Se aplicó la máscara sobre la nariz, tomó la frágil construcción de vidrio y con precaución empujó la puerta. Ésta se abrió.
Ella daba sobre el laboratorio donde Eléa había recibido la preparación. El jefe y los dos ayudantes de laboratorio estaban inclinados sobre una mesa. Un guardia armado estaba, le pie frente a una puerta. Fue el primero en ver a Eléa. Dijo:
— ¡Cuidado!
Levantó la mano para ponerse su máscara.
Ella tiró el objeto de vidrio a sus pies. Se quebró sin ruido. Instantáneamente, la pieza se llenó de una bruma verde. El guardia y los tres hombres en vestidura color salmón se desplomaron sobre sí mismos.
Lea fue hacia la puerta y tomó las armas del guardia.
No soy un adolescente romántico. No soy una bestia congestionada gobernada por su estómago y su sexo. Soy razonablemente razonable, sentimental y sensual y capaz de dominar mis emociones e instintos. He podido soportar rápidamente la visión de tu vida, la mas íntima, he podido ver este bruto acostarse sobre ti, entrar en las maravillas de tu cuerpo. Lo que me ha trastornado es lo que he leído sobre tu rostro.
Hubieses podido no matar a ese hombre. Te había dicho que te acompañaría afuera. No puede ser que mintiera, pero no era para asegurar tu huida que lo has muerto, es porque estaba en tu vientre y no lo podías soportar. Lo has muerto por amor a Paikan. Amor. Esa palabra que la traductora utiliza porque no encuentra el equivalente del vuestro, no existe en vuestra lengua. Después de que te he visto vivir al lado de Paikan, he comprendido que era una palabra insuficiente. Nosotros decimos «la amo», lo decimos de la mujer pero también de la fruta que comemos, de la corbata que hemos elegido, y la mujer lo dice de su lápiz labial. Dice de su amante «es mío»… tú dices lo contrario: «yo soy de Paikan» y Paikan dice: «soy de Eléa». Tú eres de él, tú eres parte de ¿conseguiré alguna vez desligarte? Trato de interesarte en nuestro mundo, te he hecho escuchar Mozart y Bach, te he mostrado fotografías de París, Nueva York, de Brasilia, te he hablado de la historia de los hombres, de la que conocemos y es nuestro pasado, tan breve al lado de la duración inmensa de tu sueño. Fue, en vano.
Escuchas, miras, pero nada te interesa. Estás detrás de un muro. No tocas nuestro tiempo. Tú pasado te ha seguido en el consciente y en el subconsciente de tu memoria. No piensas mas que en sumergirte en él, en volverlo a encontrar, en revivirlo. El presente para ti es él.
Un aparato veloz de la Universidad se había posado sobre la pista de aterrizaje de la Torre. Los guardias que habían bajado de él registraban el departamento y la cúpula. Sobre la terraza, cerca del árbol de seda, Coban hablaba con Paikan. Acababa de explicarle por qué tenía necesidad de Eléa, y anunciarle su evasión.
— ¡Ha destruido todo lo que le impedía pasar, hombres, puertas y paredes! He podido seguir su rastro como el de un proyectil hasta la calle, donde se ha tornado un transeúnte libre.
Los guardias interrumpieron a Coban para hacerle saber que Eléa no estaba ni en el departamento ni en la cúpula. Les ordenó registrar la terraza.
— Dudo mucho de que esté allí — le dijo a Paikan—. Ella sabía que yo venía derecho hacia aquí. Pero yo sé que ella no tiene más que un deseo: reunirse con usted. Vendrá o le haré saber dónde está, para que se junte con ella. Entonces la agarraremos de vuelta. Es inevitable. Pero vamos a perder mucho tiempo. Si ella lo llama, hágale comprender, dígale de volver a la Universidad…
— No — contestó Paikan.
Coban lo miró con gravedad y tristeza.
— Usted no es un genio, Paikan, pero es inteligente. Y usted es de Eléa.
— Soy de Eléa — dijo Paikan.
— Si ella entra en el refugio, vivirá. Si ella no entra, morirá. Ella es inteligente y resuelta. El Ordenador ha hecho una buena elección, acaba de probarlo. Puede ser que a pesar de nuestra vigilancia consiga reunirse con usted. Entonces le toca a usted convencerla de que debe volver junto a mí. Conmigo vivirá; con usted morirá. En el Refugio, es la vida. Fuera del refugio, es la muerte dentro de algunos días, quizá algunas horas. ¿Qué prefiere? ¿Que viva sin usted, o que muera con usted?
