— Claro que es un nombre — dijo ella—. ¿Dónde está? ¿Tienen noticias de él?
Simon la miró muy serio.
— No tenemos noticias de él… ¿Cuánto tiempo cree usted haber dormido?
Ella lo miró, inquieta.
— ¿Algunos días? — dijo.
— Más… — contestó Simon.
Nuevamente la mirada de Eléa dio la vuelta de la decoración del ambiente y de los personajes que la rodeaban. Volvió a sentir la desorientación de su primer despertar, todo lo insólito, toda la pesadilla. Pero no podía aceptar la explicación inverosímil. Debía haber alguna otra. Trató de aferrarse a lo imposible.
He dormido, ¿cuánto?… ¿Semanas?… ¿Meses?…
La voz neutra de la Traductora intervino otra vez:
— Traduzco esto aproximativamente. Aparte del día y el año, las medidas que me han sido inyectadas son totalmente diferentes de las nuestras. Son igualmente distintas para los hombres y las mujeres, diferentes para el cálculo y para la vida corriente, diferentes Según las estaciones, diferentes según la vigilia y el sueño.
— Más… — dijo Simon—. Mucho más… Ha dormido durante…
— ¡Atención, Simon! — gritó Labeau.
Simon interrumpió y reflexionó unos segundos, preocupado, mirando a Eléa.
Luego se volvió a Labeau.
— ¿Usted cree?
— Tengo miedo… — dijo Labeau.
Eléa, ansiosa, repitió su pregunta:
— ¿He dormido durante cuánto tiempo?… ¿Comprenden mi pregunta?… Deseo saber durante cuánto tiempo he dormido… Deseo saber…
— Nosotros la comprendemos — dijo Simon.
Ella calló.
— Ha dormido…
Labeau lo interrumpió nuevamente:
— ¡No estoy de acuerdo!
Puso la mano sobre su micrófono para que sus palabras no llegaran a la Traductora, ni la traducción a los oídos de Eléa.
— Le va a dar usted un shock terrible. Es mejor decírselo poco a poco…
Simon estaba sombrío. Fruncía el entrecejo con aire testarudo.
— No estoy en contra de los shocks — dijo cerrando él también su micrófono con la mano. En psicoterapia se prefiere el shock que limpia, a la mentira que envenena. Y creo que ahora está fuerte…
— Deseo saber — volvió a empezar Eléa.
Simon se volvió hacia ella. Le dijo brutalmente:
— Usted ha dormido 900.000 años.
Ella lo miró con estupefacción. Simon no le dejó el tiempo de reaccionar.
— Le podrá parecer extraordinario. A nosotros también. Es la verdad, sin embargo. La enfermera le leerá el informe de nuestra Expedición que la ha encontrado a usted en el fondo del continente helado, y el de los laboratorios, que han medido con diversos métodos el tiempo que ha pasado allí…
hablaba con un tono indiferente, escolar, militar, y la voz de la Traductora se calcaba sobre la suya, calma, indiferente, en el fondo del oído de Eléa.
— Esta cantidad de tiempo no tiene medida común con la duración de la vida de un hombre, y aun de una civilización. No queda nada del mundo en que usted ha vivido. Ni aun su recuerdo. Es como si hubiese sido transportada al otro extremo del Universo. Debe aceptar esa idea, aceptar los hechos, aceptar el mundo donde se ha despertado, y donde no tiene sino amigos…
Pero ella ya no oía. Estaba separada. Separada de la voz en su oído, de ese rostro que le hablaba, de esas caras que la miraban, de ese mundo que la acogía. Todo eso se alejaba, se borraba, desaparecía. No le quedaba más que la abominable certidumbre, pues ella sabía que no le habían mentido, la certidumbre del abismo a través del cual había sido proyectada, lejos de todo lo que era su propia vida. Lejos de…
— ¡Paikan!…
Aullando su nombre, se irguió sobre la cama, desnuda, salvaje, soberbia y alargada como un animal perseguido a muerte. Las enfermeras y Simon trataron de retenerla. Ella se les escapó, saltó de la cama aullando:
— ¡Paikan!…
Corrió hacia la puerta pasando entre los médicos. Zabrec, que trató de cercarla, recibió su codo en la cara y la soltó escupiendo sangre; Hoover fue Ianzado contra el tabique; Forster recibió, sobre su brazo tendido hacia ella, un puñetazo tan duro que creyó tener un hueso roto.
