— Son…
La voz impersonal de la Traductora declaró en todas las lenguas que conocía:
— No hay una palabra en su lengua para traducir la que acaba de ser pronunciada.
— Usted misma — preguntó Hoover—, era no— desgraciada, feliz, muy feliz o bien…
La voz de Eléa se heló, se hizo dura como un metal.
— Yo no era — dijo—, nosotros éramos…
Los detectores sumergidos a la altura de las costas de Alaska anunciaron al Estado Mayor americano que veintitrés submarinos atómicos de la flota polar rusa habían atravesado el estrecho de Behring, dirigiéndose al sur.
No hubo reacción americana.
Las redes de observación informaron al Estado Mayor ruso que la séptima flota americana de satélites estratégicos modificaba su órbita de espera y la inclinaba hacia el sur.
No hubo reacción rusa.
El portaaviones submarino europeo Neptuno I, en crucero a lo largo de las costas de Africa occidental, se sumergió y puso proa al sur.
Las ondas chinas se pusieron a aullar, revelando a la opinión mundial esas maniobras que todo el mundo aún ignoraba y denunciando la alianza de los imperialistas que navegaban de común acuerdo hacia el continente antártico, para destruir allí la más grande, esperanza de la humanidad.
Alianza no era la palabra exacta. Convenio hubiera sido más justo. Los gobiernos de los países ricos se habían puesto de acuerdo, fuera de las Naciones Unidas para proteger a pesar suyo a los sabios y su maravilloso y amenazador tesoro, contra una incursión posible del más poderoso de los países pobres, cuya población acababa de sobrepasar los mil millones. Y también de un país menos poderoso, menos armado y menos decidido. La misma Suiza, había digno Rochefoux, bromeando. No, seguro que no, Suiza no. Era la nación más rica: la paz la enriquecía, la guerra la enriquecía, y la amenaza de guerra o de paz la hacía más rica. Pero cualquier otra república hambrienta o cualquier tirano negro, árabe u oriental reinando por la fuerza sobre la miseria, podría atentar contra EPI un golpe de fuerza desesperado, apoderarse de Coban o matarlo.
El acuerdo secreto había descendido desde los gobiernos hasta los Estados Mayores. Un plan común había sido trazado. Las escuadras marinas, submarinas, aéreas y espaciales se dirigían hacia el círculo polar austral para constituir juntas, a la altura del punto 612, un bloque defensivo y, si fuera necesario, ofensivo.
Los generales y los almirantes pensaban con desprecio en esos sabios ridículos y sus pequeñas metralletas. Cada jefe de escuadra tenía por orden no dejar, a ningún precio, a este Coban escaparse hacia el vecino. ¿Para ello, acaso lo mejor no era estar ahí todos juntos y vigilarlo?
Había otras instrucciones más secretas, que no venían de los gobiernos ni de los Estados Mayores.
La energía universal, la energía que se toma de todas partes, que no cuesta nada, y que fabrica todo, era la ruina de los trusts del petróleo, del uranio, de todas las materias primas. Era el fin de los comerciantes, esas instrucciones más secretas, no eran los jefes de escuadras que las habían recibido, sino algunos hombres anónimos, perdidos entre la tripulación.
Ellos decían también que no había que dejar a Coban escaparse a lo del vecino.
Agregaban que no debía ir a ninguna parte.
— ¡Usted es un bruto! — dijo Simon a Hoover—. Absténgase de hacerle preguntas personales.
— Una sobre su felicidad, no creía…
— ¡Sí! Usted piensa pero a usted le gusta hacer daño…
— ¿Quiere tener la amabilidad de callarse? — exclamó Simon.
Se volvió hacia Eléa y le preguntó si deseaba continuar.
— Sí — contestó Eléa, con la indiferencia que le había vuelto—. Les voy a mostrar mi Designación. Esta ceremonia tiene lugar una vez por año, en Árbol y Espejo, en cada una de las profundidades. Yo he sido designada en la Quinta Profundidad, donde nací…
Tomó el círculo de oro posado frente a ella, lo levantó sobre su cabeza y se lo puso.
