Pero un telegrama de La Nación trasmitido por Trio hizo saber que ese diario ignoraba todo de Juan Fernández, y que nunca había integrado su personal.
Entonces recordaron el testimonio del cameraman, que había visto en primer plano el arma. Se registró el cuarto de Fernández. Encontraron tres aparatos de fotografía, uno americano, uno checo y otro japonés; una emisora de radio alemana, un revólver italiano.
Los responsables de EPI y los reanimadores se reunieron lejos de la curiosidad de los periodistas. Estaban consternados.
— Es uno de esos cretinos de los servidos secretos dijo Moissov—. ¿De qué servicio secreto? No lo sé, ustedes tampoco. Sin duda nunca lo sabremos. Tienen en común la estupidez y la ineficacia. Gastan una ingeniosidad prodigiosa para resultados que no superan el volumen de la caca de una mosca. La única cosa que logran es la catástrofe. Tenemos que protegemos de esos roñosos.
— Son mierda — dijo Hoover en francés.
— No es la misma palabra en ruso — dijo Moissov—, pero es la misma materia. Desgraciadamente, voy a verme obligado a usar palabras menos expresivas, y más vagas, y que no me gustan mucho porque son muy pretenciosas. Pero hay que hablar con las palabras que se tienen…
— Vaya, vaya no más — dijo Hoover—, no tantas historias. Este pequeño macabeo nos enmierda a todos de la misma manera…
— Soy médico — continuó Moissov—. Ustedes, ustedes son… ustedes son qué…
— La química y la electrónica… ¿cómo puede esto jodemos? Hay de todo acá.
— Sí — contestó Moissov—. Sin embargo, somos todos iguales… Tenemos una cosa en común que es más fuerte que nuestras diferencias: es la necesidad de conocer. Los literatos llaman eso el amor a la ciencia. Yo lo llamo curiosidad. Cuando está acompañada por la inteligencia, es la mayor virtud del hombre. Pertenecemos a todas las disciplinas científicas, a todas las naciones, a todas las ideologías. A ustedes no les gusta que yo sea un ruso comunista. A mí no me gusta que ustedes sean pequeños capitalistas, imperialistas lamentables y estúpidos, adheridos a la goma de un pasado social en vías de podrirse. Pero yo sé, y ustedes saben que todo eso está superado por la curiosidad. Ustedes y yo queremos saber. Queremos conocer el Universo con todos sus secretos, los más grandes y los más pequeños. Y ya sabemos por lo menos una cosa, es que el hombre es maravilloso, que los hombres son dignos de lástima y que cada uno por nuestro lado, en nuestro trozo de conocimientos y nuestro nacionalismo miserable, sólo es para la humanidad para quien trabajamos. Lo que hay por conocer aquí es fantástico. Y lo que podemos sacar para el bien de la humanidad es inimaginable. Pero si dejamos intervenir nuestras naciones, con su idiotez secular, sus generales, sus ministros y sus espías, ¡todo estará jodido!
— Se — dijo Hoover— que sigue los cursos marxistas de la tarde… Siempre tienen un discurso a mano. Pero, por cierto, usted tiene razón. Es mi hermano, Tú eres mi hermanita — dijo pegándole una palmada sobre las nalgas a Leonova.
— Usted es un chancho gordo, innoble — contestó ella.
— Permitan a Europa — dijo Rochefoux sonriendo, hacer oír su voz. Tenemos oro. El que hemos recortado perforando el cascarón de la Esfera. Cerca de 20 toneladas. Con eso podemos comprar armas y mercenarios.
Shanga, el africano, se levantó enérgicamente.
— ¡Estoy en contra de los mercenarios! — dijo.
— Yo también — agregó el alemán Henckel—. No por las mismas razones. Pienso solamente que están minados por cochinos espías. Nosotros debemos organizar nuestra policía y nuestra defensa. Quiero decir la defensa de lo que se encuentra en la Esfera. El arma y, sobre todo, Coban. Mientras esté en estado de congelamiento no corre peligro alguno. Pero las operaciones de reanimación van a comenzar. La tentación será grande de secuestrarlo antes de que hayamos podido comunicar sus conocimientos a todos. No hay una nación que no haga lo imposible por asegurarse la exclusividad de lo que contenga esa cabeza. Los Estados Unidos, por ejemplo…
— Por cierto, por cierto — dijo Hoover. — La U.R.S.S…
Leonova saltó:
— ¡La U.R.S.S.! ¡Siempre la U.R.S.S.! ¡China también! ¡Alemania! ¡Inglaterra! ¡Francia!…
— ¡Ah, eso! — dijo Rochefoux, sonriendo—. Hasta Suiza.
