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Eléa se despertó acostada sobre una alfombra de piel. Descansaba sobre un lecho suave y tibio posado sobre la nada, ella flotaba en un estado de relajación total.

Había sido examinada de pies a cabeza, pesada casi a la precisión de una célula, alimentada, dada de beber, masajeada, compensada, acunada hasta no ser más que un cuerpo con el peso exactamente buscado, y de una pasividad perfecta.

Luego Coban que había vuelto, le había explicado el mecanismo de cierre y de abertura del Refugio, al mismo tiempo que le administraba él mismo, en forma de humo para respirar, de aceite sobre su lengua, de neblina en sus ojos, de largas modulaciones de infrasonidos sobre las sienes los diversos elementos del suero universal. Ella había sentido una energía nueva, luminosa, invadir todo su cuerpo, limpiarlo de sus últimos repliegues de lasitud, llenarla hasta la piel con un impulso igual al de los bosques en la primavera. Se habla sentido ponerse dura como un árbol, fuerte como un toro, en equilibrio como un lago. La fuerza, el equilibrio y la paz la hablan conducido irresistiblemente al sueño.

Se había dormido en el sillón del laboratorio, acababa de abrir los ojos sobre esta alfombra, en una pieza redonda y desnuda. La única puerta se encontraba frente. a ella. Delante de la puerta un guardia vestido de verde, sentado sobre un cubo, la miraba. Tenía agarrados con la punta de los dedos un objeto en vidrio hecho de delgados tubos estrelazados en volutas complicadas. Los tubos frágiles estaban llenos de un líquido verde.

— Puesto que ya no duerme — dijo el guardia—, le prevengo: si usted trata de salir a la fuerza, abro los dedos, esto se cae y se destroza, y usted duerme como una piedra.

Ella no respondió. Ella lo miraba. Movilizaba todos los recursos de su inteligencia hacia un solo objetivo, salir y reunirse con Paikan.

El guardia era grande, ancho de hombros, corpulento. Sus cabellos trenzados tenían color de bronce nuevo. Estaba en cabeza y sin armas. Su pescuezo era casi tan ancho como su cara maciza. Constituía un serio obstáculo frente a la única puerta. Al final de su brazo musculoso, en su mano ruda, tenía este objeto infinitamente frágil, obstáculo aún más serio.

— Escuche, Eléa — dijo una voz—, Paikan pide verla y hablarle. Nosotros se lo permitimos.

La imagen de Paikan se alzó entre ella y el guardia. Eléa saltó sobre sus pies.

— ¡Eléa!

— ¡Paikan!

Estaba de pie en la cúpula de trabajo. Ella veía cerca de él un fragmento de la tableta y la imagen de una nube.

— ¡Eléa! ¿Dónde estás? ¿Dónde vas? ¿Por qué me dejas?

— ¡He rehusado, Paikan! ¡Soy tuya! ¡No soy de ellos! ¡Coban me ha obligado! ¡Me retienen!

— ¡Vengo a buscarte! ¡Destrozaré todo! ¡Los mataré! Blandió su mano izquierda, hundida en el arma.

— ¡Tú no puedes! ¡No sabes dónde estoy!

— Yo tampoco lo sé! ¡Espérame, volveré a ti! ¡Por todos los medios!

— Te creo, te espero — dijo Paikan.

La imagen desapareció.

El guardia siempre sentado miraba a Eléa. De pie en el centro de la pieza redonda, ella lo miraba y lo evaluaba.

Dio un paso hacia él. Él agarró la máscara que tenía colgada del cuello y se la colocó sobre la nariz.

— ¡Cuidado! — dijo con voz gangosa.

Movió con precaución, el entrelazamiento frágil de los tubos de vidrio.

— Te conozco — dijo ella.

La miró con sorpresa.

— Tú y tus semejantes los conozco. Son simples, son valientes. Hacen lo que les mandan, no se les explica nada.

Ella hizo deslizarse el extremo de la cinta azul que le envolvía el busto, y comenzó o desenrollaría.

— Coban no te ha dicho que vas a morir…

El guardia esbozó una sonrisa. Era guardia, estaba en las Profundidades, no creía en su propia muerte.

— Va a haber una guerra y no quedarán sobrevivientes. Tú sabes que digo la verdad, vas a morir. Ustedes van a morir todos, excepto Coban y yo.

