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En la cúspide había un botón blanco. La base descansaba en un zócalo en forma de cilindro corto. El todo tenía el volumen y el peso de la mitad de una sandía. Eléa trató de levantar su mano izquierda. No consiguió. Una enfermera quiso ayudarla. Simon la alejó y tomó la mano de Eléa en la de él.

Un primer plano de la mano de Simon sosteniendo la mano de Eléa y conduciéndola hacia la esfera comida — máquina.

Un primer plano de la cara de Eléa. De sus ojos. Lanson no podía desprenderse de ellos. Siempre una y otra de sus cámaras, obedeciendo a sus impulsos semiconscientes volvían a fijarse sobre la noche insondable de esos ojos de ultratiempo. No los enviaba a la antena. Los guardaba sobre una pantalla de control para él.

La mano de Eléa se posó sobre la cima de la esfera.

Simon la guiaba como un pájaro. Ella tenía voluntad, pero no fuerza. Él sentía donde ella quería ir, lo que quería hacer. Ella lo guiaba él la llevaba. El dedo mayor se asentó sobre el botón blanco, luego rozó las pinceladas de color, y de aquí y de allá, arriba, abajo, en el medio…

Hoover anotaba los colores en un sobre húmedo sacado de su bolsillo. Pero no tenía ningún nombre para diferenciar los tres matices de amarillo que ella tocó uno después del otro. Renunció.

Ella volvió sobre el botón blanco, se quiso apoyar, no pudo. Simon apoyó. El botón se hundió apenas, hubo un leve zumbido, el zócalo se abrió y por la abertura salió un pequeño plato de oro rectangular. Contenía cinco esférulas de materia traslúcida, vagamente rosa, y un minúsculo tenedor de oro, de dos dientes.

Simon tomó el tenedor y pinchó una de las pequeña esferas. Opuso una ligera resistencia, luego se dejó atravesar como una cereza. La llevó a los labios de Eléa…

Abrió la boca con esfuerzo. Le dio trabajo volver a cerrarla sobre el alimento. No hizo ningún movimiento de masticación. Se adivinaba que la esfera se derretía en su boca. Luego la laringe subió y bajó, visible en el cuello adelgazado.

Simon se esponjó la cara, y le tendió la segunda esférula…

Algunos minutos más tarde, ella utilizó sin ayuda la comida — máquina, rozó las distintas pinceladas, obtuvo esferas azules, las absorbió rápidamente, descansó unos minutos, luego accionó nuevamente la máquina.

Ella recuperaba sus fuerzas a una velocidad increíble. Parecía que pidiese a la máquina, más que la comida, lo que le hacía falta para sacarla inmediatamente del estado de agotamiento en el cual se encontraba. Ella rozaba cada vez pinceladas diferentes, obtenía cada vez un número diferente de esferas de distinto color. Las absorbía, tomaba agua, respiraba profundamente, descansaba algunos minutos, y volvía a comenzar.

Todos los que estaban en el cuarto, y los que seguían la escena sobre la pantalla en la Sala de Conferencias, velan literalmente cómo la vida renacía, veían su busto desarrollarse, sus mejillas rellenarse, sus ojos nuevamente adquirir el color oscuro.Comida — máquina era una máquina de comer. Era quizá también una máquina de curar.

Los sabios de todas las categorías hervían de impaciencia. Las dos muestras de la civilización antigua que habían visto manifestarse: el arma y la comida — máquina excitaban locamente su imaginación. Deseaban ardientemente Interrogar a Eléa y abrir esta máquina, la cual por lo menos, no era peligrosa.

En cuanto a los periodistas, después de la muerte de Ionescu, que les había provisto sensacionalismo para todas las ondas y todos los impresos, veían encantados, en la comida — máquina y sus efectos sobre Eléa, una nueva fuente de información no menos extraordinaria, pero esta vez más optimista. Siempre lo inesperado, blanco después del negro; esta expedición era decididamente un buen negocio periodístico.

Eléa, por fin apartó la máquina y miró a todos los que la rodeaban. Hizo un esfuerzo para hablar. Fue apenas audible. Volvió a empezar y cada uno entendió en su lengua:

— ¿Ustedes me comprenden?

— Oui, Yes, Da, Sí…

Meneaban la cabeza, sí, sí, sí, comprendían…

— ¿Quiénes son ustedes?

— Amigos — dijo Simon.

Pero Leonova no pudo más. Pensaba en una distribución general de comida — máquina a los pobres, a los niños hambrientos. Preguntó enérgicamente:

— ¿Cómo funciona eso? ¿Qué mete usted dentro?

Ella pareció no comprender o considerar esas preguntas como el ruido hecho por un niño. Siguió su propia idea. Preguntó:,

— Debíamos ser dos en el Refugio. ¿Estaba sola, yo?

— No — dijo Simon—, eran dos, usted y un hombre.

— ¿Dónde está? ¿Ha muerto?

— No. Todavía no lo hemos reanimado. Hemos comenzado por usted.

Eléa calló un momento. Parecía que la noticia, en vez de alegrarla, hubiera reavivado en ella alguna preocupación sombría. Respiró profundamente y dijo:

– Él es Coban. Yo, Eléa.

Y preguntó de nuevo:

— Ustedes… ¿Quiénes son?

Y Simon no encontró otra respuesta:

— Nosotros somos amigos…

De dónde vienen?

— Del mundo entero…

Esto pareció sorprenderla.

— ¿Del mundo entero? No comprendo. ¿Son de Gondawa?

— No.

— ¿D'Enisorai?

— No.

— ¿De dónde son?

— Yo de Francia, ella de Rusia, él de América, él de Francia, él de Holanda, él…

— No comprendo… ¿Es que ahora es la Paz?

— Hum — dijo Hoover.

— No — dijo Leonova—, los imperialistas…

— Cállese — ordenó Simon.

— Nosotros estamos obligados — dijo Hoover— a defendemos contra…

— Salgan — dijo Simon—. Salgan. Déjenos — solos acá a nosotros los médicos…

Hoover se disculpó.

— Somos estúpidos… Discúlpeme… Pero me quedo.

Simon se volvió hacia Eléa.

— Lo que han dicho no tiene significado — declaró—. SI, ahora es la Paz… Estamos en Paz. Usted está en Paz. No tiene nada que temer…

Eléa exhaló un suspiro profundo de alivio. Pero fue con una visible aprehensión que hizo la pregunta siguiente:

— ¿Tienen noticias… noticias de los Grandes Refugios? ¿Han resistido?

Simon contestó:

— No sabemos. No tenemos noticias.

Ella lo miro atentamente, para estar segura que él no mentía. Y Simon comprendió que no podría decirle nunca más otra cosa que no fuera verdad.

Eléa comenzó una sílaba, luego paró. Tenia una pregunta que hacer que no se animaba a hacer, por temor a la respuesta. Miró a todo el mundo, después de nuevo a Simon solamente. Le preguntó muy suavemente:

— ¿Paikan?

Hubo un corto silencio, luego un clic en los oídos, y la voz neutra de la Traductora — la que no era ni voz de hombre ni de mujer— habló en diecisiete idiomas en los diecisiete canales:

— La palabra Paikan no figura en el vocabulario que me ha sido inyectado, y no corresponde a ninguna posibilidad lógica de neologismo. Me permito suponer que se trata de un nombre.

Eléa lo oyó también en su lengua.