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— De comida máquina…

— Quiere decir algo… ¡Ella traduce palabras que quieren decir algo!…

— ¡No comprendemos porque somos nosotros los idiotas!

— Creo… yo creo… — dijo Simon—. Escucha…

Al renacer su esperanza se puso de pronto a tutearlo como un hermano…

— ¿Puedes conectar este, idioma con alguno de tus largos de onda?

— No tengo ninguno libre…

— ¡Libera uno! ¡Suprime una lengua!

— ¿Cuál?

— ¡No importa! ¡El coreano, el checo, el sudanés, el francés!

— Se pondrán furiosos.

— ¡Mala suerte, mala suerte, que se enfurezcan! ¿Tú crees que es el momento para preocuparse de una furia nacional?

— ¡lonescu!

— ¿Qué?

— lonescu… Está muerto… ¡Era el único que hablaba rumano!

— Suprimo el rumano y tomo su largo de onda. Lukos se levantó, su sillón gimió de felicidad.

— ¡Aló!

El gigante turco gritaba en un teléfono interno, separado por medio tabique:

— ¡Aló Hakal… Duermes, bendito Dios! Rugió y se puso a insultarlo en turco.

Una voz somnolienta le contestó. Lukos le dio las instrucciones en inglés, luego se dio vuelta hacia Simon.

— Dentro de dos minutos está listo…

Simon se precipitaba hacia la puerta.

— ¡Espera! — dijo Lukos.

Abrió un placard, tomó de un casillero un microemisor y un audífono con los colores rumanos, y se los tendió a Simon.

— Toma, para ella…

Simon tomó los dos aparatos minúsculos.

— Pon atención — dijo—, ¡que tu bendita máquina no se ponga a aullarle en el tímpanos!

— Lo prometo — dijo Lukos—. La vigilaré… Una suavidad… nada más que una suavidad…

Tomó en sus dos manos duras, como ladrillos articulados, las dos manos del que se había vuelto su amigo durante esas horas comunes de un monstruoso esfuerzo, y se las apretó afectuosamente.

— Te prometo… Anda.

Unos minutos más tarde, Simon entraba en el cuarto de Eléa, después de haber alertado a Labeau, quien alertaba a su vez a Hoover y Leonova.

La enfermera sentada a la cabecera de Eléa leía una novela de una colección sentimental. Se levantó al ver abrirse la puerta y le hizo a Simon señas de entrar en silencio. Tomó un aire profesionalmente preocupado al mirar la cara de Eléa. En realidad le importaba poco, estaba todavía absorbida en su libro, la confesión desgarradora de tina mujer abandonada por tercera vez, sangraba con ella y maldecía a los hombres, comprendido también al que acababa de llegar.

Simon se acercó hacia Eléa cuyo rostro hundido por la desnutrición había conservado su color cálido. Las aletas de la nariz se habían vuelto traslúcidas. Los ojos estaban cerrados. La respiración levantaba apenas el pecho. Él la llamó suavemente por su nombre.

— Eléa… Eléa…

Los párpados se estremecieron ligeramente. Estaba consciente, ella lo oía.

Leonova entró seguida de Labeau y de Hoover que llevaba en la mano un fajo de ampliaciones fotográficas. Se las mostró de lejos a Simon. Este hizo con la cabeza un gesto de asentimiento, y concentras nuevamente toda su atención sobre Eléa. Posó la microemisora sobre la sábana azul muy cerca de la cara demacrada, levantó un bucle de cabellos sedosos, dejando al descubierto la oreja izquierda igual a una flor pálida, e introdujo delicadamente el audífono en la sombra rosada del conductor auditivo.

Eléa tuvo un principio de reflejo para sacudir la cabeza y rechazar lo que quizá fuera el comienzo de una nueva tortura, pero renunció, agotada.

Simon le habló en seguida, para tranquilizarla. Le dijo muy bajito, en francés:

— Usted me comprende… ahora me comprende…

Y en el oído de Eléa una voz masculina le cuchicheó en su idioma:

— …ahora usted me comprende…me comprende y yo puedo comprenderla…

Los que observaban vieron su respiración detenerse, luego continuar.

Leonova, llena de compasión, se acercó a la cama, tomó la mano de Eléa y comenzó a hablarle en ruso con todo el calor de su corazón.

Simon levantó la cabeza, la miró con ojos feroces y le hizo señas de que se retirara. Ella obedeció, un poco desconcertada. Simon tendió la mano hacia las fotos. Hoover se las entregó.

