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A lo lejos, sobre la otra orilla, que la guerra había devastado, se abría el gran orificio de la Boca. Se vela surgir de ésta o bajar hacia ella a manojos de burbujas de todos los colores. Eran los aparatos de desplazamiento a corta y larga distancia que emergían de Gonda 7 por las chimeneas de partida, o que volvían a ella. Algunos pasaban a baja altura por encima del lago, con un ruido de seda acariciada.

Eléa y Paikan se dirigían hacia los ascensores que perforaban la arena, en la extremidad de la playa, como las puntas de un atado de espárragos gigantes.

— ¡Atención! — dijo una voz enorme.

Ésta parecía que venía, al mismo tiempo, del bosque, del lago y del cielo.

— Atención! ¡Escuchen! Todos los seres vivientes de Gondawa recibirán a partir de mañana, por vía del correo, el arma G y la semilla Negra. Sesiones de entrenamiento del arma G tendrán lugar en todos los centros de recreo de la Superficie y de las profundidades. Los seres vivientes que no asistan a ellas verán en su cuenta debitado un centavo por día a partir del decimoprimer día de la convocación. Escuchen, está terminado.

— Están locos — dijo Eléa.

El arma G era para matar, la Semilla era para morir.

Ni Eléa ni Paikan tenían ganas ni de matar ni de morir.

Después de haber hecho los mismos estudios, habían elegido la misma carrera, la de Ingeniero del Tiempo, para poder vivir en la Superficie. Habitaban una Torre del Tiempo, encima de Gonda 7.

Para irse a casa, hubieran podido llamar un aparato. Prefirieron volver por la ciudad. Eligieron un ascensor para dos cuyo cono verde brillaba suavemente por encima de la arena. Hundieron cada uno su llave en la palanca de comando, y el ascensor se abrió como una fruta madura. Penetraron en su tibieza rosada. El cono verde desapareció dentro del suelo que se cerró encima suyo. Salieron en la primera Profundidad de Gonda 7. Se sirvieron nuevamente de sus llaves para abrir las puertas trasparentes de un acceso a la 12º avenida. Era una vía de transporte. Sus múltiples pistas de pasto con flores se desplazaban a una velocidad creciente del exterior hacia el medio. Árboles bajos servían de asientos, y tendían el apoyo de sus ramas a los viajeros que preferían quedar de pie. Vuelos de pájaros amarillos, semejantes a gaviotas, luchaban en velocidad con la pista central, silbando de placer.

Eléa y Paikan salieron de la Avenida de la Bifurcación del Lago y tomaron el sendero que conducía al ascensor de su Torre. Un arroyuelo nacido en la bifurcación corría a lo largo del sendero.

Pequeños mamíferos rubios, con vientre blanco, no más grandes, que gatos de tres meses, vagaban por el pasto y se escondían detrás de las matas para acechar a los pescados. Tenían la cola corta y chata, y una bolsa ventral de donde salía a veces una cabecita pequeña con ojos dulces y maliciosos, que mordisqueaba una espina de pescado. Soplando, ss — ss — ss — ss, vinieron a jugar entre los pies de Eléa y Paikan. Vivazmente se apartaban cuando el borde de una sandalia estaba a punto de pisarles una pata o la cola.

Gonda 7 había sido cavada bajo las ruinas de la Gonda 7 de la superficie. De la antigua ciudad no quedaban más que gigantescos escombros encima de los cuales se erguía la Torre del Tiempo como una flor en medio de los cascotes. En el tope de su largo tallo se abrían los pétalos de la terraza circular, con sus árboles, su césped, su piscina y su muelle de atraque ubicado al reparo del viento, que en este lugar, soplaba del oeste.

Rodeado por la terraza, el departamento se abría sobre ella por todos los costados, medios tabiques curvos, redondos más o menos altos interrumpidos, lo dividían en piezas redondas, ovoides, irregulares, íntimas y sin embargo no separadas. Por encima del departamento la cúpula — observatorio coronaba la Torre con un círculo trasparente apenas ahumado de azul.

