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— ¡Forkan movilizado! ¡Tu padre también! ¡Es increíble! ¿Qué preparan?

Nerviosamente, Paikan hundió una de las tabletas rojas en el lector. El emblema de la Defensa apareció por encima del platillo: un erizo hecho bola, cuyas púas lanzaban llamas.

— Escuche, Paikan — dijo una voz con indiferencia…

Era una orden de movilización sobre el lugar de su trabajo.

La segunda tableta roja introducida en el lector materializó por encima del platillo el emblema de la Universidad, que era el signo de la ecuación de Zoran.

— Escuche, Eléa — dijo una voz grave—, soy Coban.

— ¡Coban!

Su rostro apareció en el lugar de la ecuación de Zoran. Todos los seres vivientes de Gondawa lo conocían. Era el hombre más célebre del Continente. Les había dado a sus compatriotas el Suero 3, que los volvía refractarios a todas las enfermedades, y el Suero 7. que les permitía recuperar rápidamente sus fuerzas después de cualquier esfuerzo que hubieran hecho, tanto, que el equivalente de la palabra cansancio estaba en vías de desaparecer del idioma gonda.

En su cara delgada de mejillas hundidas, sus grandes ojos brillaban con la llama del amor universal. Este hombre no pensaba sino en los otros hombres y más allá de los hombres en la Vida misma, en sus maravillas, y en sus horrores, contra los cuales él luchaba permanentemente, con toda su inteligencia y con todas sus fuerzas.

— Escuche, Eléa — dijo, soy Coban, He querido informarla personalmente, que a pedido mío, usted está afectada, en caso de movilización— total, a un puesto especial en la Universidad, cerca mío. No la conozco y deseo conocerla. Le ruego presentarse al Laboratorio 51, lo más pronto posible. Dé su nombre y su número. y la introducirán enseguida adonde estoy. Escuche, Eléa, la espero.

EIéa y Paikan se miraron sin comprender, Había en ese mensaje dos elementos contradictorios: «Usted está afectada por pedido mío» y «yo no la conozco…» Había sobre todo la amenaza de estar movilizados en puestos alejados el uno del otro. No se habían separado nunca desde su designación. No podían encarar semejante posibilidad. Les parecía inimaginable.

— Iré contigo a ver a Coban — dijo Paikan—. Si tiene verdaderamente necesidad de ti, le pediré que me tome a mí igualmente. En la Torre cualquiera puede reemplazarme.

Era simple, era posible si Coban lo quería. La Universidad era el primer poder del Estado. Ningún poder administrativo o militar podía mandar sobre ella. Poseía su presupuesto autónomo, su guardia independiente, sus propias emisoras y no tenía que rendir cuentas a nadie. En cuanto a Coban, a pesar de que no ocupaba ningún puesto político, el Consejo Director de Gondawa no tomaba ninguna decisión grave sin consultarlo. Y si tenía necesidad de Eléa, Paikan, que había recibido exactamente la misma educación y los mismos conocimientos, podía también serle útil.

De todas maneras, nada apuraba, la idea misma de la guerra era una monstruosidad absurda, no había que dejarse contagiar por la nerviosidad oficial. Todos esos burócratas encerrados en sus palacios subterráneos habían perdido el sentimiento de las realidades.

— Deberían subir más a menudo a ver todo esto… — dijo Eléa.

El sol de la mañana alumbraba el caos de ruinas dominado al oeste por la masa enorme del estadio demolido y destrozado. Al este, la autorruta torcida se hundía en la planicie de reflejos vítreos, sobre la cual ni una brizna de hierba había conseguido crecer.

Paikan puso su brazo alrededor de los hombros de Eléa y la atrajo hacia sí.

— Vamos al bosque — dijo.

Hundió su llave en la placa de comunicación, llamó al parking de la Profundidad y pidió un taxi. Unos minutos más tarde, una burbuja trasparente venía a posarse sobre la pista. Pasando frente a la mesa, Paikan tomó las dos armas y sus cinturones.

Volvió sobre sus pasos para informar a la Central del Tiempo sobre su ausencia y decir a dónde iba. No podía ahora ausentarse sin avisar, estaba movilizado.

