Выбрать главу

— ¡No llegará a hacerlo sola! — dijo una voz gangosa.

Cerca de ella estaba parado el sin llave, la cara tapada con una máscara modelo viejo, emparchada y sujeta por ligaduras de emergencia. Se agachó y tomó los pies de Paikan.

— Por aquí — dijo.

Condujo a Eléa y su fardo hacia la pared, en un recodo entre dos troncos separadores. Posó a Paikan y miró alrededor suyo. No había un solo ser viviente de pie al alcance de la vista. Sacó de su forja una varilla de hierro forjada, la hundió en un agujero de la pared, dio vuelta y empujó. El panel del muro entre los dos troncos se abrió como una puerta.

— ¡Pronto! ¡Pronto!…

Un aparato de la Universidad aterrizaba a la entrada del Parking. Levantaron a Paikan y entraron en el agujero negro.

El despertar era tan brusco como la caída en el sueño. En cuanto fue sustraído a la influencia de la bruma verde, Paikan abrió los ojos y vio la cara de Eléa. Estaba arrodillada cerca de él, tenía su mano derecha entre las suyas, y lo miraba con angustia.

Viéndolo despertar, suspiró de felicidad, le sonrió, abandonó su mano y se apartó para que él pudiese ver alrededor suyo.

Él miró y no vio más que gris. Paredes grises, el suelo gris, la bóveda gris. Y, frente a él, la escalera gris. Suficientemente ancha para dar salida a una muchedumbre, subía desierta, vacía, desnuda, interminablemente, en el gris y el silencio, y desaparecía.

Sobre la izquierda, otra escalera, igualmente ancha y vacía, bajaba enrollándose en el gris que la absorbía. Tramos más angostos y corredores en pendiente cavaban las paredes en todas las direcciones, hacia abajo, hacia arriba. Una capa de tierra cubría uniformemente el suelo, las paredes y las bóvedas.

— ¡La escalera — dijo Paikan—. La había olvidado!

— Todo el mundo la ha olvidado — contestó el sin llave.

Paikan se levantó y miró al hombre. También él era gris. Su vestimenta y su pelo eran grises, y su piel de un rosa gris.

— ¿Es usted el que me ha traído acá?

— Sí, con ella… ¿Es a ella que buscan, no es cierto?

Hablaba a media voz, sin brillo, sin timbre.

— Sí, es a mí — dijo Eléa.

— No pensarán en seguida en la escalera. Nadie la usa desde hace mucho tiempo. Las puertas han sido clausuradas y disimuladas. Les dará trabajo encontrarlas.

Tres hombres surgieron en silencio de un corredor en declive. Viendo el grupo, se pararon unos instantes, luego se acercaron, miraron a Eléa y Paikan y se fueron sin pronunciar una palabra, por los escalones principales, hacia arriba. Eran un poco de gris moviéndose en el gris inmóvil. Se hacían de menos en menos visibles, de más en más pequeños hacia lo alto, gris sobre gris, indiscernibles. Se les descubría de golpe, porque uno de ellos, en vez de continuar derecho, había dado un paso hacia el costado, punto gris que se movía sobre el gris; después, nada más que el gris que no se movía. Sus pies sobre los escalones habían aplastado la tierra sin desplazarla. Ella se volvía a inflar lentamente detrás de ellos, borrando la huella de sus pies, de su paso, de su vida.

La tierra no era polvorienta, sino afelpada, compacta, sólida. Especie de alfombra aireada, frágil, estable, era el forro de este revés del mundo.

— Si usted quiere subir hasta la Superficie — dijo el hombre, con su voz que era justo — apenas justo— lo suficientemente fuerte para que se le oyese, hay 30.000 escalones. Necesitará un día o dos.

Paikan contestó ahogando instintivamente la voz. El silencio era como un papel secante en el cual se temen oír las palabras, hundirse y desaparecer.

— Lo que queremos es llegar al Parking — dijo.

