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— ¿Qué pasa? — preguntó uno de ellos, espantado.

En vez de contestar, Paikan hundió su mano en el arma, y tiró sobre el Alma de la Cúpula que retumbó, gimió y se aplastó. Agarró rápidamente a Eléa, la proyectó hacia el ángulo del avión taller, saltó detrás de ella y despegó en seguida, mientras que ella con mucho trabajo cerraba el vidrio cónico. El taller desapareció en la espesura de la nube.

Era un aparato pesado, lento, poco manuable, pero que no temía a ninguna especie de huracán. Paikan destrozó la emisora que señalaba constantemente la posición del aparato, giró en la nube que crepitaba alrededor de ellos, y se ubicó en el centro que se desplazaba hacia el oeste, siguiendo el impulso que le había sido dado. La Cúpula aniquilada, se precisaría la intervención de las otras Torres para modificar el curso del tomado y neutralizarlo. Esto le dejaba bastante tiempo para ejecutar el plan que Paikan proponía a Eléa:

La única solución para ellos era dejar Gondawa y alcanzar Lamoss, la nación neutra. Para ello, había que romperla pista, aterrizar, posarse, y tomar un aparato de larga distancia. No podía sacar uno sino del parking, en la ciudad subterránea.

Los aparatos de la Universidad no se atreverían a arriesgarse con un temporal semejante, por temor de ver perturbado su campo de no — gravedad, y de caer como piedras. Pero seguramente hacían una buena vigilancia todo alrededor. Había, pues, que alcanzar el emplazamiento de un ascensor quedándose disimulado por la nube, y protegido por la ronda del rayo.

Paikan hizo bajar a los del taller al límite inferior de la nube. El suelo, barrido por torrentes de lluvia, destellaba a apenas diez altos de hombre, bajo la luz de los relámpagos. Era la gran llanura vitrificada. Los últimos ascensores de Gonda 7 no debían estar lejos. Eléa vio surgir a uno en la bruma. Paikan depositó brutalmente a los del taller. Apena! llegados al suelo, salieron corriendo y apuntaron sobre él sus dos armas a la vez.

El viento aullante llevó su polvo.

Era un ascensor rápido que iba directamente a Ia 5º Profundidad. Eso no tenía mayor importancia, cada Profundidad tenia su parking. Tomaron la cabina de asistencia inmediata. Cuando el ascensor se abrió para dejarlos salir, estaban lavados, secos, peinados, cepillados. Habían pagado con su llave.

En la Avenida del Transporte la muchedumbre parecía a la vez nerviosa y alelada. Imágenes surgían por todos lados para dar las últimas noticias. Había que hundir su llave en la placa — sonido para oír las palabras. Apoyados en la ama elástica de un árbol, sobre la pista de gran velocidad, ellos vieron y oyeron al presidente Lokan hacer declaraciones tranquilizadoras. No, no era la guerra. Todavía no. El Consejo haría todo lo posible para evitarla. Pero a cada ser viviente de Gondawa le rogaban que no se alejara de su puesto de movilización. La nación podía tener necesidad de todos ellos de un momento a otro.

La mayor parte de los gondas, hombres y mujeres, llevan el arma en la cintura y, sin duda, disimulada en alguna parte de su persona, la Semilla negra.

Los pájaros que no conocían las noticias, los pájaros jugaban, silbando de placer. Eléa sonrió y levantó el brazo izquierdo a la vertical por encima de su cabeza, con el puño cerrado, y el índice horizontal. Un pájaro amarillo frenó en pleno vuelo y se posó sobre el dedo tendido. Eléa lo atrajo a la altura de su cara, y lo apoyó contra su mejilla. Era suave y caliente. Ella sentía su corazón latir tan rápidamente que se diría una vibración. Ella le cantó unas palabras de amistad. Él respondió con un silbido agudo, saltó del dedo de Eléa a su cabeza, le dio unos cuantos picotazos en el cabello, aleteó y se dejó llevar por un vuelo de pájaros que pasaba. Eléa posó su mano en la de Paikan.

