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— He comenzado… — dijo Coban.

— Yo quiero volver junto a Paikan — dijo Eléa—. Usted no me deja otra esperanza más que morir, o morir. Quiero morir con él.

— Yo hago algo — dijo Coban.

— He construido un refugio que resistirá a todo. Lo he hecho guarnecer de semillas de toda clase de plantas de óvulos fecundados de toda clase de animales e incubadoras para desarrollarlos, de diez mil bobinas de conocimientos de máquinas silenciosas, de útiles, de muebles, de todas las muestras de nuestra civilización, de todo lo que hace falta para hacer renacer otra semejante. Y en el centro colocaré a un hombre y una mujer. El ordenador ha elegido cinco mujeres, por su equilibrio psíquico y físico, por su salud y belleza perfecta. Han recibido los números de 15 al 5 por orden de perfección. La número 1 murió anteayer en un accidente. La número 4, está en viaje a Enisorai, no puede volver. La número 5 habita Gonda 62. La he mandado buscar también. Temo que no llegue aquí a tiempo. La número 2 es usted, Lona, la número 3 es usted, Eléa».

Callo un segundo, tuvo una especie de sonrisa cansada, se volvió a Lona, y continuó:

— Naturalmente, no habrá más que una mujer en el Refugio. Será usted, Lona vivirá…

Lona se levantó, pero antes de que tuviese tiempo de hablar, una voz se le adelantó:

— Escuche, Coban, aquí están los test de Lona número 2. Todas las condiciones exigidas, presentes al máximum, pero metabolismo en evolución y hormono — equilibrio trastocado; Lona número 2 está encinta de dos semanas.

— ¿Lo sabía usted? — preguntó Coban.

— No — dijo Lona—, pero lo esperaba. Nos habíamos sacado las llaves la tercera noche de primavera.

— Lo siento por usted — dijo Coban separando las manos—. Esto la elimina. El hombre y la mujer colocados en el Refugio estarán colocados en hibernación en el frío absoluto. Es posible que su embarazo dañe el éxito de la operación. No puedo tomar ese riesgo. Vuélvase a su casa. Le pido guardar secreto durante un día sobre lo que he dicho, aun con vuestro Designado. En un día, todo se habrá producido.

— Me callaré — contestó Lona.

— La creo — dijo Coban—. El ordenador la ha definido así; sólida, lenta, muda, defensiva, implacable.

Hizo una señal a los dos guardias de verde que estaban cerca de la puerta. Se apartaron para dejar salir a Lona. Él se dio vuelta hacia Eléa.

— Será entonces usted — le dijo.

Eléa se sintió convertirse en un bloque de piedra. Luego su circulación se restableció con violencia, y su cara enrojeció. Se esforzó por conservar la calma. Oyó de nuevo a Coban:

— El ordenador la ha definido aquí: equilibrada, rápida, obstinada, ofensiva, eficaz.

Ella se sintió de nuevo capaz de hablar. Atacó:

— ¿Por qué no dejó entrar a Paikan? No iré sin él a vuestro Refugio.

— El ordenador ha elegido las mujeres por su belleza y su salud, y por supuesto también por su inteligencia. Ha elegido los hombres por su salud y su inteligencia, pero ante todo por sus conocimientos. Es preciso que el hombre que vuelva a salir del Refugio dentro de algunos años, puede ser que dentro de un siglo o dos, sea capaz de comprender todo lo que está impreso sobre las bobinas, y aún, si fuera posible, saber más que ellas. Su papel no será solamente el de hacer hijos. El hombre que ha sido elegido debe ser capaz de hacer renacer el mundo. Paikan es inteligente, pero sus conocimientos son limitados. No sabría ni aún interpretar la ecuación de Zoran.

— Entonces, ¿quién es el hombre?

— El ordenador ha elegido cinco, como para las mujeres.

— ¿Quién es el número uno?

— Soy yo — dijo Coban.

— Enisorai, era ya usted — dijo Leonova a Hoover—. Ustedes eran ya los americanos puercos, los imperialistas tratando de tragarse al mundo entero y sus accesorios.

