprenderla, saber qué cosas le hacían falta. ¿Cómo, cómo hacer?

Oprimida en su chaleco de fuerza, los brazos y los muslos sujetos por correas, ella ya no reaccionaba más. Inmóvil, los párpados de nuevo cerrados, sobre el inmenso cielo de sus ojos, parecía haber llegado al límite del miedo y de la resignación. Una aguja hueca hundida en el pliegue del codo de su brazo derecho, dejaba fluir lentamente en sus venas el suero alimenticio contenido en una ampolla sostenida en el poste de la cama. Simon miró con odio este aparejo bárbaro, atroz, que era sin embargo el solo medio de retardar el momento en que moriría de hambre. Él no podía aguantar más. Había que…

Salió bruscamente del cuarto, luego de la enfermería.

Tallada en el interior del hielo, una vía de once metros de ancho por trescientos metros de largo servía de columna vertebral a EPI 2. Le habían puesto el nombre de Avenida Amundsen, en homenaje al primer hombre que llegó al Polo Sur. El primero por lo menos hasta aquí se creía. Calles cortas, y las puertas del edificio se abrían a la izquierda y a la derecha. Algunas pequeñas plataformas eléctricas, bajas, con gruesos neumáticos amarillos, servían para transportar el material, según la necesidad. Simon saltó sobre una de ellas, abandonada cerca de la puerta de la enfermería y apoyó sobre la palanca. El vehículo se puso en movimiento con un ronroneo de gato gordo saciado de lauchas. Pero no pasaban de quince kilómetros por hora. Simon saltó sobre la nieve áspera y se puso a correr. La Traductora estaba casi a la extremidad de la avenida. Luego estaba la Pila Atómica, después de un viraje de ciento veinte grados.

Penetró en el complejo de la Traductora, abrió seis puertas antes de encontrar la buena, respondiendo con un gesto de fastidio a los «¿Usted desea?» y al fin se detuvo dentro de una pieza estrecha cuya pared del fondo, la pared de la banquisa, estaba acolchada de espuma de goma y de plástico y cubierta de lana. Otra pared era de vidrio y otra de metal. Frente a éste se extendía una consola cubierta como de mosaicos con cuadrantes, botones, palancas, indicadores luminosos, micrófonos, pulsadores, tabletas extensibles. Frente a la con. sola, un sillón de ruedas, y sobre el asiento, Lukos, el filósofo turco.

Tenía Ia inteligencia de un genio en un cuerpo de estibador. Aún sentado, daba la impresión de una fuerza prodigiosa. El asiento desaparecía bajo la masa de músculos de sus nalgas. Parecía capaz de llevar sobre sus espaldas un caballo o un buey, o los dos a la vez.

Es él quien había concebido el cerebro de la Traductora. Los americanos no lo creyeron posible, los europeos no habían podido, los rusos habían desconfiado, los japoneses lo habían adoptado y le habían dado todos los medios necesarios. El ejemplar del EPI 2 era el décimo segundo que había sido puesto en servicio desde hacía tres años y era el más perfeccionado. Traducía a diez y siete idiomas, pero Lukos por su parte conocía unos diez, o quizás veinte veces más. Era un genio para el lenguaje como Mozart lo había sido para la música. Frente a una lengua nueva, le bastaba un documento, una referencia permitiendo una comparación, y algunas horas para adivinar y súbitamente comprender su estructura, y familiarizarse con su vocabulario. Y sin embargo luchaba en vano frente al de Eléa.

Disponía de dos elementos de trabajo que estaban ahí, colocados frente a éclass="underline" el cubo cantante, y otro objeto, no más grande que un libro de bolsillo. Sobre uno de sus lados chatos se desenvolvía una banda luminosa cubierta de líneas regulares. Cada línea estaba compuesta de una seguidilla de signos que parecían constituir una escritura. Imágenes visibles en tres dimensiones, representando personas en acción, acaban de hacer de este objeto el equivalente de un libro ilustrado.

— ¿Entonces? — Preguntó Simon.

