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Todos los viajeros hacían lo mismo, y el navío parecía haber desembarcado una carga de mariposas fugaces que se alejaban de él en todas las direcciones, se posaban aquí y allá, en la campiña verde, bajo un cielo azul profundo.

A pesar del poco esfuerzo que necesitaban, estos juegos cesaban muy rápidamente pues el aire enrarecido les traía sofocación. Los viajeros calmaban su corazón sentándose al borde de los arroyos, o caminando hacia el horizonte que parecía siempre tan cercano, tan fácil de alcanzar y que huía como todo horizonte que se respeta.

Pero su proximidad y su curvatura visible procuraba a los paseantes una sensación que las dimensiones de la Tierra no les permitía experimentar: la sensación a la vez excitante y pavorosa de caminar sobre una bola perdida en el infinito.

Los sabios no vieron en ninguna parte, en esas imágenes, el resto de algún cráter, ni grande ni pequeño…

Eléa no conocía Marte, donde no se habían posado hasta ahora más que navíos de exploradores y militares. Pero ella había visto «pastores negros». ¡Y había reconocido a uno, aun acá, en el EPI!

La primera vez que se había encontrado con Shanga, el africano, había manifestado su sorpresa, y lo había señalado con palabras de las cuales la Traductora dio la interpretación siguiente: «El pastor venido del Noveno Planeta». Fue preciso un largo diálogo para comprender, primero, la costumbre Gonda de contar los planetas no a partir del Sol, sino partiendo del exterior del sistema solar. Luego, que el susodicho sistema no comprendía para ellos nueve planetas sino doce, o sea tres planetas más allá del maléfico y ya tan lejano Plutón. Esta noticia lanzó a los astrónomos del mundo entero en abismos de cálculos, de vanas observaciones y de discusiones agrias. Que esos planetas existiesen o no, el noveno, en todo caso, en la cabeza de Eléa, era Marte. Ella afirmaba que estaba habitado por una raza de hombres de piel negra, de quien los navíos gondas y enisores habían traído varias familias. Antes de eso no existía sobre la tierra ningún hombre de color negro.

Shanga quedó muy impresionado, y con él todos los negros del mundo, que conocieron rápidamente la noticia. ¡Raza desdichada, su vagabundeo no había comenzado con los mercaderes de esclavos! Ya, en el fondo de los tiempos, los antepasados de los desgraciados arrancados del África, habían sido ellos mismos arrancados de su patria del cielo. ¿Cuándo pues se acabarían sus infortunios? Los negros americanos se juntaban en las iglesias y cantaban: «¡Señor, haced cesar mis tribulaciones! ¡Señor, llévame de nuevo a mi patria celestial! Una nueva nostalgia nacía en el gran corazón colectivo de la raza negra».

Después de haberse alimentado y bailado, Eléa y Paikan subieron por la pequeña rampa interior de la Cúpula de trabajo. Arriba de la tableta horizontal en semicírculo que se extendía todo a lo largo de la pared trasparente, haces de ondas mostraban imágenes de nubes diversas, en evolución. Uno de ellos inquietó a Paikan. Después de consultar con Eléa llamó a la Central del Tiempo. Una nueva imagen se encendió por encima de la tableta. Era el rostro de su jefe de servicio, Mikan. Parecía cansado. Sus largos cabellos grises estaban sin brillo, y sus ojos enrojecidos. Saludó.

— ¿Usted estaba en casa, anoche?

— Sí.

— ¿Vio eso?… Me trae muy tristes recuerdos. Es cierto que ustedes no habían nacido ninguno de los dos. No se puede sin embargo dejarles hacer lo que les dé la gana, a esos cochinos ¿Por qué me llamó? ¿Alguna cosa?

— Una turbulencia. Mire…

Paikan alzó tres dedos e hizo un gesto. Una imagen desapareció, enviada a la Central del Tiempo.

— Veo… — dijo Mikan—. No me gusta eso… si la dejamos, va a mezclar todo nuestro dispositivo. ¿Qué posibilidades tiene usted en ese sector?

— La puedo derivar, o borrarla.

