Iba a suceder mañana. La sala de operaciones estaba reconstruida, los últimos aparatos acababan de llegar en reemplazo de los que fueron destruidos. El equipo de técnicos se atareaba por ponerlos en su lugar y conectarlos. La segunda operación iba a poder comenzar.
La tormenta se había calmado. El viento soplaba aún, pero a esas latitudes, 150 kms es una brisa amistosa. Era en medio de la noche, el cielo despejado, estaba color azul pizarra. El sol rojo reptaba sobre el horizonte. Enormes estrellas, aguzadas por el viento, tachonaban el cielo.
Dos hombres que habían trabajado hasta tarde en la Esfera, salieron del ascensor. Eran Brivaux y su asistente. Estaban extenuados. Tenían prisa para ir a acostarse y dormir. Habían sido los últimos en subir. Ya no quedaba nadie abajo. Brivaux cerró la puerta del ascensor con llave. Salieron de la construcción de paredes de nieve y se hundieron en el viento, vociferando imprecaciones.
En el edificio vacío y negro, una mancha redonda de luz se encendió. Detrás de la pila de cajones de donde se habían sacado los últimos aparatos llegados, un hombre en cuclillas se enderezó castañeteando los dientes. En su mano la lámpara eléctrica temblaba. Estaba ahí desde hacía más de una hora, acechando la subida de los técnicos, y a pesar de su vestimenta polar, estaba transido de frío hasta los huesos.
Fue al ascensor, sacó de un bolsillo un manojo de llaves y comenzó a probarlas una por una. La cosa no marchaba, temblaba demasiado. Se sacó los guantes y sopló sobre sus dedos entumecidos, se golpeó el torso con los brazos, dio unos saltos in situ. La sangre le volvía a circular. Empezó de nuevo sus ensayos. Por fin dio con la llave. Entró en el ascensor y tocó el botón de bajada.
En la enfermería, Simon miraba dormir a Eléa. No la dejaba más. En cuanto se alejaba, ella lo reclamaba.
A la indiferencia glacial en la cual se había encerrado, se sumaba, cuando él no estaba allí, una ansiedad física de la cual exigía ser inmediatamente liberada.
Él estaba allí, ella podía dormir. La enfermera de guardia dormía bien, sobre una de las camas plegadizas. Desde una lámpara azul, encima de la puerta bajaba una luz muy suave. En esta casi noche apenas luminosa, Simon miraba dormir a Eléa. Sus brazos descansaban, distendidos, sobre la cobija. Había concluido por aceptar ponerse un pijama de franela, muy feo pero confortable. Su respiración era calma y lenta, su rostro grave. Simon se inclinó, acercó sus labios a la afinada mano de dedos largos, casi hasta tocarla, pero no fue más lejos y se enderezó.
Luego se dirigió a la cama desocupada, se acostó, se tapó con una cobija, suspiró de felicidad, y se durmió.
El hombre había entrado en la sala de reanimación. Fue derecho hacia un pequeño placard metálico y lo abrió. Sobre un estante se encontraban legajos. Los hojeó apartando al pasar algunas páginas que fotografió con un. aparato que llevaba al hombro, y puso todo en su sitio. Luego se dirigió hacia el receptor de la TV de vigilancia. Su pantalla mostraba permanentemente el interior del Huevo. La nueva cámara, sensible a los infrarrojos, eliminaba la bruma. Vio claramente al hombre en su bloque helio casi intacto, y el zócalo que había sostenido a Eléa. El costado del zócalo estaba siempre abierto, y sobre los estantes reposaban todavía algunos objetos que Eléa no había reclamado.
El hombre accionó los botones de telemando de la cámara. Obtuvo el zócalo abierto en primer plano, accionó la palanca de ascenso, y reconoció por fin, en primer plano, lo que buscaba: el arma.