— Mi encanto — dijo Hoover—, nosotros, americanos de hoy día, no somos más que europeos desplazados, vuestros primitos de viaje… Me gustaría que Eléa nos muestre un poco cómo era la jeta de los primeros ocupantes de América. Hasta ahora no hemos visto más que Gondas. En la próxima sesión, le pediremos a Eléa que nos muestre a Enisores.

Eléa le mostró a Enisores. Ella había ido con Paikan en viaje a Diédohu, la capital de Enisorai central, para la fiesta de la Nube. Sacó para ellos las imágenes de su memoria.

Llegaron con Eléa en un aparato de larga distancia. En el horizonte, una cadena de montañas gigantescas escalaban el cielo. Cuando estuvieron más cerca, vieron que la montaña y la ciudad no hacían más que uno.

Construida en enormes bloques de piedra, la ciudad se acercaba a la montaña, la recubría, la sobrepasaba, tomaba apoyo sobre ella para proyectar hacia lo alto su lanza terminaclass="underline" el monolito del Templo, cuya cúspide se perdía en una nube eterna.

Vieron a los Enisores trabajar y divertirse. Las necesidades de la población eran tan considerables y su crecimiento tan rápido, que, aun en ese día de la Fiesta de la Nube, no podían parar de edificar. Sin cesar, incansablemente como hormigas, los constructores agrandaban la ciudad, tallaban calles, escaleras y plazas en los flancos todavía vírgenes de la montaña, edificaban murallas, casas y palacios. No utilizaban más herramientas que sus manos. Llevaban sobre el pecho, colgada de un collar de oro, la efigie de la serpiente llama, símbolo enisor de la energía universal. No era solamente un símbolo, sino sobre todo un trasformador. Le daba al que lo usaba, el poder de dominar muy sencillamente con sus manos todas las fuerzas naturales.

Sobre la pantalla grande, los sabios de EPI, vieron los constructores enisores levantar sin esfuerzo bloques rocosos que debían pesar toneladas, posarlos unos sobre otros, ajustarlos entre sí, darles forma, modificarlos, centrarlos con el filo de la mano, alisarlos con la palma, como si fuera masilla. Entre las manos de los constructores, la materia se tomaba imponderable, maleable, dócil. En cuanto dejaban de tocarla, la piedra recobraba su dureza y su masa de piedra.

Los extranjeros invitados a la Fiesta de la Nube no estaban autorizados a aterrizar. Sus máquinas debían quedarse en la estación aérea en las inmediaciones de Diédohu. Sus filas curvas en distintas alturas componían en el cielo como las gradas multicolores de un extraño circo colocado sobre el vacío. Frente a ellos se levantaba el Templo, cuya flecha, construida de un solo bloque de piedra, más alto que los rascacielos de la América contemporánea, hundía su punta en la Nube. Una escalera monumental tallada en su masa, la circundaba en espiral. Sobre esta escalera, desde hacía horas, una muchedumbre subía hacia la cúspide del Templo. Subía lentamente, con su propia gravedad pesando sobre sus músculos, mientras que en todos los otros lugares, en las calles y las escaleras de la ciudad, los enisores se desplazaban con una soltura y una velocidad que revelaba su dominio de la gravedad. La muchedumbre de la escalera, componía, por el conjunto colorido de sus vestimentas, la efigie de la serpiente — IIama. La cabeza de la serpiente ondulaba sobre la escalera, a la izquierda, a: la derecha, y seguía subiendo. Su cuerpo continuaba enrollándose en los escalones alrededor de la Flecha. Debía componerse de varios centenares de miles de personas, quizá su número pasaba del millón.

Por las aberturas del aparato entraba la música que ritmaba los movimientos de la serpiente. Era una especie de lento jadeo que parecía emanar de la montaña y de la ciudad, y que la muchedumbre, la de la Flecha, la de las escaleras y de las calles, la que subía, la que miraba, la que trabajaba, acompañaba con profundos sonidos de su garganta, manteniendo la boca cerrada.