Hubo en el oído izquierdo de Eléa una ola de compasión soltada a toda velocidad por una voz femenina que ella comprendía: y en su oído derecho un torrente rocoso que ella no comprendía: Después un silencio. Luego la voz masculina siguió:

— ¿Puede usted abrir los ojos?… ¿Puede abrir los ojos?… Pruebe…

Él calló. Ellos la miraron. Sus párpados temblaban.

— Pruebe… Otra vez… Nosotros somos amigos suyos… Coraje…

Y los ojos se abrieron.

Uno no se acostumbraba. Uno no podía acostumbrarse. Nunca se habían visto ojos tan grandes, de un azul tan profundo. Se habían empalidecido un poco, ya no era el azul del fondo de la noche, pero el azul de después del crepúsculo, del lado de donde viene la noche, después de la tormenta, cuando el fuerte viento ha lavado el cielo con las olas. Y pescados de oro han quedado enganchados.

— ¡Mire!… ¡Mire!… — decía la voz—. ¿Dónde está la comida — máquina?

— Dormir… Olvidar… Morir…

— ¡No! ¡No cierre los ojos! ¡Mire!… ¡Mire!… todavía… Éstos son los objetos que han sido encontrados con usted… Uno de ellos debe ser la comida — máquina.

— ¡Mire! Se los voy a mostrar de nuevo… Si ve la comida — máquina, cierre los ojos, y vuélvalos a abrir…

A la sexta fotografía, ella cerró los ojos, y los volvió abrir.

— ¡Rápido! — dijo Simon.

Le alcanzó la foto a Hoover que se precipitó afuera con el peso y la velocidad de un ciclón.

Era uno de los objetos todavía no examinados, que habían colocado sobre el, zócalo, al lado del arma.

Conviene explicar rápidamente lo que hizo tan difícil el descifrar y comprender el idioma de Eléa. Es que en realidad, no es una lengua, sino dos: la lengua femenina y la masculina, totalmente distintas la una de la otra en su sintaxis como en su vocabulario. Por supuesto, los hombres y las mujeres comprenden una y otra pero los hombres hablan la lengua masculina, que tiene su masculino y su femenino, y las mujeres hablan la lengua femenina, que tiene igualmente su femenino y su masculino. Y en la escritura, es a veces la masculina, otras veces la femenina que se emplean, según la hora o la estación donde se desarrolla la acción, según el color, la temperatura, la agitación o la calma, según sea la montaña o el mar, etc. Y a veces las dos lenguas están mezcladas.

Es difícil dar un ejemplo entre la lengua «el» y la lengua «ella», puesto que dos términos equivalentes no pueden ser traducidos sino por la misma palabra, y el hombre diría: «que es necesario sea sin espinas», la mujer diría: «pétalos del sol poniente» y el uno y el otro comprenderían que se trata de la rosa. Es un ejemplo aproximativo: en tiempo de Eléa los hombres todavía no habían inventado la rosa.

«De comida — máquina». Eran bien tres palabras, pero, según la lógica del idioma de Eléa, era también una sola, lo que los dramáticos hubieran llamado un «sustantivo» y que servía para designar «lo — que — es — el — producto — de — la — comida — máquina».

La comida — máquina, era la — máquina — que — produce — lo — que — uno — come.

Estaba colocada sobre la cama, frente a Eléa, que habían sentado y que estaba sostenida por almohadas. Le habían dado la «vestimenta» encontrada en el zócalo, pero ella no había tenido la fuerza de ponérsela. Una enfermera había querido pasarle un pullover, pero ella había tenido un reflejo de retroceso, y en la cara una expresión tal de repulsión que no se había insistido. La habían dejado desnuda. Su busto enflaquecido, sus senos livianos vueltos hacia el cielo, eran de una belleza casi espiritual, sobrenatural. Para que no se enfriara, Simon había aumentado la temperatura del cuarto. Hoover transpiraba como un cubo de hielo sobre la parrilla. Ya había mojado su saco, pero las camisas de todos los otros estaban como para estrujar. Una enfermera distribuyó toallas blancas para a secarse las caras. Las cámaras estaban allí. Una de ellas irradió un plano grande de la comida — máquina. Era una especie de media esfera verde, salpicada con una gran cantidad de colores dispuestos en espiral desde su cúspide hasta su base, y que reproducían, en varios centenares de tonalidades diferentes, todos los colores del espectro.