Ella no oyó nada más. No sintió nada más. Su conciencia estaba sumergida, sus sentidos se anularon. Su subconsciente se hundió. Ella no fue más que una bruma luminosa, dorada, liviana, sin forma y sin fronteras. que se apagó…
Eléa se había quitado el círculo de oro. La mirada fija perdida en el infinito, más allá del presente, silenciosa, como una estatua de piedra, ofrecía un rostro de una fuerza trágica tal, que nadie se animaba a moverse, decir una palabra, romper el silencio con una tos o un crujir de silla.
Fue Simon el que se levantó. Se colocó tras ella, puso las manos sobre sus hombros y le dijo suavemente:
— Eléa…
Ella no se movió. Él repitió:
— Eléa…
Simon sintió los hombros estremecerse bajo sus manos.
— Eléa, venga…
La calidez de su voz, el calor de sus manos atravesaron las fronteras del horror.
— A descansar…
Ella se levantó, se volvió hacia él y lo miró como si fuera el único ser viviente entre los muertos… Él le tendió las manos. Ella miré esa mano tendida, titubeó un instante, luego puso en ella la suya… Una mano… La única mano del mundo, el único auxilio.
Simon cerró lentamente sus dedos alrededor de la palma colocada en la suya, luego se puso a caminar y se llevó a Eléa.
De la mano, bajaron del podio, atravesaron juntos la sala, su silencio y sus miradas. Henckel, sentado en la última fila, se levantó y les abrió la puerta.
En cuanto hubieron salido, las voces se elevaron, la algarabía llenó la sala, las discusiones nacieron en todos los rincones.
Cada uno había reconocido en las últimas imágenes la escena que había sido trasmitida a Simon cuando se encasquetó el círculo receptor. Y cada uno adivinaba lo que debía haber pasado después: Paikan saliendo del Refugio, Coban bebiendo el licor de la paz, desvistiéndose y acostándose sobre su zócalo, bajando sobre su cara la máscara de oro, el Refugio cerrándose, el motor del frío poniéndose a funcionar.
Durante ese tiempo el Arma Solar, siguiendo su curso aéreo, alcanzaba el cenit de Enisorai y entraba en acción ¿Cuál había sido exactamente su efecto? No se podían hacer más que conjeturas. «Como si el Sol mismo se posara sobre Enisorai…», había dicho Coban. Sin duda un rayo de una temperatura fantástica, fundiendo la tierra y las rocas, licuando los montes y las ciudades, socavando el continente hasta sus raíces, cortándolo en trozos, tras tomándolo, dándolo vuelta como una carreta de infierno, y sumergiéndolo en las aguas.
Y lo que había temido Coban se había producido: el choque había sido tan violento que había repercutido sobre toda la masa de la Tierra. Ésta había perdido el equilibrio de su rotación y se enloqueció como un trompo derribado, antes de volver a encontrar un nuevo equilibrio sobre bases distintas. Sus cambios de giro habían rajado la corteza, provocado en todas partes sismos y erupciones. proyectado fuera de sus fosas oceánicas las aguas inertes cuya masa fantástica había sumergido y devastado las tierras. Había que ver, sin duda, en este acontecimiento el origen del mito del diluvio que se encuentra hoy en día, en las tradiciones de los pueblos en todas partes del mundo. Las aguas se habían retirado, pero no en todos lados. Gondawa se encontraba colocada, por el nuevo equilibrio de la Tierra, alrededor del nuevo Polo Sur. El hielo había embargado e inmovilizado a las aguas del ras de marea que barrían el continente. Y, sobre esa explanada, los años, los siglos, los milenios habían acumulado fantásticos espesores de nieve trasformados a su vez en hielo por su propio peso.
Eso, Coban lo había previsto. Su refugio debía abrirse cuando las circunstancias hubieran hecho que la vida en la superficie, fuera nuevamente posible. El motor del frío debía detenerse, la máscara debía devolver la respiración y el calor a los dos yacentes, la perforadora abrirles un camino hacia el aire y el sol. Pero las circunstancias nunca se habían vuelto favorables. El Refugio se quedó como una semilla perdida en el fondo del frío, y no hubiera germinado nunca sino por obra de la casualidad y la curiosidad de los exploradores.
