— Mírenla, mírenla bien, no la verán más, va a morir… Nosotros los hombres de hoy, hemos movilizado un poderío enorme y las más grandes inteligencias de nuestro tiempo para ir a buscarla en su sueño en el fondo del hielo, y para matarla. ¡Deberíamos tener vergüenza!
Calló un momento, y repitió con voz queda y agobiada:
— Deberíamos tener vergüenza…
John Gartner, P.D.G. de la Mecánica y Electrónica Internacional, vio la emisión en su jet particular. Iba de Detroit a Bruselas. Daba instrucciones a los colaboradores que lo acompañaban y a los que recibían, de lejos, su conversación en código. Pasaba a 30.000 metros por encima de las Azores.
Estaba tomando su desayuno. Acababa de sorber con una pajita la yema de un huevo pasado por agua cocido en una envoltura esterilizada trasparente. Estaba ahora ocupado con el jugo de naranja y el whisky. Dijo:
— This boy is right. Vergüenza debemos tener si no hacemos nada.
Dio inmediatamente orden de poner a la disposición de EPI todas las grandes calculadoras del Trust. Había siete en América, nueve en Europa, tres en Asia y una en África.
Sus colaboradores enloquecidos le expusieron que iba a causar perturbaciones espantosas en todos los dominios de la actividad de la firma. Luego necesitarían meses para reponerse. Y habría estragos que no se podrían reparar.
— No importa — dijo—. Vergüenza debemos tener si no hacemos nada.
Era un hombre, y verdaderamente sentía vergüenza. Era igualmente un hombre eficaz, y un hombre de negocios. Dio instrucciones para que su decisión fuera llevada al conocimiento de todo el mundo por todos los medios, y en seguida los resultados fueron los siguientes:
En el dominio de los negocios, la popularidad y las ventas de la mecánica y electrónica intercontinental aumentaron el 17 %.
En el dominio de la eficacia, la decisión de P.D.G. de la M.E.1 produjo una reacción en cadena. Todos los grandes trusts mundiales, los centros de investigación, las universidades, los ministros, el Pentágono mismo y el Buró Ruso de Balística hicieron saber a Lukos, en las horas siguientes, que sus cerebros electrónicos estaban a su disposición. Que tuviera a bien, solamente, si ello era posible, apurarse.
Era una recomendación irrisoria. Todos, en 612, sabían que luchaban contra la muerte. Eléa se debilitaba de llora en hora. Había aceptado de probar otros alimentos, pero su estómago, no los aceptaba. Y ella repetía todo el tiempo la misma seguidilla de sonidos que parecían componer dos palabras, quizás tres. Comprender esas tres palabras, la totalidad de la más sutil técnica de todas las naciones trabajaban para ello.
Del extremo de la Tierra, Lukos probó y con éxito la más fantástica asociación. Sobre sus indicaciones, todas las grandes calculadoras fueron enlazadas las unas con las otras, por hilo, sin hilo, ondas, imágenes, ondas sonoras, con relee, de todos los satélites estacionarios. Durante algunas horas, los grandes cerebros al servicio de firmas competidoras, de estados mayores enemigos, de ideologías opuestas, razas con odios, estuvieron unidas en una sola inmensa inteligencia que circundaba la Tierra entera y el cielo alrededor suyo, con la red de sus comunicaciones nerviosas, y que trabajaba con toda su capacidad inimaginable sobre el objetivo minúsculo y totalmente desinteresado de comprender tres palabras.