— Metralletas, revólveres, minas — expresó Lukos—, yo puedo encontrar.
— Yo también — asintió Henckel.
Salieron ese mismo día para Europa. Les acoplaron a Shanga y Garret, el asistente de Hoover. Se convino que no se separarían jamás, Así la lealtad de cada uno de ellos — de la cual cada nadie dudaba— estaría garantizada por la presencia de los otros.
Con algunos revólveres y fusiles de caza que se encontraban ya en la base, se organizó un turno de guardia de día y de noche cerca del ascensor y el cuarto de Eléa. Dos hombres, técnicos o sabios, montaban guardia a la vez. Un «occidental» y un «oriental». Estas medidas fueron decididas por unanimidad, sin discusión. Dada la enormidad de lo que estaba en juego, nadie, a pesar de no dudar del otro, osaba tenerle confianza a nadie, ni aun a sí mismo.
El huevo.
Dos reflectores iluminan la bruma.
La manga de aire está dirigida al bloque de Coban. Aquél se ahueca, se deforma, se absorbe, desaparece como un halo que se borra.
En la sala de trabajo, los reanimadores atraviesan uno por uno la cámara de esterilización, se ponen su guardapolvo y guantes asépticos, atan sus botas de género de algodón.
Simon no está con ellos. Está junto a Eléa, en la Sala de Conferencias. Sentado solo con ella sobre el podio. Delante suyo, sobre la mesa, el revólver que le han confiado. Su mirada vigila sin cesar a los asistentes. Está pronto a defender a Eléa contra cualquiera.
Delante de ella están expuestos diversos objetos del zócalo, que ella ha pedido. Está calma, inmóvil. Los bucles de sus cabellos castaños con reflejos de oro, son como un mar apacible. Se ha puesto la «ropa» encontrada en el zócalo. Ha colocado sobre sus caderas cuatro rectángulos doradillos de este material sedoso que se parece a un género fino, fluido, pero que tiene caída. Le llegan hasta las rodilla y cuando camina, descubren la piel y la recubren, como alas, como el agua movediza bajo el sol. Ha enrollado alrededor de su busto una banda larga del mismo color, que moldea su talle y sus hombros y deja adivinar bajo el género los senos libres como pájaros.
Todo esto se sujeta por un nudo, una hebilla, una pasada por arriba y por debajo, por un milagro. Es a la vez muy complicado y simple, y tan natural que se podría pensar que Eléa hubo nacido con ella, y que todos y todas los que la han visto entrar y sentarse, tienen la horrible impresión de estar vestidos con bolsas de harina.
Ella ha accedido a contestar a todas las preguntas. Es la primera de las sesiones de trabajo destinadas a informar a los hombres de hoy sobre los hombres de anteayer.
El rostro de Eléa es helado, sus ojos parecen puertas abiertas sobre la noche. Calla. Su silencio se ha extendido a toda la concurrencia y se prolonga.
Hoover carraspeo ruidosamente..
— Brrreuff — dice—. Y bueno, ¿si comenzáramos?… Lo mejor sería empezar por el comienzo… Si usted nos dijera primero quién es, su edad, su oficio, su situación de familia, etc… En pocas palabras…
Mil metros más abajo, el hombre desnudo ha perdido su caparazón trasparente y alcanzado una temperatura que permite que se le transporte. En la bruma brillante, cuatro hombres embutidos en rojo, botas, cascos esféricos en plástico, lentamente se acercan a él y se colocan de ambos lados del zócalo.
En la puerta del Huevo, dos hombres vigilan metralleta en mano. Los cuatro hombres en la bruma se agachan, deslizan bajo el hombre desnudo sus manos enguantadas de piel, de cuero y de amianto, y esperan.