Cuando la cabeza de la serpiente alcanzó la Nube, el sol se hundía detrás de la montaña: la cabeza de la serpiente entró en la Nube con el crepúsculo. La noche cayó en pocos minutos. Reflectores, instalados en toda la ciudad, iluminaron la Flecha y el gentío que la rodeaba. El ritmo de la música y el canto se aceleró y la flecha comenzó a moverse, a menos que fuera la Nube. Se vio a la Flecha hundirse en la Nube o la Nube hundirse sobre la Flecha, retirarse, volver a comenzar, de más en más rápidamente, como por un inmenso acoplamiento de la Tierra y del Cielo.
El jadeo de la música se aceleró, aumentó de potencia, golpeaba los aparatos estacionados en el cielo como olas y dislocaba sus alineamientos. En el suelo todos los trabajadores abandonaban su trabajo. En los palacios, en las casas, en las calles, sobre las plazas los hombres se acercaban a las mujeres y las mujeres a los hombres, por casualidad, simplemente porque eran los más cercanos a ellos, y sin saber si eran bellos o feos, viejos o jóvenes o quienes eran, se agarraban y se abrazaban, se acostaban ahí mismo en el lugar en que se encontraban, entraban juntos en el ritmo único que sacudía a la montaña y a la ciudad. La Flecha penetró entera en la Nube, hasta su base. La montaña se resquebrajó, la ciudad se solivió, liberada de su peso, pronta a hundirse en el cielo hasta el infinito. La Nube llameó. Estalló en truenos de cataclismos, luego se apagó y se retiró. La ciudad pesó de nuevo sobre la Montaña. La Flecha estaba desnuda. No había ya nadie sobre la gran escalera de piedra. Todas las parejas acostadas se desunían y se separaban. Hombres y mujeres se levantaban alelados y se separaban. Otros se dormían sobre el mismo lugar. Durante algunos instantes de una brevedad sofocante, habían participado todos juntos del mismo placer cósmico. Cada uno de ellos había sido toda la Tierra, cada uno de ellas el Cielo. Era así una vez por año, en todas las ciudades de Enisorai. Durante el resto de los días y las noches, los hombres enisores no se acercaban a las mujeres.
Los sabios de EPI interrogaron a Eléa. ¿Qué se había hecho toda la multitud de la escalera?
— La Flecha se dio a la Nube — dijo Eléa—. La Nube se dio a la Energía Universal. Todos los y las que la componían eran voluntarios. Habían sido elegidos desde su infancia, sea porque presentaran alguna deficiencia de la mente o del cuerpo, aún ínfima, sea, al contrario, porque eran más inteligentes, más fuertes, más bellos que la medianía de los enisores. Criados en función de ese sacrificio, habían aprendido a desearlo con todo su cuerpo y todo su espíritu. Tenían derecho a sustraerse a ello, pero un número muy pequeño usaba de ese derecho. Así, la raza enisora se mantenía en una calidad de nivel constante. Pero ese sacrificio, sin embargo, no bastaba para compensar la natalidad que provocaba. Durante la fiesta de la Nube, eran concebidos veinte veces más enisores que los que perecían sobre todas las Flechas del Continente.
— Pero — dijo Hoover—, todas esas buenas mujeres debían parir todas el mismo día.
— No — contestó Eléa—, el tiempo de la gestación, en Enisorai, variaba de una a tres estaciones, según el deseo de la madre y según su edad. Como usted lo habrá visto no había Designación, por lo tanto nada de parejas, nada de familias. Los hombres y las mujeres vivían mezclados, en estado de igualdad absoluta de derechos y de deberes, en los Palacios comunes o en las casas individuales, como lo deseaban. Los niños eran criados por el Estado. No conocían a su madre, y por supuesto, menos a su padre.
A pesar de que el aparato se mantuviese lejos por encima de la muchedumbre a través de su ventana más próxima, los sabios habían podido ver en detalle un gran número de caras de enisores. Tenían todos el pelo negro y lacio, los ojos oblicuos, los pómulos salientes, la nariz aguileña arriba y aplastada abajo. Eran indiscutiblemente los antepasados comunes de los mayas, los aztecas, y los otros indios de América, y quizá también de los japoneses y los chinos, y de todas las razas mongoloides.
