Delante de la pantalla del puesto en la sala de trabajo, Forster, atento, mira la imagen de ellos. Están listos. Él manda.
— Be careful Softly… One, two, three… Up.
En cuatro idiomas diferentes, la orden llega al mismo tiempo a los hombres, que se enderezan lentamente.
Un resplandor azul, fulgurante, mil veces más potente que la luz de los reflectores, estalla bajo sus pies, les quema los ojos, llena el Huevo como una explosión, se escapa por la puerta abierta, invade la Esfera, sube dentro del Pozo como si fuera un géiser… Luego se apaga.
No había ningún ruido. No era más que una luz. Sobre el suelo del Huevo, la nieve ya no era azul. El motor que desde la eternidad fabricaba el frío para mantener intactos los dos seres vivos que le habían sido confiados, en el mismo segundo que le han quitado su razón de ser, se ha detenido, se ha desintegrado.
— Yo soy Eléa — dijo Eléa—. Mi número es 3–19–07–91. Y he aquí mi llave… Muestra su mano derecha, los dedos replegados, el mayor separado y curvado, para hacer resaltar el chatón de su anillo, en forma de pira. mide truncada. Parece titubear, luego pregunta:
— ¿Usted no tiene llave?
— ¡Claro que si!… — contesta Simon—. Pero me temo que no sea la misma cosa…
Saca de su bolsillo un manojo, lo sacude y lo coloca frente a Eléa. Ella lo mira sin tocarlo, con una especie de inquietud mezclada de incomprensión, luego hace un gesto que, a los ojos de todos significa «al fin y al cabo qué me importa» y prosigue:
— Nací en el refugio de la Quinta Profundidad, dos años después de la tercera guerra.
— ¿Qué? Dijo Leonova.
— ¿Qué guerra?
— ¿Entre quién y quién?
— ¿Dónde estaba su país?
— ¿Quién era el enemigo?
Las preguntas estallan de todos los puntos de la sala.
Simon se yergue, furioso. Eléa se pone las manos sobre las orejas, hace una mueca de dolor, y se arranca el audífono.
— ¡Perfecto! ¡Está muy bien! ¡Lo habéis logrado! — dice Simon.
Le tiende la mano abierta a Eléa, quien posa en ella el audífono. Le hace señas a Leonova:
— Venga — le dice.
Leonova sube sobre el podio. Toma un gran globo terrestre posado sobre el piso y lo coloca sobre la mesa.
— Saben bien que Eléa no sabe manipulear el aislador — les dice Simon a los sabios.
— ¡Ella recibe todas sus preguntas a la vez! ¡Ustedes no saben! ¡Lo habíamos previsto! Si no pueden respetar un poco la disciplina, estaré obligado, como médico responsable, de prohibir estas sesiones!… Les pido que dejen a la señora Leonova hablar por todos ustedes, y hacer la primeras preguntas. Luego otro tomará su lugar, y así sucesivamente. ¿De acuerdo?
— Tienes razón, muchacho — dijo Hoover—. Anda, anda, que hable por nosotros la querida paloma…
Simon se volvió hacia Eléa, en su mano abierta, le tiende el audífono. Eléa se queda un instante inmóvil, luego toma el audífono y lo desliza dentro de la oreja.
El hombre está tendido sobre la mesa de operaciones. se halla aún desnudo. Los médicos, los técnicos con máscaras se afanan en torno suyo y, fijan sobre él electrodos, brazaletes, brazales, canilleras, todos los contactos que lo conectan con los apara tos. Almohadones son colocados bajo el brazo derecho a medio levantar, todavía rígido como hierro, y en cuya mano el dedo mayor lleva el mismo anillo que Eléa. Van Houcke, con precauciones de niñera, envuelve en paquetes de algodón el precioso sexo erguido oblicuamente. A pesar de sus precauciones, ha roto una mecha de pelo crespo. Dice imprecaciones en holandés. La Traductora chilla.
— No importa — expresa Zabrec—, eso, eso volverá a crecer. Mientras que el resto…
— ¡Miren! — hace notar de repente Moissov. Muestra un punto sobre la pared abdominal.
— ¡Y ahí!…
El pecho…
— ¡Y ahí!
