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En todas las direcciones, la noche se iluminaba con fulgores breves, como tormentas lejanas.

La batalla… en Gonda 17… Gonda 41…. Han debido desembarcar por todos lados.

Un retumbar sordo comenzaba a seguir a los relámpagos. Llegaba ininterrumpido por toda la circunferencia del círculo del cual ellos eran el centro. Hacía sensible el suelo bajo los pies.

Despertó a los animales del bosque. Los pájaros volaban, se enloquecían por encontrar la noche, trataban de volver a su nido, se golpeaban contra las ramas y las hojas. Las ciervas oceladas del bosque salieron y vinieron a agruparse alrededor de la pareja humana. Hubo también un caballo azul invisible en la noche, y los pequeños osos lentos en los árboles con su chaleco claro, y los, conejos negros de orejas cortas, cuya cola blanca se agitaba a ras del suelo.

— Antes del fin de la noche — dijo Paikan—, ya no quedará nada vivo acá, ni un animal, ni una brizna de pasto, Y los que se creen protegidos allí abajo, tienen solamente una prórroga de algunos días, puede ser que de algunas horas.

— Quiero que entres en el Refugio. Quiero que vivas.

— ¿Vivir?… ¿Sin ti?…

Ella se apoyó contra él y levantó la cabeza. El veía la noche de sus ojos reflejar las estrellas.

— No estaré sola en el Refugio. Estará Coban. ¿Piensas en ello?

Él sacudió la cabeza como para rechazar esta imagen.

— Cuando nos hayamos despertado, yo deberé hacerle hijos. Yo que todavía no los he tenido de ti, yo que esperaba… Este hombre, dentro de mí, incesantemente, para sembrarme sus hijos, ¿no te importa?

Él la estrechó bruscamente contra sí, luego reaccionó, se esforzó por calmarse.

— Estaré muerto… desde hace mucho tiempo… desde esta noche…

Una voz inmensa y descarnada salió del bosque. Los pájaros se volaron, golpeándose en su vuelo contra todos los obstáculos de la noche. Todos los difusores trasmitían la voz de Coban. Ésta se mezclaba y se superponía a sí misma, vibraba y se esparcía sobre la superficie de las aguas. El caballo azul levantó la cabeza hacia el cielo y lanzó un grito como una trompeta.

— Eléa, Eléa, escuche, Eléa… Sé que ustedes están en el exterior… Usted está en peligro… El ejército de invasión aterriza sin parar… Ocupará pronto toda la Superficie… Identifíquese en un ascensor con su llave, ven iremos a buscarla allí donde sea que se encuentre… No tarde más… Escuche, Paikan, ¡piense en ella!… Eléa, Eléa, éste es mi último llamado. Antes de que termine la noche, el Refugio se cerrará, con usted o sin usted.

Luego fue el silencio.

— Soy de Paikan — dijo Eléa con una voz baja, grave.

Ella se colgó de su pescuezo.

Él puso sus brazos alrededor de ella, la levantó y la acostó sobre el blando colchón de pasto, entre los animales. Éstos se apartaron formando círculo alrededor de ellos. Llegaban otros del bosque, todos los caballos blancos, los azules, los negros, más pequeños, que no se distinguían bajo la luna. Y las lentas tortugas salían del agua para juntarse a ellos. La luz de los horizontes palpitaba alrededor suyo en las extremidades del mundo. Estaban solos junto a la muralla viviente de los animales que los protegían y los tranquilizaban. Él deslizó su mano bajo la banda que cubría el pecho de Eléa e hizo florecer un seno entre dos bucles. Posé sobre él su palma redondeada y lo acarició con un gemido de felicidad, de amor, de respeto, de admiración, de ternura, con un agradecimiento infinito hacia la vida que había creado tanta belleza perfecta y se la había dado para que él supiera que era bella.

Y ahora, era la última vez.

Posó sobre él su boca entreabierta, y sintió la suave punta volverse firme entre sus labios.

— Soy tuya… — murmuró Eléa.

Él liberó el otro seno y lo estrechó tiernamente, luego desató la vestidura de las caderas. Su mano corrió a lo largo de las mismas, a lo largo de los muslos y de todas las pendientes que la llevaban al mismo punto, a la punta del bosque corto dorado, al nacimiento del valle cerrado.

Eléa resistía al deseo de abrirse. Era la última vez. Había que eternizar cada impaciencia y cada liberación. Ella entreabrió justo para dejar a la mano el lugar para deslizarse, para buscar, para encontrar, la punta de la punta y del valle, la confluencia de todas las pendientes, protegido, escondido, cubierto, ah… ¡descubierto! el centro ardiente de sus goces.

