La fabricación de un objeto en el interior de la máquina inmóvil se parecía a la creación del organismo increíblemente complejo de un niño en el interior de una mujer, a partir de ese casi nada que es un óvulo fecundado. Pero, en las máquinas, no había casi, no había nada y a partir de esa nada subía hacia la ciudad subterránea, en un chorro múltiple, diverso e ininterrumpido, todo lo que era menester para las necesidades y los placeres de la vida. Lo que no existe, existe.
La llave tenía otro uso, igualmente importante: ¡impedía la fecundación!. Para concebir un niño, el hombre y la mujer debían quitarse el anillo. Si uno de los dos lo guardaba, la fecundación era igualmente imposible. El niño no podía nacer si no era deseado por los dos.
A partir del gran día de la Designación, el momento en que lo recibía, un Gonda no se sacaba nunca su anillo. Y todo a lo largo de sus días, él le procuraba cuanto necesitaba, o cuanto deseaba. Era la llave de su vida y cuando ésta se terminaba, el anillo quedaba en su dedo en el momento en que lo deslizaban en la máquina inmóvil que devolvía a los muertos a la Energía universal. Lo que no existe, existe.
Así que, el instante en que los dos esposos se quitaban el anillo antes de juntarse para hacer un niño, estaba bañado de una emoción excepcional. Se sentían más que desnudos, como si se hubiesen quitado el cuero de su piel al mismo tiempo que el anillo. De pies a cabeza se tocaban en carne viva. Entraban en comunión total. Él penetraba en ella y ella se fundía en él. Para sus dos cuerpos el espacio se volvía el mismo. El niño estaba concebido en una única alegría.
La llave bastaba para mantener la población de Gondawa a un nivel constante. Enisorai no tenía llave y no la quería. Enisorai pululaba. Enisorai conocía la ecuación de Zoran y sabía utilizar la Energía universal, pero se servía de ella para la proliferación y no para el equilibrio. Gondawa se organizaba, Enisorai se multiplicaba. Gondawa era un lago, Enisorai un río. Gondawa era la sensatez, Enisorai el poderío. Este poderío no podía hacer sino expandirse y ejercerse más allá de sí mismo. Eran los aparatos de Enisorai que se habían posado los primeros en la Luna. Gondawa lo había seguido rápidamente, para no dejarse anular. Por razones balísticas, la faz este de la Luna convenía perfectamente al despegue de los aparatos de exploración hacia el sistema solar. Enisorai construyó allá una base, Gondawa también. La tercera guerra estalló en ese sitio, por un incidente entre las guarniciones de las dos bases. Enisorai quería ser el único en la Luna.
El miedo puso fin a la guerra. El tratado de Lampa dividió la Luna en tres zonas, una «gonda», una «enisor» y una «internacional». Ésta se encontraba situada al este. Las dos naciones se habían puesto de acuerdo para construir allí una base de despegue común.
Los otros pueblos no tenían un pedazo de Luna. A ellos no les importaba. Recibían de Enisorai o de Gondawa promesas de protección y máquinas estáticas que proveían a sus necesidades. Los más hábiles recibían de ambos. También habían recibido de ambos muchas bombas durante la tercera guerra. Pero menos que Gondawa y mucho menos que Enisorai.
Enisorai tenía una población demasiado numerosa como para poder ponerla al reparo, pero su fecundidad, en una generación, había reemplazado a los muertos. Por el tratado de Lampa, Enisorai y Gondawa se habían comprometido a no usar nunca más las «bombas terrestres». Las que quedaban fueron mandadas al espacio, en órbita alrededor del Sol. Las dos naciones, por otra parte, habían asumido el compromiso de no fabricar armas que sobrepasaran en fuerza destructivo a aquella que habla sido colocada fuera de la ley.
Pero un formidable poderío de expansión inflaba a Enisorai. Ésta se puso a fabricar armas individuales utilizando la energía universal. Cada una de estas armas tenía una fuerza de choque limitada, pero nada podía resistir a su multiplicación. Y cada día crecía el número de sus ejércitos. El río impetuoso de la vida en expansión llenaba de nuevo su lecho, pronto a desbordar. Entonces el Gran Consejo de Gondawa decidió sacrificar la ciudad del medio, Gonda 1. Fue evacuada y reabsorbida y, en su emplazamiento subterráneo, las máquinas se pusieron a trabajar. Y el Consejo Director de Gondawa hizo saber al Consejo de Gobierno de Enisorai que si una nueva guerra estallaba, sería la última.