El ascensor desembocaba en la pieza del centro, cerca de la fuente baja. Al entrar, Eléa abrió con un gesto la puerta de espejos. El departamento se unificó con la terraza, y la brisa ligera de la tarde lo visitó. Algas multicolores se balanceaban en las corrientes tibias de la piscina. Eléa se despojó de la ropa y se deslizó en el agua. Una multitud de pescados agujas, negros y rojos, vinieron a picotearle la piel, luego, reconociéndola, desaparecieron en un tremolar.

En la cúpula, Paikan echó un vistazo para asegurarse de que todo andaba bien. No había aparejo complicado, era la cúpula misma que constituía el instrumento, obedeciendo a los gestos y al contacto de las manos de Paikan, y trabajando sin él cuando se lo ordenaba. Todo andaba bien, el cielo estaba azul, la cúpula ronroneaba suavemente. Paikan se desvistió y se reunió con Eléa en la piscina. Al verlo ella rió y se zambulló. Él volvió a encontrar detrás de los velos irisados de un pez indolente, que los miraba con un redondo ojo rojo.

Paikan levantó los brazos y se deslizó detrás suyo. Eléa se apoyó contra él, sentada, flotante, ligera. Paikan la apretó contra su vientre, se impulsó hacia arriba y su deseo erguido la penetró. Reaparecieron en la superficie como un solo cuerpo. Él estaba detrás de ella y él estaba en ella, ella acurrucada y apoyada contra él. Paikan la apretó con un brazo contra su pecho, y la puso de costado como él, mientras que con su brazo izquierdo se puso a nadar. Cada tracción lo empujaba en ella, y los acercaba hacia la playa de arena. Eléa estaba pasiva como un rezago cálido. Llegaron al borde y se posaron, a medias fuera del agua.

Ella sintió su hombro y su cadera hundirse en la arena. Sentía a Paikan adentro y afuera de su cuerpo. Él la tenía cercada, encerrada, sitiada, había entrado como el conquistador deseado delante del cual se abre la puerta exterior y las puertas profundas. Y él recorría lenta, suave, largamente todos sus secretos.

Bajo su mejilla y su oreja, ella sentía el agua tibia y la arena bajar y subir, bajar y subir. El agua venía a acariciar la comisura de su boca entreabierta. Los pescados aguja temblaban a lo largo de su muslo sumergido.

En el cielo donde la noche comenzaba, algunas estrellas se encendían. Paikan ya casi no se movía. Estaba en ella como un árbol liso, duro, palpitante y suave, un árbol de carne bien amado, siempre ahí, vuelto más fuerte, más suave, más tibio y de pronto ardiente, inmenso, encendido rojo, quemando su vientre entero, toda su carne y sus huesos inflamados hasta el cielo. Ella apretó con sus manos las manos cerradas que rodeaban sus senos y gimió largamente en la noche que venía.

Una inmensa paz reemplazó la luz. Eléa se volvió a encontrar alrededor de Paikan. Él seguía estando en ella, duro y suave. Ella descansó sobre él como un pájaro que se duerme. Muy lentamente, muy suavemente, él comenzó a prepararle un nuevo goce.

Ellos dormían sobre el pasto de su cuarto, tan fino y suave como el vello del vientre de una gata. Una cobija blanca, apenas posada sobre ellos, sin peso, tibia, adoptaba su forma y su temperatura a las necesidades de su quietud. Eléa se despertó un momento, buscó la mano abierta de Paikan y arrebujó en ella su puñito cerrado. La mano de Paikan se cerró sobre éste. Eléa suspiró de felicidad y se volvió a dormir.

Los aullidos de las sirenas de alerta los hizo ponerse de pie con un salto, espantados.

— ¿Qué sucede? ¡No es posible! — dijo Eléa.

Paikan hundió su llave en la placa de la imagen. Frente a ellos, la pared se encendió y se cavó. El rostro familiar del locutor de pelo colorado apareció en ella.

–.. Alerta general. Un satélite no registrado se dirige hacia Gondawa sin contestar a las preguntas de identificación. Va a penetrar en el espacio territorial. Si continúa sin responder, nuestro dispositivo de defensa va a entrar en acción. Todos los seres vivientes que se encuentren afuera deben dirigirse inmediatamente a las ciudades. Apaguen todas sus luces. Nuestras emisiones de la superficie están suspendidas. Escuchen, está terminado.