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— Coban temía ¿qué?

— No sé… Coban sabe… Pero yo puedo mostrarles… extiende la mano hacia los objetos colocados delante suyo. Elige un círculo de oro, lo toma con las dos manos, lo levanta por encima de la cabeza y se lo calza. Aplica dos pequeñas plaquetas a sus sienes. Otra recubre su frente sobre los ojos. Toma un segundo círculo,

— Simon… — dice.

El se vuelve hacia ella. Eléa le coloca sobre la cabeza el segundo círculo, y con un movimiento del pulgar, baja la plaqueta frontal, que viene a cubrir los ojos del joven médico.

— Calma… — dice ella.

Apoya sus codos sobre la mesa, y coloca su cabeza entre las manos. La plaqueta frontal suya ha quedado levantada. Baja lentamente los párpados sobre sus ojos azulnoche.

Todas las miradas, todas las cámaras están enfocando a EIéa y Simon sentados uno junto al otro, ella acodada sobre su mesa, él erguido en su silla la espalda apoyada en el respaldo, los ojos tapados con la plaqueta de oro.

El silencio es tal que se oiría caer un copo de nieve.

Y de repente Simon tiene un sobresalto. Se le ve llevar las manos abiertas delante suyo, como para asegurarse de la realidad de alguna cosa. Se endereza lentamente, cuchichea algunas palabras que la Traductora repite también cuchicheando:

— Yo veo!… ¡Yo entiendo!…

Grita:

— ¡Veo! ¡Es el Apocalipsis! Una llanura inmensa quemada viva… vitrificada… ¡Ejércitos caen del cielo! Armas que vomitan muerte destruyen a éstos… ¡Caen más todavía!… ¡Como nubes de langostas! ¡Escarban la tierras! ¡Se hunden!… ¡La planicie se agrieta. Se parte en dos… de una punta a otra del horizonte!

¡El suelo se levanta y vuelve a caerá!… ¡Los ejércitos están destrozados! ¡Algo sale de la tierra… al… al… algo inmenso! ¡Una máquina… una máquina monstruosa, una planicie de vidrio y acero se separa de la tierra, se levanta, vuela, se desarrolla se dilata llena el cielo!… ¡Ah!… ¡Un rostro, un rostro me tapa el cielo!…

— ¡Está muy cerca de mí! ¡Se inclina sobre mí, me mira! Es una cara de hombre. Sus ojos están llenos de desesperación…

— ¡Paikan! — gime Eléa.

Su cabeza se desliza entre sus manos, su torso se tumba sobre la mesa. La visión desaparece en el cerebro de Simon.

Coban sabe.

Sabe lo mejor y lo peor.

Sabe qué es esta monstruosa máquina de guerra que llenaba el cielo.

Sabe cómo sacar de la nada todo lo que les falta a los hombres.

Coban sabe. ¿Pero podrá decir lo que sabe?

Los médicos han encontrado lesiones sobre casi toda la superficie de su torso y de sus brazos, muchos menos en Ia parte inferior del cuerpo. Han creído estar en presencia de congelamiento, el hombre habiendo soportado menos bien que la mujer el enfriamiento. Pero cuando le han sacado la máscara, han descubierto una cabeza trágica de la cual el cabello, las pestañas y las cejas habían sido quemados a ras de la piel. Por consiguiente, no eran rastros de congelamiento los que cubrían su epidermis y su cara, sino quemaduras. 0 quizás las dos cosas.

Le han preguntado a Eléa si ella sabía como había sido quemado. No lo sabía. Cuando se durmió, Coban estaba cerca de ella, en buena salud e intacto…

Los médicos lo han envuelto de pies a cabeza con apósitos antinecrosantes, que deben impedir a la piel destruirse cuando recupere su temperatura normal, y ayudarla a reconstruirse.

Coban sabe. Aún no es sino una momia fría envuelta en bandeletas amarillas. Dos tubos flexibles, trasparentes, deslizados dentro de las aletas de la nariz, salen de los apósitos. Hilos de todos los colores surgen de espiras amarillas a lo largo de su cuerpo y lo conectan con Ios instrumentos. Lentamente, lentamente, los médicos continúan calentándolo.

