Un hombre de rojo llegó del extremo del espejo y se acercó a Eléa. Ella lo miró en el espejo. Él le sonrió y se colocó detrás suyo, consultó una especie de disco que llevaba en la mano derecha y posó su mano izquierda sobre el hombro de Eléa.
— Tu madre te ha dado el nombre de Eléa — dijo—. Hoy has estado Designada. Tú nombre es 3–19–07–91. Repítelo.
— 3–19–07–91 — dijo Eléa — niña.
— Vas a recibir tu llave. Tiende la mano frente a ti.
Tendió la mano izquierda, abierta con la palma hacia arriba. La extremidad de sus dedos vino a tocar sobre el espejo la extremidad de la imagen de ellos.
— Soy. Eléa 3–19–07–91.
La imagen de la mano en el espejo palpitó y se abrió, descubriendo una luz ya apagada y al volver a cerrarse dejó caer un objeto en la palma tendida. Era un anillo. Un anillo para el dedo de un niño, coronado por una pirámide trunca cuyo volumen no excedía el tercio de la usada por Eléa adulta.
El hombre de rojo lo tomó y se lo pasó en el dedo mayor de la mano derecha.
— No te lo saques. Crecerá contigo. Crece con él.
Luego vino a colocarse por detrás del varón. Eléa miraba al hombre y al niño— muchacho con ojos inmensos, que contenían cada uno la mitad de la aurora… Su cara grave estaba iluminada por la confianza y el arrebato, Estaba igual a la planta nueva, henchida de juventud y de vida, que acaba de perforar la tierra oscura, y tiende hacia la luz, la confianza perfecta y tierna de su primera hoja… con la certeza de que, pronto hoja tras hoja, ella alcanzará el cielo…
El hombre consultó su disco, pasó su mano izquierda sobre el hombro izquierdo del varón y dijo:
— Tu madre te ha dado el nombre de Paikan…
Una explosión roja rasgó la imagen e invadió la pantalla, ahogó el rostro de Eléa — niña, borró el cielo de sus ojos, su esperanza y su alegría. La pantalla se apagó. Sobre el podio, Eléa acababa de arrancar de su cabeza el círculo de oro.
— Seguimos sin saber para qué sirve esa jodida llave — refunfuñó Hoover.
He tratado de llamarte a nuestro mundo. A pesar de que has aceptado colaborar con nosotros, y quizá aún a causa de ello, yo te vela cada día retroceder un poco más hacia tu pasado, hacia un abismo. No habla pasarela para salvar el precipicio. No habla nada más detrás de ti que la muerte.
He hecho traer del cabo, para ti, cerezas y duraznos.
He hecho traer un cordero del cual nuestro chef ha sacado para ti costillas acompañadas de algunas hojas de lechuga romana, tiernas como recién arrancadas. Has mirado las costillitas con horror. Me has dicho:
— ¿Es un pedazo cortado de un animal?
No habla pensado en eso. Hasta ese día, una costillita no era más que una costillita.
Contesté un poco molesto:
— Si.
Tú has mirado la carne, la ensalada, las frutas. Me has dicho:
— ¡Ustedes son animales!… ¡Comen pasto!… ¡Comen árboles!…
Traté de sonreír. Contesté:
— Somos bárbaros…
Te he hecho traer rosas.
Tú has creído que eso también lo comíamos…
La llave era la clave de todo, había dicho Eléa.
Los sabios y los periodistas amontonados en la Sala de Conferencias pudieron darse cuenta de ello en el curso de las sesiones siguientes. Eléa adquiriendo poco a poco el dominio de sus emociones, pudo contarles y mostrarles su vida y la de Paikan, la vida de una pareja de niños trasformándose en una pareja de adultos y ocupando su lugar en la sociedad.
Después de la guerra de una hora, el pueblo de Gondawa había quedado enterrado. Los refugios habían demostrado su eficacia. A pesar del tratado de Lampa, nadie se atrevía a creer que la guerra nunca más recomenzaría. La sensatez aconsejaba quedarse en el refugio y vivir en él. La superficie estaba devastada. Era necesario reconstruir todo. La sensatez aconsejaba reconstruir el refugio.