Ella abrió la puerta y salió.
Los periodistas que seguían la escena, sobre la pantalla de la Sala de Conferencias, se precipitaron en la Avenida Amundsen. Vieron la puerta de la enfermería abrirse bruscamente, y Eléa correr como una loca, como un antílope que el león va alcanzar, hacia adelante, derecho hacia ellos. Ellos le interceptaron el paso y llegó sin verlos. Gritaba una palabra que no comprendían. Los fogonazos dobles de los flash de laser, brotaron de toda la línea de fotógrafos. Ella pasó al través, volteando a tres hombres con sus aparatos. Corría hacia la salida. Llegó a ésta antes de que la hubieran alcanzado, en el momento que la puerta corrediza se abría para dejar entrar una oruga de abastecimiento conducida por un chofer arropado desde los pies hasta la coronilla.
Afuera había una tempestad blanca, una ventisca de 200 kilómetros por hora.
Loca de angustia, ciega, desnuda, ella se hundía en el filo del viento, cortante como cuchillas. Éste penetraba en su carne aullando de alegría, la levantaba, y se la llevaba en sus brazos hacia la muerte. Ella se debatió, se levantó, golpeó el viento con sus puños y su cabeza, lo rechazó de su pecho gritando más fuerte que éste. La tormenta le entró por la boca y le devolvió el grito en su garganta.
Se cayó.
La recogieron un segundo después y se la llevaron.
— Yo se lo había prevenido — dijo Labeau a Simon, con una severidad que atemperaba la satisfacción de haber tenido razón.
Simon, sombrío, miraba a las enfermeras restregar, friccionar a Eléa inconsciente. Murmuró:
— Paikan…
— Debe estar enamorada — dijo Leonova.
Hoover rió burlonamente.
— ¡Un hombre del cual se separó hace 900.000 años!
— Ella se separó ayer… — dijo Simon—. El sueño no tiene duración… y durante la corta noche, la eternidad se ha alzado entre ellos.
— Desgraciada… — murmuró Leonova.
— Yo no podía saber — dijo Simon en voz baja.
— Mi hijo — expresó Labeau—, en medicina, lo que no se puede saber, se debe suponer…
Yo lo sabía.
Miraba tus labios. Los he visto temblar de amor al paso de su nombre.
Entonces he querido separarte de él, en seguida, brutalmente, que tú sepas que estaba todo terminado desde el fondo de los tiempos, que no quedaba nada de él, ni aun un grano de tierra en alguna parte mil veces arrastrada por las mareas y los vientos, nada más de él y nada más del resto, nada de nada… Que tus recuerdos estaban sacados del vacío, de la nada. Que detrás de ti no había más que tinieblas, y que la luz, la esperanza, la vida estaban aquí en nuestro presente, con nosotros.
He cortado detrás de ti con un hacha.
Te he hecho sufrir.
Pero fuiste tú, la primera, pronunciando su nombre, quien me habías triturado el corazón.
Los médicos temían por lo menos una neumonía congeladuras. No tuvo nada, ni tos, ni fiebre, ni el menor enrojecimiento de la piel.
Cuando recobró el conocimiento, se vio que había aguantado el shock y dominado todas sus emociones. Ya no había sobre su rostro más que la expresión petrificada de una indiferencia total, parecida a la del condenado a perpetuidad, en el momento que entra a su celda de la cual sabe que no saldrá jamás. Ella sabía que le habían dicho la verdad. Quiso sin embargo tener las pruebas. Pidió oír el informe de la Expedición. Pero cuando la enfermera empezó a leer, hizo un gesto con la mano para alejarla y dijo:
— Simon…
Simon no estaba en el cuarto.
Después de su brutal intervención que había estado a punto de terminar tan mal, los reanimadores lo consideraron peligroso, y le prohibieron de ocuparse más de Eléa.