Pulmón artificial para conectar en el circuito sanguíneo durante la operación. Hay uno en la enfermería.
— ¿Por qué no utilizar ese aparato en seguida? Dejar descansar los pulmones de Coban y permitirles cicatrizar.
— No se cicatrizarán si no reciben sangre. Deben continuar funcionando.
— Se curan o no se curan, hay que correr el albur.
Resultados de los tests sanguíneos: grupos y subgrupos desconocidos. La sangre analizada (Coban) coagula todas las sangres testigos.
— ¡Sorprendente!
— ¡Es una sangre fósil! ¡No olviden que este tipo es un fósil! ¡Vivo, pero fósil! Desde hace 900.000 años, la sangre ha evolucionado, mis hijos.
— No hay sangre, no hay operación. La situación está simplificada. 0 se cura o se muere.
— Está la muchacha.
— ¿Qué muchacha?
— Eléa… Puede ser que su sangre sirva.
— ¡Nunca suficiente para una operación!
— Habría que sangrarla a fondo, y eso no bastaría.
— Quizá. Ligando todo y muy rápido. Con el pulmón artificial en circuito en seguida…
— ¡No vamos sin embargo a asesinar a esta muchacha!
— Ella reaccionaría puede ser… Usted ha visto cómo se recupera…
— Es su alimento…
— 0 el suero universal..
— 0 los dos…
— Me opongo… Saben bien que ella no podría refabricar su sangre lo suficientemente pronto. Ustedes piden que se la sacrifique. ¡Yo me opongo!
— Es muy bella, es cierto, pero ante el cerebro de este tipo, ella no tiene nada que hacer.
— Linda o no linda, no es la cuestión: está viva. Somos médicos, no vampiros.
— Siempre se puede hacer el test de su sangre con la de Coban. Eso no nos compromete a nada. Tendremos sin duda necesidad de que nos dé un poco, si él continúa sangrando. Sin hablar de operación.
— De acuerdo, sobre eso de acuerdo, completamente de acuerdo.
El mismo día, Coban resucitado, Coban en peligro de muerte, la ecuación de Zoran explicada o perdida para siempre. Las multitudes más obtusas comprendieron que algo fabulosamente importante para ellas se estaba jugando cerca del Polo Sur, en el interior de un hombre que la muerte retenía de la mano.
— Traten de comprender lo que pasa en el interior de este hombre. El tejido de sus pulmones está quemado, en parte destruido. Para que pueda volver a respirar normalmente, a sobrevivir, y vivir, es necesario que lo que le queda de ese tejido regenere lo que ya no existe. Él duerme todavía. Comenzó a dormir hace 900.000 años y continúa. Pero la carne de su cuerpo está despierta, y se defiende. Y si él estuviese despierto, eso no cambiaría las cosas. No podría hacer nada más. No es él quien manda. Su cuerpo no lo necesita. Las células del tejido pulmonar, las maravillosas pequeñas usinas vivientes están fabricando a toda velocidad nuevas usinas que se les asemejan, para reemplazar a aquellas que el frío o la llama han destruido. Al mismo tiempo, hacen su trabajo ordinario, múltiple, increíblemente complejo, en los dominios químicos, físicos, electrónicos, vitales. Ellas reciben, eligen, trasforman, destruyen, retienen, rechazan, reservan, dosifican, obedecen, ordenan, coordinan con una seguridad y una inteligencia pasmosa. Cada una de ellas sabe más que mil ingenieros, médicos y arquitectos. Son las células comunes de un cuerpo viviente. Nosotros estamos construidos por eso, millares de misterios, millares de complejos microscópicos obstinados en su tarea fantásticamente complicada. ¿Quién las manda a esas maravillosas pequeñas células? ¿Es usted Vignont?
— ¡Oh! señor…
— No las de Coban, Vignont, sino las suyas. Las de vuestro hígado, ¿es usted quien les ordena hacer su trabajo de hígado?
— No, señor.