El subsuelo fue cavado más aún en profundidad y en extensión. Su acondicionamiento englobó las cavernas naturales, los lagos y los ríos naturales. La utilización de la energía universal permitía aprovechar un poder sin límites y que era aprovechable bajo todas las formas. Se utilizó para recrear bajo tierra una vegetación más rica y más bella que la que había sido destruida arriba.
En una luz semejante a la luz del día, las ciudades enterradas se convirtieron en ramilletes de flores, en zarzales, en bosques. Especies nuevas fueron creadas, creciendo a una velocidad tal que hacía visible el desarrollo de una planta o un árbol. Máquinas muelles y silenciosas se desplazaban hacia abajo y en todas las direcciones haciendo desaparecer delante suyo, la tierra y la roca. Las máquinas reptaban sobre el suelo, sobre las bóvedas y las paredes, dejándolas pulidas y más duras que el acero.
La superficie no era más que una tapa, pero se sacó partido de ella.
Cada parcela intacta fue salvaguardada, cuidada, acondicionada en centro de diversiones. Ahí, si se trataba de un pedazo de bosque, se repoblaba de animales: en otro sitio, se veía un curso de agua cuyas riberas estaban preservadas, un valle, una playa sobre los océanos. Se levantaron construcciones para jugar y arriesgarse a la vida exterior que la nueva generación consideraba una aventura.
Debajo, la vida se ordenaba y se desarrollaba en la razón y la alegría. Las usinas silenciosas y sin residuos fabricaban todo lo que los hombres necesitaban. La llave era la base del sistema de distribución.
Todo ser viviente de Gondawa recibía cada año una parte igual de crédito, calculada según Ia producción total de las usinas silenciosas. Este crédito estaba inscripto en su cuenta, administrado por el ordenador central. Era ampliamente suficiente como para permitirle vivir y aprovechar todo lo que la sociedad podía ofrecerle. Cada vez que un Gonda deseaba algo nuevo, ropa, un viaje, objetos, pagaba con su llave. Doblaba el dedo mayor, hundía su llave en un emplazamiento previsto a este efecto y en su cuenta en el ordenador central en seguida se le descontaba el valor del servicio solicitado.
Algunos ciudadanos, de una calidad excepcional como era Coban, director de la Universidad, recibían un crédito suplementario. Pero no les servía prácticamente para nada, pues sólo un pequeño número de Gondas conseguía agotar su crédito anual. Para evitar la acumulación de las posibilidades de pago entre las mismas manos, lo que quedaba de créditos era automáticamente anulado al fin de cada año. No había pobres, no había ricos, no había más que ciudadanos que podían obtener todos los bienes que deseaban. El sistema de la llave permitía distribuir la riqueza nacional respetando al mismo tiempo la igualdad de derecho de los Gondas, y la desigualdad de sus naturalezas, cada cual gastando su crédito según sus gustos y sus necesidades.
Una vez construidas y puestas en marcha, las usinas funcionaban sin mano de obra y con cerebro propio.
No eximían a los hombres de todo trabajo, pues si ellas aseguraban la producción, quedaban por desempeñar las tareas de la mano y de la inteligencia. Cada Gonda debía trabajar media jornada cada cinco, este tiempo, pudiendo ser repartido en fragmentos. Si lo deseaba, podía trabajar más. Podía si quería trabajar menos o nada. El trabajo no era remunerado. El que elegía trabajar menos, veía su crédito disminuido en proporción. Al que elegía de no trabajar, le quedaba con qué subsistir y ofrecerse un mínimum de superfluos.
Las usinas estaban ubicadas en el fondo de las ciudades, en su profundidad mayor. Estaban unidas, adosadas, conectadas entre sí. Cada usina era una parte de toda la usina, que se ramificaba sin cesar en brotes de nuevas usinas y que reabsorbían aquellas que ya no satisfacían.
Los objetos que fabricaban las usinas no eran productos de ensambladura, sino de síntesis. La materia prima era la misma en todas: la Energía universal.