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Luego su asistente, se colocó el casco emisor. Resultó a medio camino entre la sorpresa y la papilla. Imágenes, sin continuación ni cohesión, a veces sin formas precisas, una construcción mental tan inestable como la arena seca en las manos de un niño.

— No hay que tratar de «pensar» — dijo Eléa—. Pensar es muy difícil. Los pensamientos se hacen y se deshacen. ¿Quién los hace, quién los deshace? No el que piensa. Hay que acordarse. Memoria. La memoria solamente. El cerebro registra todo, aun si los sentidos no prestan atención. Hay que acordarse. Evocar una imagen precisa en un instante preciso. Y después dejar hacer, el resto sigue…

— ¡Vamos a comprobarlo dijo Brivaux—. ¡Pon eso sobre tu cabecita! — le explicó a Oidle, la secretaria de la oficina técnica que estenografiaba las peripecias de los ensayos—. Cierra los ojos y acuérdate de tu primer beso.

— ¡Oh, señor Brivaux!

— ¿Y qué? ¡No te hagas la beba!

Ella tenía cuarenta y cinco años y se parecía a un guardia inmóvil en vísperas de su jubilación. La habían elegido entre otras porque había hecho viajes a pie y era todavía jefa de exploradores. No le tenía miedo al mal tiempo.

— ¿Ahora, ya está?

— Si señor Brivaux

— ¡Vamos! ¡Cierra los ojos! ¡Acuérdate!

Hubo sobre la pantalla móvil una explosión roja.

Luego nada.

— ¡Cortocircuito! — dijo Goncelin.

— Demasiada emoción — opinó Eléa—. Hay que traer la imagen, pero olvidarse… Prueben de nuevo. Probaron. Y tuvieron éxito.

Para la segunda sesión de trabajo, además de Leonova y Hoover, Brivaux y su asistente se había instalado al lado de Eléa y Simon.

Brivaux estaba sentado junto a Eléa. Manipulaba un montaje complicado, no más grande que un cubo de margarina y que coronaba un ramillete de antenas más altas que un dedo meñique, y tan complejas como las antenas de los insectos. El montaje estaba conectado a un pupitre de control delante de Goncelin. Un cable salía del pupitre hacia la cabina de Lanson.

— La tercera guerra ha durado una hora — dijo Eléa—. Después Enisorai tuvo miedo. Nosotros también sin duda.

— Paramos. Hubieron 800 millones de muertos, la población era menos numerosa en Enisorai. La población de Gondawa y estaba bien protegida en los refugios. Pero en la superficie de nuestro continente no quedaba nada, y los sobrevivientes no podían volver a subir a causa de las radiaciones mortales.

— ¿Radiaciones? ¿Qué armas habían utilizado?

— Bombas terrestres.

— ¿Conoce usted su funcionamiento?

— No, Coban sabe.

— ¿Conoce su principio?

— Se fabricaban con un metal sacado de la tierra y que quemaba, destrozaba y envenenaba aun por mucho tiempo después de la explosión.

Voz impersonal de la traductora:

— «He traducido exactamente las palabras gonda, y ello da bien las palabras «bomba terrestre». Sin embargo, en adelante, reemplazaré este término por su equivalente «bomba atómica».

— Nací — dijo Eléa—, en la Quinta Profundidad. Subí a la superficie por la primera vez cuando tenía 7 años, al día siguiente de mi Designación. No podía subir hasta tanto no tuviera mi llave.

Hoover:

— ¿Pero en fin, qué es esta bendita llave? ¿Para qué le sirve?

voz impersonal de la traductora:

— No puedo traducir «bendita llave». La palabra «Bendita» tomada en este sentido especial no tiene equivalente en el vocabulario que me ha sido inyectado.

— Esta máquina es un verdadero vigilante — dijo Hoover.

La mano derecha de Eléa descansaba sobre la mesa, los dedos extendidos. Lanson dirigió la cámara 2 sobre la mano, con el «zoom» sacado a fondo, agrandando aún más la imagen del pupitre. La pequeña pirámide apareció sobre la pantalla grande, y la colmó. Era de oro, y en esta escala, se podía observar que su superficie era estriada y estaba recortada con surcos minúsculos y con hendiduras de formas irregulares y a veces extrañas.