— ¿Entonces, quién las manda? ¿Quién les ordena hacer lo que tienen que hacer? ¿Quién las ha construido como era necesario para que ellas puedan hacerlo? ¿Quién las ha puesto cada una en su lugar, en vuestro hígado. en vuestro pequeño cerebro, en la retina de vuestros ojos? ¿Quién? ¡Conteste, Vignont, conteste!
— No lo sé, señor.
— ¿No sabe?
— No, señor.
— Yo tampoco Vignont. ¿Y qué sabe aparte de eso?
— Estee…
— No sabe nada, Vignont…
— No, señor.
— Dígame «no sé nada».
— No sé nada, señor.
— ¡Bravo! Mire a los otros, se ríen, hacen burla, creen saber alguna cosa. ¿Qué saben Vignont?
— No sé, señor.
— No saben nada, Vignont. ¿Qué dibujo hay en el pizarrón, lo reconoce usted?
— Si, señor.
— ¿Qué es? Dígales.
— Es la ecuación de Zoban, señor.
— Escúchelos reír, esos idiotas, porque se ha equivocado con una consonante. ¿Cree que saben más que usted? ¿Cree que la saben leer?
— No señor.
— Y sin embargo se sienten orgullosos de sí mismos, se ríen, hacen burla, se creen inteligentes, lo toman a usted por un idiota.
— ¿Es usted idiota Vignont?
— Me importa un comino, señor.
— Muy bien, Vignont. Pero no es cierto. Usted está inquieto. Se dice: «puede que sea idiota». Yo lo tranquilizo: ¡No es idiota. Está hecho de las mismas pequeñas células que el hombre cuyo pulmón está sangrando en el punto 612, exactamente las mismas con las cuales estaba hecho Zoran, el hombre que encontró la clave del campo universal. Millares de pequeñas células inteligentes en sumo grado. Exactamente las mismas que las mías, señor Vignont, y las mías son catedráticas en filosofía. ¿Se da cuenta de que usted no es un idiota?
Ahí tiene, ese es el idiota: Julio Jaime Ardillon, el primero desde el sexto grado, ¡gran cabeza! Cree que sabe algo, cree que es inteligente. ¿Usted es inteligente, señor Ardillon?
— Bueno… yo…
— Sí, lo piensa. Usted cree que yo bromeo y que en realidad pienso que usted es inteligente. No, señor Ardillon, creo y sé que es idiota. ¿Sabe leer la ecuación de Zoran?
— No, señor.
— Y si supiese leerla, ¿sabría lo que significa?
— Creo que sí, señor.
— ¡Usted cree!… ¡Usted cree!… ¡Qué suerte! ¡Es un Ardillon pensante! Tendría en el bolsillo la clave del universo, la clave del bien y del mal, la llave de la vida y de la muerte. ¿Qué haría usted, señor Ardillon pensante?
— Estee…
— Ahí está, señor Ardillon, ahí está…
— General, ¿oyó las noticias?
— Sí, señor presidente.
— Este, ¿Co… cómo?
— Coban… Coban, lo han despertado.
— Lo han despertado.
— ¿Quizá vayan a poder salvarlo?
— Puede ser…
— ¡Están locos!
— Están locos…
— ¿Este chirimbolo de ecuación, usted comprende algo?
— Yo, usted sabe las ecuaciones…
— ¡Aun en el C. N. R. S. no la comprenden!
— ¡Nada!…
— ¡Pero es peor que la Bomba!
— Peor…
— Por otro lado, quizá tenga algo de bueno…
— Puede ser…
— Pero aun esto bueno, también puede tener algo de malo.
— Malo, malo…
— ¡Piense en la China!
— Pienso en ella.
— ¡Póngase en su lugar!
— Es un poco grande…
— ¡Haga un esfuerzo! ¿Qué pensaría usted? Pensaría: Otra vez son estos cochinos de Blancos que van a poner la mano sobre este trasto. En el momento que los íbamos a igualar, quizá pasarlos, van a tener nuevamente mil años de ventaja. No debe ser. No tiene que ser. " Eso es lo que pensaría si usted fuera a la China».