En el momento en que Eléa y Paikan se metían en la decimoprimera calle, la chimenea del parking dio paso a un racimo de aparatos de la Universidad, que se dirigían hacia todas las pistas y todas las entradas.
La decimoprimera calle estaba llena de una multitud febril. Grupos se aglomeraban frente a las imágenes oficiales que trasmitían las noticias de la Luna o la última declaración del Presidente. De tiempo en tiempo, alguien que no había oído sus palabras, hundía su llave en la placa — sonido, y Lokan pronunciaba una vez más las mismas palabras tranquilizadoras:
— Aún no es la guerra.
— ¿Qué les hace falta? — gritó un muchacho flaco con el torso desnudo y pelo corto—.
— Ya es la guerra si uno la acepta ¡Digan no con los estudiantes! ¡No a la guerras! ¡No! ¡No!
Su protesta no logró ningún eco. Las gentes cerca de él se alejaron, y se dispersaron solos o tomados de la mano. Tenían conciencia de que gritar no o sí, o cualquier otra cosa, ya no serviría para nada.
Eléa y Paikan se apuraban hacia la entrada del ascensor en común, esperando deslizarse entre la multitud para llegar a la superficie. Una vez afuera, algo se les ocurriría. No tenían tiempo de pensar ahora. Los guardias de verde aparecían ya al final de la calle. Formaban una barrera de tres en fondo todo a lo ancho de la ruta Y avanzaban verificando la identidad de cada uno. El gentío se inquietaba y se ponía nervioso.
— ¿Qué buscan?
— ¡Un espía!
— ¡Un enisor!
— ¡Hay un enisor en la Quinta Profundidad!
— ¡Todo un comando de enisores! ¡Saboteadores!
— ¡Atención! ¡Escuchen y miren!
La imagen de Coban acababa de surgir en medio de la calle. Se repetía cada cincuenta pasos, dominando la multitud y los árboles, repitiendo el mismo gesto y pronunciando las mismas palabras.
— Escuchen y miren. Soy Coban. Busco a Eléa— 319– 07–01. He aquí su cara.
Un retrato de Eléa tomado unas horas antes en el laboratorio, saltó en el lugar de Coban. Eléa se volvió hacia Paikan y escondió su rostro en el pecho de éste.
— ¡No temas! — le dijo suavemente.
Le acarició la mejilla, deslizó una mano debajo de su brazo, desató la extremidad de la banda de su busto, le desnudó un hombro, y con la parte así suelta, le envolvió el cuello, el mentón, la frente y los cabellos. Era un arreglo que los hombres y las mujeres usaban a veces, que no llamaría la atención y que le dejaba pocas probabilidades de ser reconocida.
— Busco a esta mujer para salvarla. Si ustedes saben dónde está, señálenla. Pero no la toquen… ¡Escuche, Eléa! Sé que usted me oye. Señálese con su llave hundiéndola en cualquier placa. Señálese y no se mueva más. Escuchen y miren, busco a esta mujer: Eléa 3–19–07–91…
Un hombre la ha reconocido. Es uno sin llave. La ha reconocido por sus ojos. No hay un azul tan azul en los ojos de ninguna otra mujer, ni en Gonda 7, ni quizá en todo el continente. El hombre está apoyado contra la pared, entre dos troncos trepadores, bajo las ramas de donde cuelgan las máquinas distribuidores de agua, de alimentos y de mil objetos necesarios o superfluos que se pueden obtener con su llave. Él no puede ya obtener nada. Es un paria, un sin llave, no tiene más cuenta, no puede vivir sino de la mendicidad. Tiende la mano, y la gente que viene a servirse en el bosque, de las máquinas multicolores, le dan el fondo de un cubilete, o un poco de comida que come o mete en su bolsa colgada de la cintura. Para esconder la vergonzosa desnudez de su dedo Sin anillo, usa alrededor de la falange de su dedo mayor una cinta negra.
Ha visto a Eléa acurrucarse contra Paikan y éste disimularle la cara. Pero cuando ella ha levantado la cabeza para mirar a Paikan, él le ha visto los ojos, y ha reconocido los ojos azules de la imagen.
Los guardias de verde se acercaban lentamente, inexorablemente. Cada persona interpelada hundía su llave en una placa fijada en la muñeca del guardia. Aquélla, de cada persona buscada, se quedaría hundida y fijada, haciéndola prisionera. Eléa y Paikan se alejaron. El sin llave los siguió.
No habían tomado nunca el ascensor común, frecuentado sobre todo por los menos bien designados, los que no se tomaban de la mano, y tenían necesidad de la compañía de los demás. Supieron que no lo tomarían tampoco ahora, las puertas giratorias no dejaban pasar más que una persona a la vez, con su llave hundida en la placa…
No tomarían este ascensor, ni ningún otro, ni las avenidas de transporte, ni comida, ni bebida. Nada. Ya no podían obtener ninguna cosa. Una imagen gigantesca de Eléa llenó bruscamente todo el ancho de la calle.