— La llave es la clave de todo — dijo Eléa—. Está instituida cuando cada uno nace. Todas las llaves tienen la misma forma, pero son también tan diferentes como los individuos. La distribución interior de sus…

Voz impersonal de la traductora:

— La última palabra pronunciada no figura en el vocabulario que me ha sido inyectado. Pero encuentro en ella la misma consonante que…

— ¡Déjenos de joder! — dijo Hoover—. Diga lo que usted sabe, y para lo demás no nos haga más…

Él calló antes de decir la palabrota que le venía a los labios, y terminó más tranquilamente:

— ¡No nos haga transpirar más!

— Soy una traductora — contestó la Traductora—, no soy una Pitonisa.

Toda la sala rió a carcajadas. Hoover sonrió y se volvió hacia Lukos.

— Lo felicito, su hija tiene gracia, pero es un poco plantadora de frescas, ¿no?

— Es meticulosa, es su deber…

Eléa escuchaba sin tratar de comprender esas bromas de salvajes que jugaban con las palabras como los chicos con las piedritas de las playas subterráneas.

Que rieran, que lloraran, que se enojaran, todo eso le era igual. Le era indiferente también continuar hablando cuando se lo pedían. Explicó que la llave llevaba inscripto en su sustancia, todo el bagaje hereditario del individuo y sus características físicas y mentales: Era enviada al ordenador central que la clasificaba, y la modificaba cada seis meses, después de un nuevo examen del niño. A los siete años, el individuo era definitivo, la llave también. Entonces tenía lugar la Designación.

— La Designación, ¿qué es? — preguntó Leonova.

— El ordenador central posee todas las llaves, de todos los seres vivientes de Gondawa, y también de los muertos que han hecho a los vivos. Las que llevamos con nosotros no son sino copias. Todos los días, el ordenador compara entre ellas las llaves de siete años. Conoce todo de todos. Sabe lo que soy yo, y también lo que voy a ser. Encuentra entre los muchachos los que son y que serán, lo que conviene, lo que me hace falta, lo que necesito y lo que deseo.

Y entre esos varones encuentra aquel para quien yo soy y seré lo que le conviene, lo que le hace falta, lo que necesita y lo que desea. Entonces nos señala el uno al otro.

— El muchacho y yo, yo y el muchacho somos como una piedra que ha sido dividida en dos partes, y esparcida entre todas las piedras partidas del mundo. El ordenador ha vuelto a encontrar las dos mitades y las junta.

— Es racional — dice Leonova.

— Pequeño comentario de la pequeña hormiga — dijo Hoover.

— ¡Déjela seguir, pues! ¿Qué hacen con esos dos chicos?

Eléa indiferente, comenzó a hablar de nuevo, sin mirar a nadie.

— Los educan juntos. En la familia del uno y luego la del otro, después en una, después en la otra. Adquieren juntos los mismos gustos, las mismas costumbres. Aprenden juntos a tener las mismas alegrías. Conocen juntos como es el mundo, como es la mujer, como es el varón. Cuando viene el momento en que florecen los sexos, ellos los unen, y la piedra juntada se suelda y no hace más que uno.

— ¡Soberbio! — dijo Hoover—. ¿Y eso tiene éxito siempre? ¿Vuestro ordenador no se equivoca nunca?

— El ordenador no puede equivocarse. A veces un chico o una chica cambian, o se desarrollan de manera imprevista. Entonces los dos pedazos ya no son mitades, y caen aparte.

— ¿Ellos se separan?

— Sí.

— ¿Y todos los que se quedan juntos son felices?

— Todo el mundo no es capaz de ser feliz. Hay parejas que simplemente no son desgraciadas. Las hay que son felices, y otras muy felices. Y hay algunas cuya Designación es un éxito absoluto, y su unión parece haber comenzado en el principio de la vida del mundo. Para esas, la palabra felicidad no basta.