— ¿Noticed? They're all left handed!… — dijo Hoover.

Hablaba en voz baja a Leonova, tapando su micrófono con la mano. Leonova comprendía muy bien el inglés.

Era cierto. Ello le saltaba a la vista ahora que Hoover se lo había dicho. Se sentía avergonzada de no haberse apercibido por sí sola. Todos los Gondas eran zurdos. Las armas encontradas en el zócalo de Eléa, y en el de Coban que había sido abierto a su vez, eran en forma de guantes para la mano izquierda.

Y la imagen en la pantalla grande en este momento, mostraba a Eléa y Paikan entrenándose entre otros Gondas al uso de arreas semejantes. Todos tiraban con la mano izquierda a blancos de metal, de diversas formas, que surgían bruscamente del suelo y que resonaban bajo el impacto de los golpes de energía. Era un ejercicio de destreza, pero sobre todo de control. Según la presión ejercida por los tres dedos doblados, el arma G. podía curvar una brizna de pasto o pulverizar una roca, destrozar un adversario, o simplemente matarlo.

Un blanco ovalado se erguía de pronto a diez pasos de Paikan. Era azul, lo que significaba que había que tirar con un mínimum de poderío. En un relámpago, Paikan hundió su mano izquierda en el arma sujeta a su cintura por una placa magnética, la arrancó, levantó el brazo y tiró. El blanco suspiró como una cuerda de arpa apenas rozada y se escamoteó.

Paikan se puso a reír. Se habla reconciliado con el arma. Este ejercicio era un juego agradable.

Un blanco rojo le fue propuesto casi en seguida, al mismo tiempo que uno verde se erguía a la izquierda de Eléa. Ella tiró efectuando un cuarto de vuelta. Paikan sorprendido, tuvo justo el tiempo de tirar antes que los blancos desaparecieran. El rojo resonó como un trueno, el verde como una campana. De todos lados los blancos surgían del terreno y recibían golpes violentos, papirotazos o caricias. El claro en el bosque cantaba como un enorme xilófono bajo el martillo de un loco.

Un aparato de la Universidad sobrevoló el claro del bosque, maniobrando un poco sobre el mismo sitio y luego se posó detrás de los tiradores. Era un aparato rápido. Se parecía a la punta de una lanza coronada por un fuselaje trasparente estampado con la ecuación de Zoran.

Dos guardias universitarios bajaron de él, con pectoral y faldón verdes, el arma G sobre el lado izquierdo del vientre, una granada S sobre la cadera izquierda, la máscara nasal colgando como collar. Llevaban el peinado de guerra los cabellos trenzados hacia atrás, sujetos por una horquilla magnética contra el casco cónico de anchos bordes. Iban de un grupo al otro, interrogando a los tiradores que los miraban con sorpresa e inquietud; no habían visto nunca guardias verdes tan bien armados.

Los dos guardias buscaban a alguien. Cuando estuvieron cerca de Eléa:

— Buscamos a Eléa 3–19–07–91 — dijeron.

Habían estado en la Torre, y encontrándola vacía se habían informado en la Central del Tiempo. Coban quería ver a Eléa sin demora.

— Voy con ella — dijo Paikan,

Los guardias no tenían la consigna de oponerse. El aparato atravesó el lago como una flecha hasta la Boca, y bajó verticalmente en la chimenea verde de la Universidad. Disminuyó la velocidad en la desembocadura del techo del Parking, se acercó al suelo en la pista central tomó una vecinal y se presentó delante de la puerta de los laboratorios que se abrieron y cerraron detrás de él.

Las calles y los edificios de la Universidad se destacaban por su sencillez sobre la exuberancia vegetal del resto de la ciudad. Acá, las paredes estaban desnudas, las bóvedas sin una flor o una hoja. Ni un ornamento sobre las puertas trapezoidales, ni el más mínimo arroyuelo en el suelo de la calle blanca donde el aparato seguía su curso, ni un pájaro en el aire, ni una cervatilla sorprendida en un recodo, ni una mariposa, ni un conejo blanco. Era la severidad del conocimiento abstracto. Las pistas de transporte tenían asientos fabricados y rampas metálicas.