Hoover se levantó.
— Propongo — dijo—, que rindamos homenaje, en una declaración solemne, a la intuición, la inteligencia y la obstinación de nuestros amigos de las Expediciones Polares Francesas, que han sabido no solamente interpretar los datos inhabituales de sus sondas y sacar las conclusiones que ustedes saben, sino también sacudir la indiferencia y la inercia de las naciones hasta que se unieran y nos enviaran aquí.
La asamblea se levantó y aprobó a Hoover con aclamaciones.
— También — dijo Leonova—, hay que rendir homenaje al genio de Coban y a su pesimismo que, conjugados, le han hecho construir un refugio a prueba de la eternidad,
— 0. K., hermanita — contestó Hoover—. Pero fue demasiado pesimista. Fue Lokan quien tenía razón. El Arma Solar no ha destruido toda la vida terrestre. ¡Puesto que estamos aquí! Han habido sobrevivientes vegetales, animales, hombres. Sin duda muy pocos, pero era suficiente para que todo volviera a comenzar. Las casas, las fábricas, los motores, la energía en botella, todos los benditos chirimbolos de los cuales vivían habían sido destrozados, aniquilados. ¡Los sobrevivientes cayeron de traste en la tierras! ¡Completamente desnudos! ¿Cuántos eran? Quizá algunas docenas, dispersados en los cinco continentes. ¡Más desnudos que los gusanos porque ya no sabían hacer nada! Tenían manos que no sabían utilizar ¿Qué sé hacer yo con mis manos, señor Hoover, cabezón? ¿Además de encender mi cigarrillo y pegarles en el trasero a las chicas? Nada. Cero. Si tuviera que agarrar un conejo corriendo para poder comer, ¿ve qué cuadro sería? ¿Qué haría si estuviese en el lugar de los sobrevivientes? Comería insectos y frutas cuando fuera la estación de ellas, y animales muertos cuando tuviera la suerte de encontrarlos. Eso es lo que han hecho. A eso han caído. Más abajo que los hombres primitivos que habían comenzado todo antes de ellos, más abajo que los animales. Con su civilización desaparecida, se han encontrado como caracoles a los cuales un pillete hubiera roto y arrancado la caparazón para ver cómo están hechos por dentro. Mire, caracoles deben haber consumido bastantes, eso es más fácil. Espero que habría muchos caracoles. ¿A usted le gustan los caracoles, hermanita? Han vuelto a empezar desde el peldaño más bajo de la escalera, y han vuelto a hacer toda la subida, se han caído a mitad de camino y han comenzado otra vez, y vuelto a caer, y obstinados y testarudos, la cabeza erguida, volvían a recomenzar a subir, y yo iré hacia arriba, ¡y más alto aún! ¡Hasta las estrellas! ¡Y así están! ¡Helos aquí! ¡Somos nosotros! Han repoblado el mundo, y son tan idiotas como antes, aprontándose para hacer volar de nuevo el boliche. ¿No es lindo eso? ¡Ese es el hombre!
Fue un gran día de exaltación y de sol.
Afuera, en la superficie, la velocidad del viento había bajado a su mínima, no más de ciento veinte kilómetros por hora, con momentos de calma casi total, inverosímiles, de benignidad inesperada. Desencadenaba sus furores muy alto en el cielo, lo limpiaba de la más pequeña nube, de la más ínfima pizca de bruma, lo hacia brillar de un azul intenso, todo nuevo, alegre. Y la nieve y el hielo estaban casi tan azules como él.
En la Sala del Consejo, la asamblea hervía. Leonova había propuesto a Ios sabios de prestar el juramento solemne de consagrar sus vidas a luchar contra la guerra y la estupidez, y sus más feroces formas, la estupidez política y la estupidez nacionalista.
— Abrázame, hermanita roja — había dicho Hoover.
Y agreguemos, la estupidez ideológica.
Y la había apretado contra su panza. Ella habla llorado. Los sabios, de pie, Ios brazos extendidos, habían jurado en todos los idiomas, y la Traductora había multiplicado sus juramentos.