Lukos se encogió de hombros. Desde hacía dos días, dibujaba sobre la pantalla registradora de la Traductora unos grupos de signos que parecían no tener ninguna vinculación los unos con los otros. Este extraño idioma parecía compuesto de palabras todas diferentes y que no se repetían jamás.

— Hay algo que se me escapa — gruñó—. Y a ésta también. Palmeó con su pesada mano el metal de la consola, luego deslizó una varilla en el estuche del cubo musical. Esta vez fue una voz de hombre que se puso a hablar— cantar, y el rostro que apareció era el de un hombre, imberbe, con grandes ojos azul claro, y pelo negro cayéndole hasta los hombros.

Puede ser que la solución esté ahí, dijo Lukos. La máquina ha registrado todas las varillas. Hay 47. Cada una incluye miles de sonidos. La escritura tiene más de diez mil palabras diferentes. ¡Qué cantidad de palabras!…

— Cuando haya terminado de hacérselas tragar, tendrá que compararlas, una por una, y por grupos, con cada sonido y cada grupo de sonidos, hasta que ella encuentre una idea general, una regla, un camino, algo para seguir. La ayudaré, por supuesto, examinando las hipótesis y proponiéndole algunas. Y las imágenes nos ayudarán a los dos…

— ¿Dentro de cuánto tiempo piensa llegar a un resultado? — preguntó Simon con ansiedad.

— Puede ser algunos días… Algunas semanas si farfullamos.

— ¡Ella se habrá muerto — grito Simon—, o vuelto loca! ¡Hay que acertar en seguida! ¡Hoy, mañana, dentro de algunas horas! Sacuda usted su máquinas ¡Movilice toda la base! ¡Hay bastantes técnicos, aquí!

Lukos lo miró como Menuhin lo haría si alguien le pidiese que sacuda su Estradivarius para hacerlo tocar más ligero un «prestissimo» de Paganini.

Mi máquina hace lo que ella sabe hacer — dijo—. No son técnicos lo que necesitaría. Tiene bastantes. Necesitaría cerebros…

— ¿Cerebros? ¡No hay un lugar del mundo donde los encontrará reunidos mejores que acá! Voy a pedirle al Consejo una reunión inmediata. Usted expondrá sus problemas…

— Son cerebros pequeños, doctor, pequeñísimos cerebros de hombres. Necesitarían siglos de discusiones antes de ponerse de acuerdo sobre el sentido de una coma… — Cuando digo cerebro, es al de ésta que pienso. Acarició nuevamente el borde de la consola, y agregó: — Y a sus semejantes.

Un nuevo S.0.S. partió de la antena EPI 1. Pedía la colaboración inmediata de los más grandes cerebros electrónicos del mundo.

Las contestaciones llegaron en seguida y de todos lados. Cada ordenador disponible fue puesto a la disposición de Lukos y de su equipo. Pero los que estaban disponibles no eran evidentemente ni los más grandes ni los mejores. Para éstos últimos se consiguieron promesas. En cuanto tuvieran un instante libre, entre dos programas, con el mayor gusto, se haría lo imposible, etc.

Simon hizo entrar tres cámaras en el cuarto de Eléa. Hizo apuntar una sobre el pliegue del codo donde se hundía la aguja dispensadora del suero del último recurso, la otra sobre los ojos cerrados, con las mejillas ahora hundidas, la tercera sobre el cuerpo de nuevo desnudo, y trágicamente enflaquecido.

Hizo mandar esas imágenes sobre la antena de EPI 1, hacia Trio, hacia los ojos y las orejas de los hombres. Y habló:

— Ella va a morir — dijo—. Va a morir porque no la comprendemos. Se muere de hambre, y la dejamos morir porque no la comprendemos cuando nos dice con qué la podríamos alimentar. Va a morir porque aquellos que podrían ayudarnos a comprenderla, no quieren distraer un minuto de tiempo de sus preciosos ordenadores, ocupados en comparar el precio de costo de un bulón de cabeza octogonal, con el de uno de cabeza hexagonal, o a calcular la mejor distribución de los controles de venta de pañuelos de papel según el sexo, la edad y el color de los habitantes.