Sonrió de satisfacción, y se dispuso a bajar dentro del Huevo. Sabía que reinaba allí un frío peligroso. No había podido procurarse una escafandra de astronauta; tendría que proceder muy rápidamente. Salió de la sala de operaciones. Alrededor suyo, el interior de la Esfera, débilmente iluminado por algunas lamparitas eléctricas, se parecía al esqueleto de un pájaro gigante surrealista, medio sumergido en la noche del inconsciente. Para ahuyentar el maleficio del silencio total, el hombre, voluntariamente, tosió, El ruido de su tos llenó la Esfera como un fogonazo, se desgarró en los festones de las vigas y de los arbotantes, dio contra el cascarón y volvió hacia él en millares de trozos de ruidos quebrados, agudos, agresivos.
Hundió bruscamente el gorro sobre sus orejas, se envolvió el cuello en una bufanda gruesa, se puso los guantes forrados mientras bajaba por la escalera de oro.
Un dispositivo eléctrico permitía soliviar la puerta del Huevo. Apretó el botón. La puerta se levantó como una caparazón. Él se deslizó al interior. La puerta ya se cerraba detrás suyo.
Fue sorprendido por la bruma que la cámara infrarroja no le había mostrado. Estaba coloreada de un azul irreal, por la luz que subía del motormóvil, a través del suelo trasparente y la capa de nieve pulverizada y azul. Linterna en mano, precedido por un círculo de luz blanca opaca, bajó con precaución la escalera. Sintió, a medida que bajaba, un frío atroz congelarle los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el vientre, el pecho, la garganta, el cráneo…
Había que proceder rápido, rápido. Su pie derecho alcanzó el suelo bajo la nieve. Después el otro. Dio un paso hacia la izquierda e inspiró por la primera vez. Sus pulmones se congelaron en un bloque, trasformado en piedra. Quiso gritar, abrió la boca. Su lengua se heló, sus dientes estallaron. El interior de sus ojos se dilató y se volvió sólido, empujando los iris hacia afuera como hongos. Aún tuvo tiempo, antes de morir, de sentir la garra del frío triturarle los testículos y congelarle el cerebro. Su linterna se apagó. Todo se volvió silencio. Él cayó hacia adelante, en la nieve azul. Tocando el suelo, su nariz se quebró. El polvo de nieve, un instante levantado en una ligera nube luminosa, volvió a caer, y lo cubrió.
Por la mañana, el cameraman que se marchaba bostezando al receptor de la Sala de Operaciones, se asombró de encontrar sobre la pantalla, en vez del plano general del Huevo, un primer plano del arma.
— ¡Hay un hijo de puta que descompuso mi aparato! — dijo—. ¡Son otra vez esos electricistas! ¡Les voy a plantar unas frescas cuando bajen, los cabrones!
Mientras protestaba manipuleaba los comandos para volver la imagen al plano general. Es así como vio entrar por la parte inferior de la pantalla, una mano enguantada que salía de la nieve con los dedos separados.
Cuando los hombres con cascos, revestidos de la escafandra espacial, sacaron el cadáver fuera de su mortaja blanca de nieve fina, a pesar de sus precauciones, su brazo derecho levantado con la mano abierta como una señal, se rompió. Con la vestimenta que lo envolvía, cayó como una rama seca, y aún se rompió en cuatro pedazos.
— Lamento mucho — dijo Rochefoux a los periodistas y fotógrafos reunidos en la Sala de Conferencias— de tener que participarles la muerte trágica de vuestro camarada Juan Fernández, fotógrafo de La Nación, de Buenos Aires.
— Se ha introducido clandestinamente dentro del Huevo, sin duda para tomar fotografías de Coban, y el frío lo ha muerto antes de que haya tenido tiempo de dar tres pasos. Es una muerte atroz. No me cansaré de recomendarles que sean prudentes. No le ocultamos nada. Nuestro mayor deseo es, al contrario, que sepan todo y que lo difundan por todos lados. Les ruego no tomen más semejantes iniciativas, que no solamente son muy peligrosas para ustedes, sino que comprometen gravemente el éxito de las operaciones delicadas cuyo resultado puede trasformar enteramente la suerte de la humanidad.