— El de la Quinta Profundidad está lleno de guardias. Habría que subir o bajar de una Profundidad. Bajar será más fácil…

El sin llave metió la mano en su alforja, sacó dos esférulas de comida y se las tendió. Mientras que las dejaban disolver en sus bocas, limpió, con el filo de la mano, la tierra que acolchaba a una especie de cilindro que bordeaba, a la altura de un hombre, el largo de la pared, y hundió en él dos veces una cuchilla. Un doble chorro de agua empezó a correr Eléa con la boca abierta, se precipitó bajo la delgada columna trasparente. Se ahogó, tosió, estornudó, rió de felicidad. Paikan bebía dentro de sus dos manos ahuecadas. Apenas habían apagado su sed, cuando el doble chorro disminuyó y se secó: el conducto de agua había reparado su escape.

— Beberán nuevamente agua más lejos — dijo el hombre—. Apurémonos, hay que bajar 300 escalones para llegar a la Sexta Profundidad.

Tomó la escalera de la derecha. Ellos lo siguieron. Él casi corría sobre los escalones, con una seguridad nacida de su larga práctica con la escalera y su vestimenta de tierra. Atravesó un estrecho rellano, tomó una escalera perpendicular, luego otra, otra y otra. Daba vueltas a la izquierda, a la derecha, bifurcaba, zigzagueaba. sin titubear, cayendo y bajando de piso en piso, siempre más abajo.

De la mano, Eléa y Paikan bajaban detrás de él, se sumergían en la espesura gris. A veces encontraban, cruzaban o pasaban a otros sin llaves silenciosos, que se desplazaban sin prisa, solos o por pequeños grupos. El complejo de la escalera era su universo. Este cuerpo abandonado, vaciado, este esqueleto hueco, vivía por su presencia furtiva. Habían practicado aberturas clandestinas, vuelto a abrir puertas desconocidas por las cuales se escurrían en el mundo del ruido y del color, justo el tiempo necesario para procurarse lo indispensable, por la mendicidad o la rapiña. Luego volvían al interior del gris, del cual habían tomado más o menos el colorido. la tierra del suelo ahogaba el ruido de los pasos, la de la pared el de las palabras. El silencio que los rodeaba entraba en ellos y los hacía callar.

Aturdidos, corriendo, saltando escalones, Eléa y Paikan seguían a su guía que arremetía hacia adelante. Les explicaba todo, con algunas palabras, trozos de frases, apenas habladas, como cuchicheadas. Hablaba del hambre cuando la gente del color no quería dar. Entonces estaban reducidos a comer «pájaros redondos». Mostró uno que huía delante de ellos. Era grande como un puño, era gris, no tenía alas.

Para atravesar un rellano, corrió a toda velocidad sobre sus patas flacas. Llegado arriba de los escalones, se precipitó, ocultó su cabeza y sus patas bajo las plumas, y rodó, rebotó, como una pelota hasta abajo.

Vieron varios que rascaban el huelo, y extirpaban con la punta del pico unos gusanos grasosos verde gris, que cavaban su galería en el espesor de la tierra y se nutrían de ella.

Eléa conservaba sus fuerzas y su aliento, pero Paikan tuvo que detenerse. Descansaron unos minutos, sentados al pie de un tramo de escalera. En un recodo del rellano, ardía una pequeña llama. Tres sombras silenciosas en cuclillas cocinaban «pájaros— redondos», que tenían agarrados por las patas sobre un fuego de bastara. El horrible olor de la carne asada llegó hasta él y dio náuseas a Paikan.

— Sigamos — dijo.

En el momento que se levantaban, grandes golpes resonaron en una de las paredes. Las tres sombras silenciosas se fugaron llevando sus presas medio crudas. Un fragmento del muro voló en pedazos.

— ¡Rápido! — dijo el sin llave—. ¡Es una antigua puerta, la han encontrado!…

Los empujó delante suyo hacia arriba. Volvieron a subir el tramo de escalones de cuatro en cuatro. Sobre el descanso, el panel de la pared se desmoronó y los guardias de verde entraron.

Los tres fugitivos corrían a toda velocidad por un corredor en pendiente, expulsando delante suyo una bandada de «pájaros— redondos» que rodaban, sacaban sus patas, para acelerar su velocidad, y se lanzaban de nuevo, de más en más rápidamente, sin un piar de espanto, redondos, rodantes, silenciosos y grises.

En el fondo del corredor, delante suyo, la voz de Coban se elevó. Estaba ahogada, descarnada por los fieltros de tierra, parecía muy próxima y venía, extenuada, del fondo del mundo.