Para comprenderlas, era preciso saber todo el idioma desconocido. Extenuados, sucios, los ojos enrojecidos de sueño, los técnicos de la Traductora y los de las emisoras y receptoras de EPI 1 luchaban contra los segundos y contra lo imposible. Sin parar, inyectaban en los circuitos del Cerebro Total, jornadas nuevas de datos y problemas, todos aquellos que la Traductora había examinado ya, y las nuevas hipótesis de Lukos. El cerebro genial de este último se había dilatado a la medida de su inmenso homólogo electrónico. Se comunicaba con él a una velocidad inverosímil, frenada únicamente por las exigencias de las emisoras y las estaciones de enlace contra las cuales se enfurecía. Le parecía que hubiera podido pasarse de ellas, entenderse directamente con el otro. Esas dos inteligencias extraordinarias, la que vivía y la que parecía viva, hacían algo más que comunicarse. Estaban en el mismo plano, por encima de los demás. Ellas se comprendían.
Simon iba de la enfermería a la Traductora, de la Traductora a la enfermería, impaciente, regalando a los técnicos extenuados que lo mandaban a pasear, y Lukos que ya ni le contestaba.
En fin, hubo un momento en que, bruscamente, todo se aclaró. Entre los millares de combinaciones, el cerebro encontró una lógica, sacó las conclusiones con la velocidad de la luz, las combinó y las probó, en menos de diecisiete segundos, entregó a la Traductora todos los secretos del idioma desconocido.
Luego se deshizo. A los relee se les cortó la corriente, los enlaces cayeron, la red nerviosa tejida alrededor del mundo se rompió y se reabsorbió. Del Gran Cerebro, no quedó más que sus ganglios independientes, vueltos a ser lo que eran antes, socialistas o capitalistas, comerciantes o militares, al servicio de intereses y de desconfianzas.
Entre las cuatro paredes de aluminio de la sala grande de la Traductora reinaba el más absoluto silencio. Los dos técnicos de servicio en las consolas registradoras, miraban a Lukos que posaba sobre la chapa receptora, la pequeña bobina donde estaban registradas las tres palabras de Eléa. Un micrófono las había recogido en su cuarto, tal como ella las pronunciaba, de menos en menos fuerte, de menos en menos a menudo…
Hubo un pequeño chasquido seco al colocarla en su lugar. Simon, con dos manos apoyadas sobre el respaldo de la silla de Lukos, se impacientaba una vez más.
— ¡Entonces!…
Lukos bajó el conmutador de arranque. La bobina parecía hacer un cuarto de vuelta, pero ella ya estaba vacía y empezaba a tabletear. Lukos extendió la mano y desprendió la hoja sobre la cual la Traductora acababa de entregar, en un micro— segundo, la traducción del misterio.
Le echó una ojeada mientras que Simon se la arrancaba de las manos. Simon leyó la traducción. francesa. Consternado, miraba a Lukos que meneé la cabeza. Éste había tenido tiempo de leer en albanés, inglés, alemán y árabe…
Retomó la hoja y leyó la continuación. Era la misma cosa. El mismo absurdo en diecisiete idiomas. No tenla más sentido en español que en ruso o chino. En francés daba: de comida — máquina.
Simon ya no tenía más la fuerza de hablar en voz alta.
— Vuestros cerebros… — dijo, su voz era casi un murmullo—, vuestros grandes cerebros… son mierda…
La cabeza gacha, la espalda encorvada, arrastró los pies hacia la pared más próxima, se arrodilló, se acostó, volvió la espalda a la luz y se durmió, la nariz en el rincón de aluminio.
Durmió nueve minutos. Despertó bruscamente y se levantó gritando:
— ¡Lukos!…
Lukos estaba allí, ocupado inyectando en la Traductora pedazos del texto encontrados en el objeto «para leer», y descifrando las traducciones entregadas por la impresora.
Eran trozos de una historia de estilo sorprendente, desarrollándose en un mundo tan extraño que parecía fantástico.
— ¡Lukos! — dijo Simon—, ¿hemos hecho todo eso para nada?
— No — dijo Lukos—, mire…
Le tendió las hojas impresas.
— ¡Es texto, no es jeringonza! El Cerebro no era idiota, ni yo tampoco. Ha comprendido bien el idioma, y mi Traductora lo ha asimilado perfectamente. Usted ve ella traduce… fielmente… exactamente… de comida máquina.