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— Simon… Simon… — repetía ella.

Lo buscaba con la mirada en la pieza, por todos lados. Desde que había abierto los ojos lo había visto siempre cerca suyo y estaba habituada a su cara, a su voz, a las preocupaciones de sus gestos. Y era él quien le había dicho la verdad. En este mundo desconocido, al final de este viaje pavoroso, él era un elemento ya un poco familiar, un apoyo para su mano sobre la ribera.

— Simon…

— Creo que sería mejor ir a buscarlo — dijo Moissov.

Vino, y comenzó a leer. Luego descartó el papel y contó. Cuando llegó al descubrimiento de la pareja en hibernación, ella levantó una mano para que se callara, y dijo:

— Yo soy Eléa, él es Coban. Es el más grande sabio de Gondawa. Sabe todo. Gondawa es nuestro país.

Ella calló un instante, después agregó en una voz muy baja que a la Traductora le costó trabajo oír:

— Hubiese querido morir en Gondawa…

Durante el desmayo de Eléa, Hoover, sin el menor escrúpulo había manipuleado la comida — máquina. Era también de los que la habían visto funcionar sobre la pantalla, ansioso de saber a partir de qué materias primas fabricaba esas diferentes clases de alimentos que, en sólo unos cuartos de hora habían dado a Eléa, medio muerta, la fuerza para precipitarse hacia la tormenta.

Sobre la superficie lisa de la esfera y del cilindro, no había más que una toma posible, un solo punto de mando y de manipulación, el botón blanco de la cima.

Bajo la mirada horrorizada de Leonova, Hoover lo había apretado, dado vuelta a la izquierda, a la derecha, tirado para arriba, dado vuelta para la derecha, para la izquierda… Y lo que esperaba se había producido; el casquete de la media esfera se había levantado con el botón, como una campana para queso, descubriendo el interior de la máquina.

Ésta, colocada sobre una pequeña mesa quirúrgica, entregó sus misterios a los ojos de todos, y con este hecho se volvió aún más misteriosa. Pues todo el interior de la media esfera estaba ocupado por un mecanismo incomprensible, que no se parecía a ningún otro montaje mecánico o electrónico, pero más bien hacía pensar en un boceto en metal del sistema nervioso, y no había lugar en ninguna parte para la menor materia prima, ya fuese en pedazos, en granos, en polvo o en líquido. Hoover levantó la máquina, la sacudió, la miró bajo todos sus ángulos, hizo pasar la luz al través del enmarañamiento inmóvil de sus filetes de oro y de acero, se la pasó a Leonova y a Rochefoux que la miraron a su vez de todas las maneras en que es posible mirar un objeto material, abierto como un despertador sin su caja. No había en ninguna parte rastros de sales minerales, azúcar, pimienta, carne o pescado y ni siquiera sitio para éstos. Visible, lógica, absurda y evidentemente, esta máquina fabricaba los elementos partiendo de la nada… y continuaba fabricándolos…

Hoover, habiendo colocado en su lugar el casquete hemisférico, hizo los mismos gestos que había visto hacer a Eléa, y obtuvo el mismo resultado: el pequeño cajón se abrió, y ofreció las esférulas comestibles. Esta vez eran verde pálido. Hoover titubeó un instante, luego tomó el tenedor de oro, pinchó una esfera, y se la metió en la boca. Esperaba una sorpresa extraordinaria. Quedó decepcionado. No tenía mayormente gusto. No era ni particularmente agradable. Hacía pensar en leche cuajada en la cual hubiesen mojado limaduras de hierro. Le ofreció a Leonova para probar, ella rehusó.

— Haría mejor — le dijo— en darlas a analizar.

Era el buen sentido científico que hablaba por su boca. Envueltas en una hoja de plástico, las esférulas salieron para el laboratorio de análisis.

Hubo un primer resultado, que no dio más que banalidades. Había proteínas, cuerpos grasos, glucosas, toda una gama de sales minerales, vitaminas, y oligoelementos envueltos en moléculas que se parecían a las del almidón.

Luego hubo una rectificación. Un análisis más exhaustivo permitió encontrar unas moléculas enormes casi semejantes a células.

Después vino una segunda rectificación; ¡esas moléculas se reproducían!