Ella ¿gimió y posó a su vez las manos sobre Paikan.

El horizonte retumbó. Un resplandor verde convirtió en verde un tropel de caballos blancos, que brincaban sin desplazarse, asustados.

Eléa no veía ya nada. Paikan veía a Eléa, la miraba con sus ojos, con sus manos, con sus labios, se llenaba la cabeza con su carne y con su belleza y con el goce que la recorría, la hacía estremecer, le arrancaba suspiros y gritos. Ella cesó de acariciarlo. Sus manos sin fuerza cayeron sobre él. Los ojos cerrados, los brazos caídos, ella no pesaba más, no pensaba más, era el pasto y el lago y el cielo, era un río y un sol de felicidad. Pero aún no eran más que las olas antes de la ola única, la gran ruta luminosa múltiple hacia la única cumbre, el maravilloso camino que ella no había nunca recorrido tan largamente, que él dibujaba y redibujaba con sus manos y sus labios sobre todos los tesoros que ella le daba. Y lamentaba no tener más manos, más labios para hacerle por todos lados más goces a la vez. Y él le agradecía en su corazón de ser tan bella y tan feliz.

De un solo golpe, el cielo todo entero volvióse rojo. El tropel rojo de caballos partió al galope hacia el bosque.

Eléa ardía. Jadeante, impaciente, ya no era posible, ella tomó en sus manos la cabeza de Paikan de suaves cabellos color de trigo, que ella no veía, que no podía ver más, lo atrajo a sí, su boca sobre la suya, luego sus manos bajaron y tomó el árbol amado, el árbol ofrecido, acercado y rehusado, y lo condujo a su valle abierto hasta su alma. Cuando él entró, ella tuvo un estertor, murió, se derritió, se desparramó por los bosques, sobre los lagos, sobre la carne de la tierra. Pero él estaba en ella Paikan la llamaba alrededor suyo, con largos llamados poderosos que la traían de vuelta de los extremos del mundo, Paikan, la llamaba, la atraía, la volvía a juntar, la endurecía, la apretaba hasta que el medio de su vientre atravesado de llamaradas estallase en un goce prodigioso, indecible, intolerable, divino, bien amado, ardiente, hasta la extremidad de la menor parcela de su cuerpo que la sobrepasaba.

Sus dos caras calmadas descansaban una contra la otra. La de Eléa estaba vuelta hacia el cielo rojo. La de Paikan bañaba en el pasto fresco. No quería aún retirarse de ella. Era la última vez. Pesaba sobre ella justo lo suficiente para tocarla y sentirla todo a lo largo de su piel. Cuando la dejara sería para siempre. No habría más mañana. Nada volvería a comenzar. Estuvo a punto de dejarse llevar por la desesperación y ponerse a aullar contra la absurda, la atroz, la insoportable separación. El pensamiento de su muerte próxima lo apaciguó.

Una pesada detonación hizo temblar el suelo. Parte del bosque se incendió de un sólo golpe. Paikan levantó la cabeza y miró, en la luz danzante, la cara de Eléa, estaba bañada por una gran dulzura, la paz grande que conocen después del amor las mujeres que lo han recibido y dado en su plenitud. Ella descansaba sobre el pasto con todo su cuerpo enteramente distendido. Apenas respiraba. Estaba más allá de la vigilia y el sueño. Estaba bien por todos lados, y lo sabía. Sin abrir los ojos, preguntó muy suavemente:

— ¿Me miras?

Él respondió:

— Eres bella…

Lentamente, la boca y los ojos cerrados se convirtieron en una sonrisa.

El cielo palpitó y se fundió. En un aullido, una bandada de soldados enisores medio desnudos, pintados de sus asientos de hierro surgió en las alturas de la noche inflamada, y corrió oblicuamente, por encima del lago, hacia la Boca. De todas las chimeneas, las armas de defensa tiraron. El ejército aéreo fue asolado, dispersado, arrasado, devuelto hacia las estrellas en millares de cadáveres dislocados que recaían en el lago y el bosque. Los animales corrían en todos sentidos, se tiraban al agua, volvían a salir de ella, daban vueltas alrededor de la pareja, bailando de enloquecimiento. Una serie de explosiones aterradoras levantó el bosque incendiado y lo proyectó por doquier. Una rama antorcha cayó sobre una cierva que pegó un salto fantástico y se zambulló. Los caballos en llamas galopaban y coceaban. Del cielo un nuevo ejército bajó aullando.