El guardia supo que esta mujer no mentía. No era de las que se rebajan a mentir, cualquiera sean las circunstancias. Pero debía estar equivocada, hay siempre sobrevivientes. Los otros se mueren, yo no.

Ahora su talle estaba desnudo, y ella comenzaba a desatar la banda en diagonal de la cintura al hombro.

— Todo el mundo va a morir en Gondawa. Coban lo sabe. Ha construido un Refugio que nada puede destruir, para encerrarse. Ha encargado al Ordenador de elegir la mujer que encerrará con él. Esa mujer soy yo. ¿Sabes por qué el Ordenador me ha elegido entre millones? Porque soy la más bella. Tú no has visto más que mi cara. Mira…

Ella desnudó su seno derecho. El guardia miró esta carne maravillosa, esta flor y esta fruta, y sintió el ruido de la sangre golpeando en sus oídos.

— ¿Me deseas? — dijo Eléa.

Continuaba lentamente de descubrir su busto. Su seno izquierdo estaba todavía rodeado a medias por el género.

— Sé qué clase de mujer te ha elegido el Ordenador. Pesa tres veces mi peso.

— Una mujer como yo no has visto nunca…

La banda entera se deslizó al suelo, descubriendo el seno izquierdo. Eléa dejó colgar sus brazos a lo largo de su cuerpo, las palmas de la mano medio vueltas hacia adelante, los brazos un poco separados, ofreciendo su busto desnudo, el esplendor de sus senos proporcionados, llenos, suaves, gloriosos.

— Antes de morir, ¿me deseas?

Levantó la mano izquierda, y de un solo movimiento hizo caer la vestimenta que le cubría las caderas.

El guardia se levantó, dejó sobre el cubo el temible, frágil, amenazador objeto de vidrio, se arrancó la máscara y la túnica. Conjunto perfecto de músculos equilibrados y poderosos, su torso desnudo era magnífico.

— ¿Tú eres de Paikan? — dijo.

— Le he prometido: por todos los medios.

— Te abriré la puerta y te conduciré afuera. Él se sacó el faldón. Estaban de pie, desnudos uno frente al otro. Ella retrocedió lentamente, y cuando tuvo la alfombra bajo sus pies se puso de cuclillas y se acostó. Él se acercó, poderoso y pesado, precedido por un deseo soberbio. Él se acostó sobre ella y ella se abrió.

Ella lo sintió presentarse, anudó sus pies en las caderas de él y lo aplastó sobre ella. Él entró como una biela. Ella tuvo un espasmo de horror.

— ¡Soy de Paikan! — dijo.

Ella le hundió sus dos pulgares a la vez en las carótidas. Él se sofocó y se retorció. Pero ella era fuerte como diez hombres, y lo tenía sujeto con sus pies anudados, con sus rodillas, con sus codos, y sus dedos hundidos en sus cabellos trenzados. Y sus pulgares inexorables, endurecidos como el acero por la voluntad de matarlo, privaba a su cerebro de la menor gota de sangre.

Fue una lucha salvaje. Enlazados, anudados el uno al otro y en el otro, rodaban por el suelo en todas las direcciones. Las manos del hombre se aferraban a las manos de Eléa y tiraban, trataban de arrancar la muerte de su cuello. Y su bajo vientre quería vivir todavía, vivir todavía un poco, vivir lo suficiente como para ir hasta el final de su placer. Sus brazos y su torso luchaban por sobrevivir, y sus caderas y sus muslos luchaban, se apresuraban para ganarle de mano a, la muerte en velocidad, para gozar, gozar antes de morir.

Una Convulsión terrible lo puso tieso. Se hundió hasta el fondo de la muerte enganchada alrededor suyo y vació en un goce fulgurante, interminablemente toda su vida. La lucha terminó. Eléa esperó que el hombre se volviese ante ella pasivo y pesado como una bestia muerta. Entonces retiró sus pulgares hundidos en la carne blanda. Las uñas estaban llenas de sangre. Abrió sus piernas crispadas y se deslizó fuera del peso del hombre. Ella jadeaba de asco. Hubiese querido darse vuelta como un guante y lavar todo el interior de sí misma hasta los cabellos. Recogió la túnica del guardia, se restregó la cara, el pecho, el vientre, la tiró sucia, y se vistió rápidamente.