La guarda del ascensor ha sido revestida con un dispositivo de trampa, en la escotilla de entrada de la Esfera. Lukos ha dispuesto allí dos minas electrónicas que ha traído de su misión y que ha perfeccionado. Nadie se puede acercar sin hacerlas estallar. Para entrar en la Esfera, hay que llegar a la parte inferior del Pozo, y presentarse a los hombres que están de guardia a la salida del ascensor. Ellos telefonean al interior, donde tres médicos y varios enfermeros y técnicos velan permanentemente sobre Coban. Uno de ellos baja un interruptor. La luz roja que guiña para señalar la trampa se apaga, las minas se vuelven inertes como plomo. Ya se puede bajar dentro de la Esfera.

— Coban sabe… ¿Piensa usted que este hombre representa un peligro para la humanidad, o piensa al contrario que le va a dar la posibilidad de hacer de la Tierra un nuevo Edén?

— Yo, el Edén, bueno… ¡uno no ha estado allí! ¡No se sabe si era tan formidables!…

— ¿Y usted, señor?

— Yo, ese tipo, usted sabe, es difícil de prever…

— ¿Y usted señora?

— ¡Yo lo encuentro apasionante! Este hombre y esta mujer que vienen de tan lejos y que se aman.

— ¿Usted cree que se aman?

— ¡Por supuesto!… ¡Ella repite todo el tiempo su nombre!… ¡Paikan! ¡Paikan!…

— Creo que hace algunas pequeñas confusiones, pero en todo caso, tiene razón, ¡es muy apasionante todo eso!…

— Y usted señor, ¿encuentra también que esto es apasionante?

— Yo no puedo decir nada, señor, soy extranjero…

Él señor y la señora Vignont, su hijo y su hija comen papas fritas con dulce en la mesa en forma de media luna delante de la pantalla. Es una receta de la cocina nutritiva.

— Es estúpido, hacer preguntas semejantes — dice la madre—. A pesar de que si se piensa…

— Ese tipo — dice la hija—, yo lo mandaba de vuelta al frigorífico. Nos las arreglamos bien sin él…

— ¡Y sin embargo!… — contesta la madre—. No se puede hacer eso.

Su voz es un poco ronca. Piensa en cierto detalle. Y su marido ya no es tan… Recuerdos le conmueven las entrañas. Una gran angustia le trae lágrimas a los ojos. Se suena la nariz.

— Me parece que me he vuelto a agarrar la gripe, creo… La hija está en paz por ese lado. Tiene los amigotes de la Academia de Artes Decorativos que están quizá menos provistos que ese tipo, pero en cierto detalle casi valen tanto como él. En fin, no completamente… Pero ellos no están congelados…

— No se le puede volver a meter en la heladera — dice el padre—, después de tanto dinero como se ha gastado. Eso representa una inversión.

— Por mí, puede reventar — gruñe el hijo.

No dice lo mismo cuando piensa en Eléa desnuda sueña de noche, y cuando no duerme, es peor.

Eléa aceptó con indiferencia, que los sabios examinaran los dos círculos de oro. Brivaux había tratado de encontrarles un circuito, conexiones o alguna cosa. Nada.

Los dos círculos con sus plaquetas temporales fijas y la sin frontal movible estaban hechas de un metal macizo, ninguna especie de aparejo interior o exterior.

— No hay que engañarse — dijo Brivaux—, es electrónica molecular— ¡Este chirimbolo es tan complicado como una emisora y un receptor de TV reunidos, y tan simple como una aguja de tejer! Todo está en las moléculas ¡Es formidable! ¿Cómo creo yo que funciona? Así: cuando te pones el círculo alrededor de la cabeza éste recibe las ondas cerebrales de tu encéfalo. Las trasforma en ondas electromagnéticas, que emite, yo me pongo el otro chisme. La plaqueta bajada, funciona en sentido inverso. Recibe las ondas electromagnéticas que tú me has enviado, las trasforma en ondas cerebrales, y me las inyecta en el cerebro…

— ¿Me entiendes? A mi parecer, debería ser posible conectar esto sobre la TV…

— ¿Qué?

— No soy brujo… Pescar las ondas en el momento que son electromagnéticas, ampliarlas, inyectarlas en un receptor de TV. Eso daría seguramente algo. ¿Qué? Puede ser que una papilla… Puede ser que una sorpresa… Vamos a probar. Es posible o no lo es. De todas maneras, no es difícil. Brivaux y su equipo trabajaron apenas un medio día.