— Escuche Eléa, sabemos dónde está. No se mueva más, nos reunimos con usted. No se mueva más, el tiempo apremia…
El ruido del sordo pisotear de los guardias venía hacía ellos, detrás suyo, por encima de ellos. El sin llave paró.
— Están por todos lados — dijo.
Paikan hundió la mano en el arma.
— ¡Espere! — dijo el hombre.
Se arrodilló, hizo un agujero con las manos en la alfombra de tierra, pegó su oreja contra el suelo y escuchó.
Se levantó de un salto.
— ¡Sí! — dijo—. Tire acá.
Al venir a refugiarse detrás de Paikan, mostraba el suelo desnudo.
Paikan tiró. El suelo tembló. Panes de tierra rasgados volaron por el aire.
— ¡Más fuerte!
Paikan tiró de nuevo. El suelo se abrió rugiendo.
— ¡Salte!
El sin llave dio el ejemplo y saltó en el abismo desde donde subía un ruido de agua. Saltaron detrás suyo y cayeron en el agua amarga y tibia. Una correntada muy fuerte los llevó. Eléa subió a la superficie y busco a Paikan. El agua era ligeramente fosforescente, más brillante en los remolinos y los torbellinos. Vio la cara de Paikan que emergía. Sus cabellos brillaban con una luz verde. Él le sonrió y le tendió la mano. El techo en declive se hundía en la corriente, que se desagotaba por un sifón. En el centro del torbellino apareció una bola brillante: la cabeza del sin llave, levantó la mano e hizo señas de que se zambullía y desapareció Eléa y Paikan comenzaron a arremolinarse y fueron aspirados por la profundidad. De la mano, las piernas flojas, sin peso, se hundían en el enorme espesor de un músculo de agua palpitante y tibia. Caían a una velocidad fantástica, giraban extendidos alrededor de sus manos juntas, daban virajes que los tiraban contra paredes afelpadas de millares de raicillas, emergían en lo alto de una curva, respiraban, y volvían a partir, aspirados, arrastrados, siempre más abajo. El agua tenía un gusto de podredumbre y sales químicas. Era la corriente grande surgida de la Primera Profundidad. A la salida del lago, atravesaba una máquina estática, que le agregaba la alimentación requerida por las plantas. Bajaba luego de piso en piso, dentro de los muros y dentro de los suelos, y bañaba las raíces de toda la vegetación enterrada.
Una caída vertical se terminaba por un amplio viraje y una vuelta a subir, que los proyectaba en medio de un géiser de burbujas fosforescentes. Encontraron el aire en la superficie de un lago, que fluía lentamente hacia un portal sombrío. Una multitud de columnas torcidas, las unas gruesas como diez hombres, otras delgadas como la muñeca de una mujer, bajaban del techo y se hundían en el agua donde se ramificaban y se desarrollaban.
Era un pueblo de raíces relucientes.
Sobre una de ellas, torvo, estaba sentado el sin llave. Les gritó:
— ¡Suban! ¡Rápido!
Eléa se izó hasta una lazada casi horizontal, y arrastró a Paikan, sobre quien pesaba ya el cansancio. El agua relucía y chorreaba sobre las largas serpientes vegetales con un ruido acariciante. Desde el portal sombrío llegaba de vez en cuando el rumor sordo de un remolino. Una luz pálida subía desde el agua, se deslizaba entre las raíces, fría, viscosa, verde. De todas partes del lago, puntos luminosos, de un rosa vivo, acudían hacia los remolinos que dejaban los tres fugitivos. Hubo por debajo suyo, muy pronto, una ebullición de luz rosa frenética. De vez en cuando, algunas de esas gotas vivas saltaban fuera del agua como chispas, trataban de adherirse a las piernas desnudas que colgaban fuera de su alcance. Eran pescados minúsculos, casi cortados en dos por su boca abierta.
— Los pescados amargos — dijo el sin llave—. Si le toman el gusto a usted, acaban con todo, hasta los mismos huesos.
Eléa se estremeció.
— ¿Pero habitualmente qué comen?
— Raíces muertas, todos los desechos que lleva la corriente. Son limpiadores. Y cuando no hay otra cosa, se comen entre ellos.
Se volvió hacia Paikan, golpeó con el puño el techo que tocaba con la cabeza, y dijo:
— ¡Parking!…
Las raíces que se bañaban en el lago eran las del bosque de la Sexta Profundidad.