El bíceps izquierdo…
— ¡Mierda! — dice Labeau.
Eléa mira el globo terráqueo, y lo hace girar, perpleja. Se diría que no lo reconoce. Sin duda las convenciones geográficas de su tiempo no eran las mismas que las nuestras. Quizá no comprenda lo que representan los océanos azules, en los mapas de su época, figuraban por ejemplo en rojo o blanco… Puede ser que el norte estuviera abajo en vez de arriba, o a la izquierda o, a la derecha?
Eléa vacila, reflexiona, tiende el brazo, hace girar el globo, y sobre su cara se adivina que por fin lo reconoce, y que ella también ve la diferencia…
Toma el globo por el pie y lo hace oscilar.
— Así — dice—. Era así…
A pesar de sus promesas, los sabios no pueden retener exclamaciones ahogadas. Lanson ha dirigido el enfoque de una cámara hacia el globo, y su imagen se inscribe ahora sobre la pantalla grande. El globo desequilibrado por Eléa tiene siempre su norte arriba y su sur abajo, pero están desplazados en aproximadamente 40 grados.
Olofsen, el geógrafo danés, impreca. Siempre había sostenido la teoría tan controvertida de un basculamiento del globo terrestre. Había traído pruebas múltiples que le habían sido refutadas una por una. Él lo ubicaba en épocas remotas en la historia — de la Tierra, y lo suponía menos importante. Pero estos no son sino detalles.
— ¡Tiene razón! No hacen falta más pruebas discutibles: ¡He aquí un testigo!
El dedo de Eléa se posó sobre el Continente Antártico y su voz dijo:
— Gondawa…
Sobre el globo que Leonova sostiene en la posición que Eléa le ha dado, Gondawa ocupa un lugar a medio camino entre el Polo y el Ecuador, en plena zona templada caliente, casi tropical. Eso es lo que explica esa flora exuberante, esos pájaros de fuego encontrados en el hielo. Un cataclismo brutal ha hecho girar la tierra sobre un eje ecuatorial, trastornando los climas en pocas horas, quizá en pocos minutos, quemando lo que era frío, helando lo que era caliente, y sumergiendo los continentes bajo las aguas de enormes océanos arrancados a su inercia.
— Enisorai… Enisorai… — dijo Eléa.
Busca en el globo algo que no encuentra…
— Enisorai… Enisorai…
Hace girar el globo entre las manos de Leonova. La imagen grande del globo gira, proyectada sobre la pantalla.
— Enisorai, es el Enemigo….
Toda la sala mira la pantalla grande girar la imagen donde Eléa busca y no encuentra.
— Enisorai… Enisorai… ¡Ah!
La imagen se detiene. Las dos Américas ocupan la pantalla. Pero el vuelco del globo terráqueo las ha colocado en una extraña posición. Se han inclinado, la del norte hacia abajo, la del sur hacia arriba.
— ¡Ahí! — dice Eléa… — Ahí falta…
Su mano aparece en la imagen sosteniendo un trazador que Simon le ha dado. El fieltro del trazador se posa en la extremidad del Canadá, pasa por Terra — Nova, dejando tras suyo un largo trazo rojo que avanza hasta el medio del Atlántico y va a unirse, mediante una línea quebrada, a la América del Sur en la punta más avanzada del Brasil. Luego Eléa cubre de plumeado rojo todo el espacio comprendido entre su trazo y las costas. Llenando el inmenso golfo que separa las dos Américas, hace de éstas últimas un solo continente macizo cuyo vientre llena la mitad del Atlántico Norte. Deja caer el trazador, posa la mano sobre la gran América que acaba de crear, y dice:
— Enisorai…
Leonova ha posado el globo sobre la mesa. Un murmullo de excitación remueve nuevamente la sala. ¿Cómo es posible que una brecha semejante haya podido abrirse en ese continente? ¿Es el mismo cataclismo que ha provocado el hundimiento de Enisorai central y el vuelco de la Tierra?
A todas esas preguntas, Eléa contesta:
— No lo sé, Coban sabe… Coban temía… Es por que hizo construir el Refugio donde ustedes nos encontrado…