Estremecido, torturado, furioso, Paikan gritó:
— ¿Por qué no elige otra mujer?
— Ya no es posible. Eléa ha recibido la única dosis disponible del suero universal. Sin ese suero, ningún organismo humano podría atravesar el frío absoluto sin sufrir graves daños, y quizá perecer.
Los guardias vinieron a decirle a Coban que Eléa no estaba en la terraza.
— Está en algún lado en esta proximidad, espera que nos hayamos ido — dijo—. La Torre quedará bajo vigilancia. Ustedes no se pueden reunir sin que lo sepamos. Pero si por milagro consiguieran hacerlo, acuérdese que tiene la elección entre su vida y su muerte…
Coban y los guardias volvieron al aparato que se elevó algunos centímetros por encima de la pista de aterrizaje, dio vuelta sobre el mismo lugar y se alejó con la máxima aceleración.
Paikan se acercó a la rampa y miró en el aire. Un aparato con la ecuación de Zoran estampada describía círculos lentos alrededor de la vertical de la Torre.
Paikan activó la pantalla de proximidad y la dirigió hacia las casas de recreo apoyadas en el suelo alrededor de la Torre.
Por todos lados vio caras de guardias que lo miraban al través de sus propias pantallas.
Entró en el departamento, abrió el ascensor. Un guardia estaba de pie en la cabina. Cerró la puerta, rabioso, y subió a la cúpula. Se plantó en medio de la pieza trasparente, miró al cielo puro donde el aparato de la Universidad seguía girando lentamente, levantó los brazos en cruz, los dedos separados, y empezó a hacer los gestos anunciadores de la tempestad.
Frente a él, bastante alto, una pequeña nube blanca inflada nació en el azul del cielo. Un poco por todos lados en el cielo de la Torre nacieron pequeñas nubecillas blancas encantadoras, que trasformaban el cielo en un gran prado florido. Rápidamente, se desarrollaron y se juntaron, no formaron más que una masa que se espesó y volvióse negra, y se puso a dar vueltas sobre sí misma bramando truenos prisioneros. El viento curvó los árboles de la terraza, alcanzó el suelo, aulló desgarrándose sobre las ruinas y sacudió las casas de recreo.
La cara del jefe de servicio apareció sobre la tableta. Parecía enloquecido.
— ¡Escuche Paikan ¿Qué sucede allí? ¿Qué es este tornado? ¿Qué está haciendo? ¿Se ha vuelto loco?
— No hago nada — dijo Paikan—. ¡La cúpula está bloqueada! ¡Envíeme el taller, pronto! ¡No es más que un tomado, pero se va a volver un ciclón! ¡Apúrese! El jefe de servicio escupió palabras desagradables y desapareció.
La nube que remolineaba se había vuelto verde, con bruscas iluminaciones interiores púrpuras o lilas. Un ruido aterrador, continuo, bajaba hacia la tierra, el ruido de mil truenos contenidos. Un haz de relámpagos perforó la superficie y golpeó el aparato de la Universidad, que desapareció en una llama.
En el estrépito que se oyó y que estremeció la Torre, Paikan bajó corriendo al departamento, y en la terraza se sumergió en la piscina.
Eléa estaba allí, hundida en la arena, la cara recubierto con la máscara y disimulada bajo las algas. Vio llegar a Paikan que le hacía señas. Surgió entonces de su escondite, y subió con él a la superficie. Trombas de agua caían de la nube, llevadas por un viento arremolinado que sacudía las casas de recreo sujetas a sus anclas. Una ráfaga se enrolló alrededor de la Torre y trató de arrancarla. La Torre gimió y resistió. El viento barrió el árbol de seda que subió descabellado, hacia la nube, y desapareció en un agujero negro.
Paikan había llevado con él a Eléa hasta la cúpula. La parte baja de la nube la acababa de alcanzar, y se rajaba sobre ella, mezcla de viento aullante, de bruma opaca, de lluvia y de granizo, iluminado por la sucesión de los relámpagos. Ellos acababan de hebillar el cinturón del arma cuando vieron llegar a los del taller, que pegaron sus narices contra un vidrio de la Cúpula. Paikan abrió. Dos reparadores saltaron adentro de la Torre, acompañados por los aullidos y los cañonazos del tornado.