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— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…

El bloque de guardias blancos seguía saliendo, compacto, desde los batientes de la Avenida, y avanzaba hacia los estudiantes cuyos faldones multicolores remolineaban en la calle, subiéndose a los árboles. La multitud sintiendo venir el choque, disparaba hacia todas las salidas posibles. Bloqueada por los guardias verdes en la dos extremidades de la calle, ella refluía hacia las entradas de los ascensores de la Avenida. Una imagen nueva del Presidente surgió de la bóveda, horizontal, larga como la calle, extendida sobre la muchedumbre, y habló.

Una imagen parlante sin llave era tan extraordinario que todo el mundo paró y escuchó. Hasta los guardias.

— Escuchen y miren… Les informo que el Consejo ha decidido enviar al Consejero de la Amistad Internacional a Lamoss, rogando al gobierno enisor enviar allí su ministro equivalente. Nuestro objeto es tratar de limitar la guerra a los territorios exteriores, e impedir que se extienda a la Tierra. ¡La Paz todavía puede ser salvada!… Todos los seres vivientes de las categorías de 1 a 26 deben dirigirse inmediatamente a su emplazamiento de movilización.

La imagen diose vuelta completamente y empezó de nuevo su discurso.

— ¡Escuchen y miren!… les informo…

— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…

Los estudiantes habían formado una pirámide. En la cúspide, una muchacha con los senos rayados, ardiente de fe, gritaba, con los brazos en cruz:

— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡No lo escuchen! ¡No vayan a sus emplazamientos! ¡Rechacen la guerra, cualquiera que sea! ¡Digan No! ¡Obliguen al Consejo a declarar la Paz! ¡Sígannos!…

Un guardia blanco tiró. La muchacha desapareció en la mejilla de la imagen de Eléa.

— Buscamos a esta mujer…

Los guardias arremetieron tirando.

— ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!… ¡Pao!…

La pirámide voló en pedazos que eran muchachos y muchachas.

Paikan quiso hundir su mano en el arma, pero ya no estaba en su cintura. La había perdido, sin duda en el momento en que había creído colocarla en su lugar, saltando del aparato. La masa blanca compacta de los guardias iba a alcanzarlos, la multitud huía, los estudiantes pegaban su grito de rebeldía. Paikan aplastó a Eléa contra el suelo y se tiró sobre ella. Un guardia blanco los alcanzó corriendo a grandes zancadas. Paikan le agarró al vuelo la punta de un pie y lo dio vuelta con un golpe seco. El tobillo se rompió, El guardia cayó sin gritar. Paikan le hundió su rodilla sobre las vértebras cervicales y tiró, con sus dos manos, la cabeza hacia atrás. Las vértebras se quebraron. Paikan levantó la mano izquierda inerte, armada, y plegó a fondo los dedos enguantados en el arma. Un puñado de guardias voló y se aplastó contra la pared, y la pared pulverizada desapareció en una nube… Por detrás de la brecha abierta, las pistas de la Avenida desfilaban. La muchedumbre, Paikan y Eléa en medio de ella, se precipitaron allí, gritando. Paikan llevaba el arma del muerto. Los guardias blancos, indiferentes, continuaban con calma, su tarea de exterminio.

Abandonaron la Avenida en el Círculo del Parking. El Parking era la única esperanza, la única salida. Paikan había pensado en otra manera de procurarse un aparato. Pero había que llegar a él…

En el centro del Círculo se levantaban doce troncos de un Árbol Rojo. Unidos en su base, se evadían en corolas, se juntaban por sus ramas comunes como niños que hacen una ronda. Muy alto, sus hojas purpúreas ocultaban la bóveda, y se estremecían bajo la multitud de patas y de los cantos y alas de pájaros escondidos. Alrededor de su pie común daba vuelta un arroyuelo, en el fondo del cual pequeñas tortugas luminosas levantaban con sus cabezas chatas cantos rodados casi trasparentes, para buscar gusanos y larvas. Ella se arrodilló al borde del arroyuelo. Tomó agua con sus manos y hundió allí si, boca. La escupió con horror.

— Viene del lago de la Profundidad — dijo Paikan— Tú bien lo sabes…

Ella lo sabía pero tenía sed. Esta maravillosa agua clara era amarga, salada, pútrida y tibia. Era imbebible, aun en el minuto de la muerte. Paikan levantó suavemente a Eléa y la apretó contra él. Tenía sed y tenía hambre; estaba más afectado que ella, porque no tenía el sostén del suero universal. De las ramas encima de ellos colgaban mil máquinas que les proponían en, cambiantes colores, bebidas, alimentos, juegos, placer, necesidad. Sabía que no tenía ni el recurso de romper una u otra, pues en interior no había nada. Cada una fabricaba lo que tenla que fabricar, a partir de la nada. Con la llave.

— Ven — dijo Paikan con dulzura.

Agarrados de la mano, se acercaron a la entrada del Parking. Tres filas de guardias verdes formaban barrera. En cada calle que terminaba en el Círculo, una fila triple avanzaba, rechazando delante suyo multitudes nerviosas y de más en más densas.

Paikan hundió su mano en el arma, la despegó de su cintura, se volvió hacia la entrada del Parking y levantó el antebrazo.

— ¡No! — dijo Eléa—. Tienen granadas.

Cada guardia llevaba en la cintura una granada trasparente, frágil, llena de líquido verde. Bastaba que una sola se rompiese para que toda la muchedumbre fuese dormida inmediatamente. Eléa llevaba alrededor del cuello la máscara que ya le había servido en la Universidad y en las profundidades de la piscina, pero Paikan no tenía ninguna.

— Puedo quedarme dos minutos sin respirar — dijo Paikan—. Pon tu máscara. Y cuando haya tirado, lánzate.

Una imagen de Eléa se iluminó bruscamente en medio del Árbol Rojo y la voz de Coban se elevó:

— No podrán dejar la ciudad. Todas las salidas están vigiladas… Eléa, donde sea que esté, usted me oye. Señálese con su llave. Paikan, piense en ella y no en usted mismo. Conmigo es la vida, con usted es la muerte. Sálvela.

— ¡Tira! — dijo Eléa.

Él respiró a fondo y tiró con mediana potencia.

Los guardias se desplomaron. Algunas granadas se quebraron. Una bruma verde llenó de golpe el Círculo hasta la bóveda. La muchedumbre cayó de rodillas, se tumbó, y quedó tendida. Del techo de hojas de doce árboles, decenas de miles de pájaros cayeron como copos de todos colores, troquelados por la bruma. Ya Paikan tiraba de Eléa corriendo hacia el Parking. Él corría, dando zancadas sobre los cuerpos tendidos, y renovaba poco apoco el aire que llenaba sus pulmones. Tropezó contra una rodilla plegada, hizo «iha!», inspiró a pesar suyo, se durmió como un bloque, y llevado por el envión, hundió la cabeza adelante en un vientre acostado.

Eléa lo dio vuelta, lo tomó debajo de los brazos y se puso a arrastrarlo.