Bajaron de la Avenida hasta el parking. Era un bosque en abanico. Las ramas de los árboles se juntaban por encima de las filas de aparatos estacionados.

Las pistas convergían hacia la rampa de la chimenea de partida. De la chimenea de llegada, que se abría en el centro del bosque, caían aparatos de todos los tamaños que seguían las pistas de retorno, para conseguir un refugio debajo de las hojas, como animales en reposo después de la carrera.

Paikan eligió uno de dos plazas veloz y de larga distancia, y se sentó en uno de los asientos, Eléa al lado suyo.

Hundió su llave en la placa dé comando, esperando para indicar su destino que la señal azul de la placa se pusiera a guiñar. La señal no se encendió.

— ¿Qué es lo que pasa?

Retiró su anillo de la placa y lo hundió de nuevo.

La señal no respondió.

— Prueba la tuya…

Eléa a su vez hundió la llave en el metal elástico, pero también sin éxito.

— Está averiado — dijo Paikan—. ¡Otro, pronto!…

En el momento que se levantaban para salir, el difusor del aparato se puso a hablar. La voz los petrificó. Era la de Coban.

— Eléa, Paikan, sabemos dónde están. No se muevan más. Los mando buscar. No pueden ir a ninguna parte, he hecho anular sus cuentas en el ordenador central, ya no obtendrán nada más con sus llaves, no les pueden servir para nada, solamente para delatarlos. ¿qué esperan aún? no se muevan, los mando buscar… no tuvieron necesidad de ponerse de acuerdo, saltaron fuera del aparato y se alejaron rápidamente. De la mano atravesaron una pista delante de las narices de un aparato que frenó en seco, y se internaron bajo los árboles. Millares de pájaros cantaban entre las hojas verdes o purpúreas, alrededor de las ramas luminosas. Los sonidos, silbantes, apenas audibles de los motores en ralentí, componían un ruido de fondo que apaciguaba e incitaba a no hacer nada, a esperar, a confundirse con la alegría de los pájaros y de las hojas.

En la luz verde y dorada, llegaron al final de una nueva fila de aparatos de larga distancia. El último acababa recién de tomar su lugar. Un viajero se apeó. Paikan levantó su arma y tiró con débil poderío. El hombre fue proyectado y arrojado al suelo, muerto. Paikan corrió hacia él, lo tomó por las axilas, lo arrastró debajo de una rama baja, se agachó sobre él. Le dio mucho trabajo arrancarle su llave. El hombre era gordo, su anillo estaba hundido en su carne. Tuvo que escupir sobre el dedo para conseguir hacerlo resbalar. Cuando el anillo cedió por fin, ya estaba listo para cortarle el dedo, la garganta, cualquier cosa, con tal de poder llevar a Eléa lejos de Coban y de la guerra.

Subieron en el aparato aún caliente, y Paikan hundió la llave en la placa de comando. En vez de la señal azul, fue una señal amarilla la que se puso a palpitar. La puerta del aparato se cerró con un portazo, y el difusor de a bordo se puso a aullar: «¡Llave robada! ¡Llave robada!» Al exterior de la máquina una bocina chillaba.

Paikan abrió la puerta. Saltaron afuera y se alejaron al reparo de los árboles. Detrás de ellos la bocina continuaba su llamado chirriante, y el difusor gritando: «¡Llave robada! ¡Llave robada!».

Los viajeros que se dirigían a los aparatos o salían de ellos prestaban poca atención al incidente. Preocupaciones más graves los hacían apurar el paso. Por encima de la entrada de las Trece Calles, una enorme imagen mostraba la batalla de la Luna. Los dos campos se bombardeaban con sus armas nucleares, erizándola de hongos, cavando gigantescos cráteres, fisurando sus continentes, vaporizando sus mares, dispersando su atmósfera en el vacío. Los transeúntes se paraban, miraban un instante, partían de nuevo más rápidamente. Cada familia tenía un aliado o un pariente en las guarniciones de la Luna o de Marte.