Entonces, a partir de la nada, la comida — máquina fabricaba no solamente materia nutritiva, sino materia análoga a la materia viva.

Era increíble, era difícil de admitir.

En cuanto EIéa aceptó de contestar a las preguntas, ellos se atropellaron unos a otros para saber el porqué y el cómo.

— ¿Cómo funciona la comida — máquina?

— ¿Usted lo ha visto?

— ¿Pero en el interior?

— En el interior fabrica el alimento.

— ¿Pero lo fabrica con qué?

— Con el Todo.

— El Todo, ¿Qué es el Todo?

— Usted lo sabe… Es lo que lo ha fabricado a usted también.

— El Todo… el Todo… ¿No hay otro nombre para el Todo?

Eléa pronunció tres palabras.

Voz impersonal de la traductora:

— Las palabras que acaban de ser pronunciadas sobre el canal once no figuran en el vocabulario que me ha sido inyectado. Sin embargo, por analogía, creo poder proponer la traducción aproximativa siguiente: la energía universal. 0 quizá: la esencia universal. 0: la vida universal. Pero esas dos proposiciones me parecen un poco abstractas. La primera es sin duda la más cerca del sentido original. Se precisaría, para ser justo, incluir también las otras dos.

¡La energía!… ¡La máquina fabricaba materia a partir de la energías. Esto era imposible de admitir, ni aun de realizar en el estado actual de los conocimientos científicos y de la técnica. ¿Pero era preciso movilizar una cantidad fabulosa de electricidad para obtener qué? Una partícula invisible, inasequible y que se esfumaba en seguida de aparecer.

Esta especie de medio melón, que tenía aspecto de un juguete de niño un poco ridículo, sacaba, ahora de la nada, con la más perfecta sencillez, la alimentación en tanta cantidad como se le pedía.

Labeau tuvo que calmar la impaciencia de los sabios, cuyas preguntas cabalgaban en el cerebro de la Traductora.

— ¿Conoce el mecanismo de su funcionamiento?

— No, Coban sabe.

— Por lo menos, ¿conoce usted el principio?

— Su funcionamiento está basado sobre la ecuación universal de Zoran…

Ella buscaba con los ojos algo, para mejor explicar lo que quería decir.

Vio a Hoover que tomaba notas sobre las márgenes de un diario. Tendió la mano. Hoover le dio el diario y el bolígrafo. Leonova, rápidamente, reemplazó el diario por un bloc de papel en blanco.

Con la mano izquierda Eléa trató de dibujar, de trazar algo. No lo conseguía. Se exasperaba. Tiró el bolígrafo, pidió a la enfermera:

— Déme su… su…

Imitaba el gesto que le había visto varias veces, de pasarse el lápiz de rouge sobre los labios. Sorprendida, la enfermera se lo dio.

Entonces con un trazo graso, con soltura, Eléa dibujó obre el papel un elemento de espiral, que cortaba una s recta y que contenía dos rasgos breves. Le tendió el papel a Hoover.

— Esta es la ecuación de Zoran. Se lee de dos modos.

Se lee con la, palabras de todo el mundo y se lee en términos de matemáticas universales.

— ¿Puede usted leerla? — preguntó Leonova.

— Puedo leerla en las palabras de todo el mundo.. Se lee así: «Lo que no existe, existe».

— ¿Y de la otra manera?

No lo sé. Coban sabe.

Como ellos habían tomado ese compromiso, los sabios de EPI habían comunicado a todos aquellos que en todas las naciones del mundo eran capaces de saber y comprender, cuanto ellos sabían y esperaban saber. La lengua gonda estaba ya en estudio en numerosas universidades, y la humanidad entera sabía que estaba en la víspera de una conmoción sensacional. Un hombre dormido, y que iba a despertar, explicaría la ecuación de Zoran que permitía extraer del seno de la energía universal, lo necesario para vestir a los que estaban desnudos y alimentar a los que tenían hambre. Se acabarían los conflictos atroces por las materias primas, se acabaría la guerra del petróleo, y las batallas por las llanuras fértiles. El Todo iba a dar todo, gracias a la ecuación de Zoran. Un hombre que dormía iba a despertarse e indicar lo que había que hacer para que la miseria y el hambre y el sufrimiento de los hombres desapareciera para siempre.