— ¡Ahí están, vuestros imperialistas! — dijo Hoover a Leonova.
Suspiró, luego agregó:
— Espero que nos guardarán menos rencor ahora, por haber tratado un poco duramente a sus descendientes.
— No es la vida lo que usted quiere salvar, sino la suya — dijo Eléa—. Y ha hecho buscar por el Ordenador las cinco mujeres más bellas del continente, para elegir la que lo acompañará.
— Mire — dijo Coban con una gravedad triste—, a la que hubiese elegido de salvar conmigo si hubiese creído tener el derecho de hacerlo…
Activó un haz de ondas. Encima de la mesa apareció la imagen de una niñta que se parecía extraordinariamente a Coban. De rodillas sobre un cuadro de césped cerca del lago de la Novena Profundidad, ella acariciaba un cervatillo de ojos pintados. Largos cabellos negros como de varoncito caían sobre sus hombros desnudos. Sus brazos gráciles se anudaban alrededor del cuello del animal que le mordisqueaba las orejas.
— Es Doa, mi hija — dijo Coban—, tiene doce años, y está sola. — Todas las chicas de su edad tienen desde hace tiempo un compañero. Pero ella está sola… Porque es como yo, una no — designada. El ordenador no ha podido encontrarme una compañera que me hubiese soportado y que no me hubiese irritado por la lentitud de su espíritu. Una cierta vivacidad de las facultades mentales condena a la soledad. He vivido algunos período, con viudas, con separadas. con no — designadas también. La madre de Doa era una de ellas. Su inteligencia era grande, pero su carácter atroz. El Ordenador no ha querido agobiar a ningún hombre con ella. A causa de su inteligencia, y de su belleza le pedí que me hiciera un niño. Aceptó con la condición de quedarse al lado mío para criarla. Lo creí posible. Nos hemos sacado nuestras llaves. Algunos días después tuvimos que separamos. Era bastante inteligente para comprender que no podía encontrar la felicidad al lado de nadie, ni aun de su criatura. Cuando nació, ella me la envió.
Era Doa…
«Doa, a su vez, ha recibido del Ordenador una respuesta negativa. Su carácter es muy dulce, pero su inteligencia es superior a la mía. No encontrará su igual en ninguna parte. Si vive…
La voz de Coban se ahogó. Borró la imagen.
— ¿No cree usted que amo a Doa por lo menos tanto como usted quiere a Paikan? ¿No cree que si yo obedeciese a motivos egoístas, es a ella a quien encerraría en el Refugio? ¿O que me quedaría, cerca de ella abandonando con alegría mi lugar al número 2? Pero conozco al número 2, sé lo que valen sus conocimientos y lo que valen los míos. El Ordenador ha tenido razón de designarme. No se trata ya de amor, ni de sentimientos ni de nosotros mismos. Estamos frente a un deber que nos sobrepasa. Tenemos, usted y yo, que preservar la vida universal rehacer el mundo.
— Escúcheme bien Coban — dijo Eléa—, me importa poco del mundo, de la vida, de la de los hombres y de la del universo. Sin Paikan, no hay más universo, no hay más vida. Deme a Paikan en el Refugio, y yo os bendeciré hasta el fondo de la Eternidad.
— No puedo — respondió Coban.
— Deme a Paikan! ¡Quédese junto a su hija! ¡No la deje morir sola, abandonada por usted!
— No puedo — dijo Coban a media voz.
Su rostro expresaba a la vez su resolución y su infinita tristeza. Este hombre estaba al final de un combate que lo dejaba destrozado, pero su resolución estaba tomada, una vez por todas, No había podido construir un Refugio más grande. El gobierno, totalmente absorbido por Gonda 1 y el monstruo colosal que se agazapaba en él, se había desinteresado del proyecto de Coban, lo había dejado proceder pero se había rehusado a ayudarlo. Era la Universidad sola la que había hecho el Refugio. Esta fabricación, este alumbramiento había movilizado todo su poder energético, todos los recursos de sus máquinas, de sus laboratorios y de sus créditos. Era el fruto único de una planta enorme. No contendría más que dos semillas, una tercera lo condenaría a perecer. Aún pequeña. Aún Doa. No podía cobijar más que a un hombre y una mujer.