— Ande, borre, borre, no me gusta eso…

la imagen de Mikan desapareció. La Torre del Tiempo de Gonda 7 y de todas las semejantes mantenían por encima del continente una red de condiciones meteorológicas controladas, cuyo objeto era de reconstruir el clima trastornado por la guerra, para permitir a la vegetación renacer.

Un sistema automático aseguraba el mantenimiento de las condiciones previstas. Era raro que Paikan y Eléa tuviesen que intervenir. En su ausencia, otra Torre hubiese hecho lo necesario para destruir de raíz este pequeño ciclón perturbador.

Una casa de recreo en forma de cono azul pálido se desvió a la altura de la cúpula y fue a posarse cerca de la autorruta destrozada, cuyas doce pistas arrancadas, se dilataban en un ramillete tendido hacia el cielo. No se habían reparado las autorrutas. Las usinas no fabricaban más vehículos rodantes o rastreros. Los transportes de bajo tierra, pistas, avenidas o ascensores, eran todos colectivos, y los de la superficie todos aéreos. Podían sobrevolar el suelo a sólo algunos centímetros o a alturas considerables, a cualquier velocidad y posarse en cualquier parte.

Las parejas de la generación posterior a la guerra que utilizaban las casas de recreo no aprovechaban mucho sus posibilidades. No se animaban a aventurarse lejos de las Bocas más de lo que harían si fueran jóvenes marsupiales lejos de la bolsa materna. Es por eso que se veían tales concentraciones de casas móviles en los bordes o aun en medio de las ruinas de las ciudades antiguas, que recubrían generalmente a las ciudades subterráneas. Los Gondas de más edad, que guardaban el recuerdo de la vida exterior, recorrían el continente en todos los sentidos, a la búsqueda de restos de la superficie, aún vivos, y volvían a enterrarse con la visión del horror de los espacios vitrificados, y el desgarrante pesar del mundo desaparecido.

Eléa miró si habla llegado el correo. La caja trasparente contenía dos armas G con su cinturón y dos esferas minúsculas que debían contener cada una una Semilla Negra. Había además tres plaquetas correo: dos de ellas de color rojo, el color de las comunicaciones oficiales.

Abrió la caja con su llave, tomó con repugnancia las armas y las Semillas, y las posó sobre una mesa.

— ¿Vienes a oír el correo? — le dijo a Paikan.

Éste dejó a la Cúpula continuar su trabajo sola y se acercó.

Tomó las placas rojas, frunciendo el ceño. Una llevaba su nombre y el sello del Ministerio de Defensa, la otra el nombre de Eléa y el sello de la Universidad.

— ¿Qué es esto? — preguntó.

Pero Eléa ya había introducido en la ranura del lector la plaqueta verde sobre la cual había reconocido el retrato de su madre. La cara de esta última se materializó por encima del platillo— lector. Era un rostro apenas más viejo que el de Eléa y al cual se parecía mucho, sólo que menos interesante.

— Escucha, Eléa — dijo ella—, espero que estés bien,

— Yo igualmente. Parto para Gonda 41, y estoy sin noticias de tu hermano. Ha sido movilizado en plena noche para conducir un convoy de tropas a la Luna, y no ha dado señales de vida desde hace ocho días. Naturalmente que todo eso son historias de militares. No pueden desplazar una hormiga sin hacer un misterio de mamuth. Pero Anea está sola con su bebé, y ella se inquieta. ¡Podrían haber esperado un poco todavía antes de sacarse las llaves! Hace apenas diez años que han sido designados. Procuren no imitarlos, tienen bastante tiempo para ello, ¡no es precisamente el momento para fabricar hijos! ¡En. fin, es así, qué se le va a hacer, voy para allá. Les daré noticias. Ocúpate un poco de tu padre, no me puede acompañar, está movilizado en su trabajo. ¡Creo que el Consejo y los militares están locos! En fin, así es, uno no puede remediarlo: anda a verlo y presta atención a lo que come, cuando está solo toca comida — máquina de cualquier manera, no presta atención a nada, es un niño. Escucha, Eléa, he terminado.