— La Universidad busca a esta mujer, Eléa 3–19–07–91. La busca para salvarla. Si la ven, no la agarren, no la toquen. Síganla y señálenla. La buscamos para salvarla. Escuche, Eléa, sé que usted me oye. señálese usted misma con su llave.
— ¡Ellos me miran! ¡Ellos me miran! — dijo Eléa.
— No — contestó Paikan—, no te pueden reconocer.
— La reconocerán por sus ojos, cualquiera que sea su disfraz. Miren los ojos de esta mujer. La buscamos para salvarla.
— ¡Baja los párpados! ¡Mira el suelo!
Una triple fila de guardias de verde desembocó en el cruce de la decimoprimera calle y la transversal, y se adelantó al encuentro de los otros. No había más escapatoria. Paikan echó una mirada desesperada alrededor suyo.
— Miren bien los ojos de esta mujer…
Cada uno de los ojos era grande como un árbol, y el azul del iris era una puerta abierta en el cielo de la noche. Las lentejuelas de oro brillaban en ellos como fuegos. La imagen giraba lentamente para que cada uno pudiera verla de frente y de perfil.
Agobiada por esta presencia desmesurada de ella misma, Eléa bajaba la cabeza, crispaba su mano sobre la mano de Paikan que la arrastraba hacia las puertas de la Avenida con la esperanza de poder escabullirse por la salida.
La imagen impalpable les cerraba el camino. Llegaron muy cerquita de ella. Eléa paró y levantó la cabeza. Desde lo alto de su cara gigantesca, sus ojos inmensos la miraban en los ojos.
— Ven… — dijo suavemente Paikan.
La atrajo hacia él, y ella se puso nuevamente a caminar: una niebla temblorosa de mil colores la envolvió, habían entrado dentro de la imagen. Emergieron de ella, frente a las puertas de acceso a la Avenida. Los batientes de la salida se abrieron bruscamente bajó la presión de una multitud de estudiantes que corrían. Muchachos y muchachas todos tenían el torso desnudo, extremadamente flaco. Las muchachas se habían pintado sobre cada seno una gran X roja, para negar su femineidad. No había más varones ni mujeres, no había más que rebeldes. Desde el comienzo de su campaña, ellos ayunaban un día sobre dos, y el segundo día no comían más que la ración energética. Se habían vuelto duros, y livianos como flechas.
Corrían acompasando la palabra «Pao» que significa «no» en las dos lenguas gonda. Paikan y EIéa se sumergieron entre ellos a contra corriente, para llegar a los batientes de la puerta antes de que se cerrase.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
Los estudiantes los atropellaban y los arrastraban, y ellos volvían a correr hacia adelante apartando la multitud como una estrave. Los estudiantes se golpean contra ellos, se deslizaban a la derecha y a la izquierda, parecían no verlos, alucinados por el hambre y por su grito repetido.
— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…
Alcanzaron por fin la puerta. Pero un bloque la llenó y desbordó, empujándolos hacia atrás. Era una compañía de guardias de blanco de la policía del Consejo, codo contra codo, la mano izquierda armada.
Fría, eficaz, sin emoción, la Policía Blanca no se mostraba sino para proceder.
Sus miembros eran elegidos por el Ordenador antes de la edad de la Designación. No recibían llave, no tenían cuenta de crédito, estaban educados y entrenados en un campamento especial debajo de la Novena Profundidad, justo debajo del complejo de las máquinas estáticas. No subían nunca a la Superficie, rara vez por encima de las máquinas. Su universo era el del Gran Lago Salvaje, cuyas aguas se perdían en las tinieblas de una caverna inexplorable. Sobre sus riberas minerales, ellos libraban sin cesar batallas despiadadas los unos contra los otros. Peleaban, dormían, comían, peleaban, dormían, comían. La alimentación que recibían trasformaba su energía sexual desaprovechada en actividad de combate. Cuando el Consejo los necesitaba, los mandaba en cantidad más o menos importante donde la urgencia se hacía sentir, como un organismo moviliza sus fagocitos contra un forúnculo, y todo volvía a la normalidad. Estaban cubiertos de pies a cabeza, con una malla de material blanco parecido a cuero, que no dejaba libre más que la nariz y los ojos. Nadie había sabido nunca cuál era el largo de su pelo. Llevaban dos armas G, igualmente de color blanco, una en la mano izquierda, la otra sobre el vientre del lado derecho. Eran los únicas que podían hacer fuego con las dos manos. El Consejo los había lanzado en la ciudad para liquidar la revuelta de los estudiantes.