Así en una sesión tras otra, por los recuerdos directos de Eléa, proyectados sobre la pantalla, y por las múltiples preguntas que se le hacían, los sabios de EPI aprendían a conocer este mundo desaparecido, que había resuelto ciertos problemas que preocupaban tanto al nuestro, pero que parecían arrastrados como él de manera ineludible hacia los enfrentamientos que sin embargo nada razonable justificaban, y que todo podía permitir impedir.
Muy pronto se hizo evidente que no se podían entregar directamente a la TV pública los recuerdos de Eléa, en su totalidad. Era necesario hacer una elección entre las imágenes que proyectaba, porque Eléa evocaba sin el menor reparo los momentos íntimos de su vida con Paikan. Por una parte, asociaba a la belleza de Paikan y a la suya, y a su unión, altivez, gozo y no vergüenza; y por otra parte, ella parecía revivir de más en más sus recuerdos para sí misma, sin preocuparse de los asistentes que escrutaban todos los detalles. Además, los hombres de hoy eran tan diferentes de ella, tan atrasados, tan extraños en sus pensamientos y su comportamiento, que le parecían casi tan lejanos y «ausentes» como animales u objetos.
Ella evocaba los momentos más importantes de su existencia, los más felices, los más dramáticos, para revivirlos una segunda vez. Se entregaba interminablemente a su memoria, como a una droga de resurrección, y sólo a veces las ondas rojas de la emoción conseguían arrancarla de allí. Y los sabios descubrieron poco a poco, alrededor de ella y de Paikan, el mundo fabuloso de Gondawa.
Sobre su caballo blanco de pelo largo, delgado como un lebrel, Eléa galopaba hacia el Bosque Salvado. Huía de Paikan, huía riendo para tener la dicha de dejarse alcanzar.
Paikan había elegido un caballo azul porque sus ojos tenían el color de los de Eléa. Galopaba justo detrás de ella, y la alcanzaba poco a poco, y hacía durar el gozo. Su caballo tendió sus ollares azules hacia la larga cola blanca que flotaba en el viento de la carrera. La extremidad de los largos pelos sedosos penetró en las delicadas aletas del hocico. El caballo azul sacudió su larga cabeza, ganó más terreno, mordió a boca llena la llama de pelos blancos, y tiró para un costado.
El caballo blanco saltó, relinchó, corcoveó, coceó. Eléa lo tenía agarrado por el pelo de la crin y lo apretaba con sus muslos robustos. Se reía, saltaba, bailaba con él…
Paikan acarició al caballo azul y le hizo soltar prenda. Entraron al paso en el bosque, el blanco y el azul, al lado uno del otro, calmados, traviesos, mirándose de reojo. Sus jinetes estaban tomados de la mano. Los árboles inmensos, sobrevivientes de la tercera guerra, levantaban en enormes columnas sus troncos acorazados de escamas marrones. A partir del suelo, parecían titubear, esbozando una ligera curva perezosa, pero no era más que un impulso para lanzarse vertiginosamente en un salto vertical y absurdo hacia la luz que sus propias hojas rechazaban. Muy alto, sus palmas entrelazadas tejían un techo que el viento agitaba sin cesar, perforando agujeros de sol, que en seguida volvían a tapar con un ruido lejano como de una multitud en marcha. Los helechos rastreros cubrían el suelo con una alfombra áspera. las ciervas oceladas lo rascaban con su casco para descubrir las hojas más tiernas que levantaban con la punta de los labios y arrancaban con una brusca torsión del cuello. El aire caliente olía a resina y hongos. Eléa y Paikan llegaron al borde del lago. Se deslizaron de sus caballos y éstos se volvieron al bosque, al galope, persiguiéndose como colegiales. Había un poco de gente en la playa. Una enorme tortuga extenuada, fisurada, gastada sobre todos los bordes de su caparazón, arrastraba su pesada masa sobre la arena, con un niño desnudo sentado en su lomo.