Lanson desconectó las cámaras, enganchó el cable del podio, y conectó el canal de sonido con la Traductora.
Eléa, la cabeza entre las manos, cerró los ojos.
Una ola violeta invadió la pantalla grande, expulsada y reemplazada por una llama anaranjada. Una imagen confusa e ilegible dejó de aparecer. Ondas la desgarraron. La pantalla se volvió rojo vivo y se puso a palpitar como un corazón enloquecido. Eléa no conseguía eliminar sus emociones. Se le vio enderezar el busto sin reabrir los ojos, inspirar profundamente y retomar su posición primera.
Bruscamente, sobre la pantalla, hubo una pareja de niños.
Se les veía de espaldas, y también de frente en un inmenso espejo que reflejaba un árbol. Entre el espejo y el árbol, y bajo este último y dentro del mismo, había una multitud. Y delante del espejo, a algunos metros los unos de los otros, cada cual de pie frente a su imagen, había una veintena de parejas de niños, con e torso desnudo, con coronas y pulseras de flores azules, vestidos con una falda corta azul y calzando sandalias. Y sobre cada uno de los tiernos dedos de sus pies y en los lóbulos de sus orejas, estaba pegada, ligera y vellosa, una pluma de pájaro dorado.
La chicuela del primer plano, la más bella de todas, era Eléa, reconocible y sin embargo distinta. Distinta no tanto por razones de edad como por la paz y alegría que iluminaba su cara. El muchacho que estaba de pie cerca de ella la miraba, y ella lo miraba a él. Era rubio como el trigo maduro al sol. Sus cabellos lisos caían derechos alrededor de su rostro hasta los hombros delgados, donde los ya bien torneados músculos insinuaban su forma. Sus ojos color avellana miraban en el espejo los ojos azules de Eléa, y le sonreían.
Eléa adulta habló, y la Traductora tradujo:
— Cuando la designación es perfecta, en el momento que los dos niños se ven por primera vez, ellos se reconocen…
Eléa — niña miraba al chico y el chico la miraba a ella. Eran felices y bellos. Se reconocían como si siempre hubiesen caminado al encuentro el uno del otro, sin apuro y sin impaciencia, con la certeza de encontrarse. El momento del encuentro había venido, estaban el uno junto al otro y se miraban. Se descubrían, estaban tranquilos y maravillados.
Detrás de cada pareja de niños estaban las dos familias. Otros niños con sus familias esperaban detrás de éstos. El árbol tenía un tronco marrón, enorme y corto. Sus primeras ramas casi tocaban el suelo y las más, altas escondían el techo, si es que había tal cosa. El follaje espeso, de un verde estriado de rojo, hubiese podido ocultar un hombre de pies a cabeza. Un gran número de niños y de adultos descansaban, acostados o sentados sobre sus ramas, o sobre las hojas caídas en. el suelo. Los niños saltaban de rama en rama, como pájaros. Los adultos llevaban ropa de diversos colores, unos enteramente vestidos, otros — mujeres y hombres— solamente de las caderas hasta las rodillas. Algunos y algunas no llevaban más que una banda flexible alrededor de las caderas. Algunas mujeres estaban enteramente desnudas. Ningún hombre lo estaba. No todos los rostros eran bellos, pero todos los cuerpos eran armoniosos y sanos. Todos tenían, con poca variante, más o menos el mismo color de piel. Había un poco más de diversidad en los cabellos, que iban del color oro puro al rojizo y al castaño dorado. Parejas de adultos se tomaban de la mano.
Al final del espejo apareció un hombre ataviado con un vestido rojo que le llegaba hasta los pies. Se acercó a la pareja de niños, parecía llevar a cabo una corta ceremonia, luego los despidió asidos de la mano. Otros dos niños vinieron a reemplazarlos.
Más hombres de rojo vinieron desde el final del espejo hacia otras parejas de niños que esperaban y que se fueron unos instantes más tarde igualmente tomados de las manos.