Paikan levantó su arma y tiró entre dos hileras de raíces. Una porción del techo saltó. Por la brecha, un árbol gigante se derrumbó lentamente. Sus ramas arrastraban un aparato en el cual se agitaban dos siluetas claras. Se cayó en el lago, y el árbol inclinado lo hundió y lo mantuvo en el agua. Era una a lancha motor de la policía del Consejo, ocupada por guardias blancos. En un relámpago rosa, los millones de pescados lenticulares se precipitaron sobre ellos y los atacaron por la porción descubierta de su cara, se hundieron por sus ojos al interior de su cabeza, y por la nariz dentro de su pecho y de su vientre. El aparato se llenó de agua roja.
Seguidos del sin llave, Eléa y Paikan treparon a lo largo de las raíces y de las ramas, y pusieron pie sobre el suelo del Parking. Los estudiantes libraban contra los guardias blancos una batalla sin esperanza. Habían encontrado, en un aparato de carga bloqueado por la guerra, barras y bolas de oro que debían servir para edificar sobre la Luna máquinas estáticas. Con éstas bombardeaban a los policías, corriendo y disimulándose detrás de los árboles y los aparatos. Eran armas irrisorias. A veces una de ellas daba en el blanco y rajaba un cráneo con un rayo de oro, pero la mayoría no alcanzaba su objetivo.
Las filas de los policías penetraban entre los árboles como serpientes blancas y tiraban al bulto. Agarraban a les estudiantes en plena carrera y los arrojaban, dislocados, entre los troncos o entre el follaje.
Las ramas crujían y caían aparatos estallaban en pedazos. Todos los pájaros del Parking habían abandonado el bosque y daban vueltas bajo la bóveda en una ronda enloquecida, erizada de piares de espanto. Atravesaban la imagen del Consejero Militar, con el pelo negro trenzado, que anunciaba la negativa del gobierno enisor de enviar un ministro a Lamoss. Ordenaba a todos los seres vivientes de Gondawa a dirigirse a sus puestos de movilización. La imagen siniestra del hombre flaco se apagaba, y reaparecía un poco más lejos, recomenzando su anuncio.
Por encima de la entrada de las Doce— Calles, daba vueltas una imagen de Eléa, un cuarto de vuelta a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha…
— La Universidad busca a esta mujer, Eléa 3–19–07–91. Ustedes la reconocerán por los ojos. La buscamos para salvarla. Eléa, identifíquese con su llave…
Al extremo de una pista, cerca de la chimenea de despegue, una pequeña cantidad de gente había bloqueado un aparato de forma oblonga, inusitado en Gondawa. Un ciudadano de Lamoss, que lo ocupaba, fue extraído de él con violencia. Gritaba que no era enisor, que no era un espía, que no era un enemigo. Pero la multitud no comprendía la lengua lamoss. Ella veía la vestimenta extraña, el pelo cortado al ras, la cara de color claro, y gritaba: «Espía». «A la muerte». Comenzó a golpear. Algunos estudiantes volaron a auxiliar al hombre. Los guardias blancos los siguieron. El lamoss despedazado, desgarrado, en jirones, hecho papilla bajo los pies de la muchedumbre rabiosa. Los estudiantes furiosos aullaban contra el horror y la imbecilidad. La muchedumbre gritaba: «¡Estudiantes! ¡Espías! ¡Vendidos a la muerte!». La muchedumbre arranca, rasga los faldones de los estudiantes y las estudiantes, les arrancan los pelos, las orejas, los ojos, los sexos, los guardias blancos tiran, barren con todo el montón, todo el rincón, todo el mundo.
El sin llave tuvo una sonrisa triste, hizo un gesto amistoso a sus dos compañeros, y se alejó en dirección de las Doce — Calles. Eléa y Paikan se apresuraron en llegar a una zona más tranquila del Parking. La segunda fila de aparatos de larga distancia estaba casi desierta, apacible. Un aparato que acababa de llegar se ubicaba en su sitio. Paró, se posó, su puerta se abrió, un hombre apareció. En el momento de bajar se detuvo, sorprendido, para escuchar los gritos de violencia y los choques sordos de las armas. Los árboles le impedían ver, pero el tumulto llegaba hasta él. Saltó a tierra.