Hoi — To entonces había puesto a sus colegas al corriente de los trabajos del equipo que integraba Lukos, y que trazaba el relevamiento fotográfico de Ios textos grabados en la pared del Refugio. Acababa de terminar el relevamiento de un texto descubierto desde el primer día, cuyo título habla encontrado y traducido: «Tratado de las leyes Universales», y que parecía ser la explicación de la ecuación de Zoran. Frente a su importancia, Lukos iba a encargarse él mismo de proyectar los dos clisés fotográficos en la pantalla analizadora de la Traductora.
Era una noticia de extraordinaria importancia. Aun si Coban sucumbía, se podía esperar comprender algún día el Tratado y descifrar la ecuación.
Heath se levantó y pidió la palabra.
— Soy inglés — dijo—, y feliz de serlo. Pienso que no sería completamente un hombre si no fuera inglés.
Hubieron risas y unos abucheos.
Heath continuó sin sonreír:
— Ciertos continentales piensan que consideramos a todos los que no han nacido en la isla Inglaterra como monos apenas bajados del cocotero. Los que piensan así exageran… ligeramente…
Esta vez las risas dominaron el ambiente.
— Es porque soy inglés, feliz de haber nacido en la isla Inglaterra, que puedo permitirme de haceros la propuesta siguiente: escribamos, nosotros también, un tratado, o mejor dicho una declaración de la Ley Universal. La ley del hombre universal. Sin demagogia, sin bla — bla, como dicen los franceses, sin palabras huecas, sin frases majestuosas. Está la Declaración de la O.N.U. No es más que mierda solemne. Todo el mundo se ríe de ella. No hay un hombre entre cien mil que conozca su existencia. Nuestra Declaración deberá golpear el corazón de todos los hombres vivientes. No tendrá más que un párrafo, quizá una frase. Habrá que buscar bien, para poner las menos palabras posibles. Dirá simplemente algo así: «Yo, hombre, soy inglés o patagónico y feliz de serlo, pero soy ante todo un hombre vivo, no quiero matar, y no quiero que me maten. Rechazo la guerra, sea cuales fueran sus razones». Eso es todo.
Se volvió a sentar y llenó su pipa con tabaco holandés.
— ¡Viva Inglaterra! — gritó Hoover.
Los sabios reían, se abrazaban, se palmeaban la espalda.
Evoli, el físico italiano sollozaba. Henckel, el alemán metódico, propuso nombrar una comisión encargada de redactar el texto de la Declaración del Hombre Universal.
En el momento en que las voces comenzaban a proponer nombres, la de Labeau surgió de todos los difusores.
Anunciaba que los pulmones de Coban habían cesado de sangrar. El hombre estaba muy débil y todavía inconsciente, su corazón latiendo irregularmente, pero ahora se podía esperar salvarlo.
Era verdaderamente un gran día. Hoover le preguntó a Hoi — To, si sabía dentro de cuánto tiempo Lukos habría terminado de inyectar en la Traductora, las fotos del Tratado de las Leyes Universales.
— Dentro de algunas horas — dijo Hoi — To.
— Entonces dentro de algunas horas, podremos saber, en diecisiete idiomas diferentes, lo que significa la ecuación de Zoran.
— No lo creo — contestó Hoi — To esbozando una sonrisa—. Conoceremos el texto de enlace, el raciocinio y el comentario, pero el significado de los símbolos matemáticos y físicos se nos escapará, como se le escapa a la Traductora. Sin la ayuda de Coban, se necesitaría un cierto tiempo para volver a encontrar el sentido. Pero evidentemente se llegaría, y sin duda, bastante pronto, gracias a los ordenadores.
— Propongo — dijo Hoover—, de anunciar por Trio que daremos mañana una comunicación al mundo entero. Y de prevenir a las universidades y centros de investigación. que tendrán que registrar un largo texto científico del cual trasmitiremos las imágenes en inglés y francés, con los símbolos originales en lengua gonda. Esta difusión general de un tratado que conduce a la comprensión de la ecuación de Zoran hará, de un solo golpe, imposible la exclusividad de su conocimiento. Se habrá vuelto, en algunos instantes, el bien común de todos los investigadores del mundo entero. En ese mismo momento, desaparecerán las amenazas de destrucción y de secuestro que pesan sobre Coban, y podremos invitar a esa repugnante asamblea de chatarra militar flotante y volante que nos vigila, so pretexto de protegemos, a dispersarse y volverse a sus lares.
La propuesta de Hoover fue adoptada por aclamación. Fue un día grande, una larga jornada sin noche y sin nubes, con un sol dorado que paseaba su optimismo todo alrededor del horizonte. A la hora en que se eclipsaba detrás de la montaña de hielo, los sabios y los técnicos prolongaron su euforia en el bar y en el restaurante de EPI 2. La provisión le champagne y de vodka de la base, mermó esa noche seriamente.
Y el scotch y el bourbon, el aquavita y el schlivovitz derramaron su ración de optimismo en la caldera borboteante de la alegría general.
— Hermanita — dijo Hoover a Leonova—, soy un enorme solterón asqueroso, y usted es un horrible cerebro marxista flacuchón… No le diré que la amo porque sería abominablemente ridículo. Pero si aceptara ser mi mujer, le prometo perder mi panza y que llegaría hasta el extremo de leer el «Capital».
— Es usted odioso — dijo Leonova sollozando sobre su hombro—, usted es atroz…
Ella había bebido champagne. No tenía costumbre de hacerlo.
Simon no se había sumado a la alegría general. Había acompañado a Eléa hasta la enfermería y se había quedado con ella. Al entrar al cuarto, ella se había dirigido derecho a la comida — máquina, había tomado ligeramente tres teclas blancas, y obtenido una esférula de un rojo sangre que había ingerido en seguida, acompañándola con un vaso de agua. Luego, con su indiferencia habitual a la presencia ajena, se había desvestido, completamente desnuda, se había dedicado a su toilette, y se había acostado en la misma forma, ya medio dormida, sin duda bajo el efecto de la esférula roja. Desde que se sacó el círculo de oro, Eléa no pronunció ninguna palabra.
La enfermera había seguido el último episodio del recuerdo, en la Sala de Conferencias. La miró con lástima. El rostro de la joven mujer dormida, quedaba petrificado en una gravedad trágica que parecía más allá de todos los sufrimientos…
— Pobrecita. — dijo la enfermera—. Sería mejor que le pusiese su pijamas. Corre el riesgo de enfriarse.
— No la toque, duerme, está en paz — contestó Simon a media voz—. Tápela bien, y vigílela. Yo voy a dormir un poco, a media noche me haré cargo de la guardia. Despiérteme…
Reguló el termostato para aumentar ligeramente la temperatura del cuarto, y se acostó todo vestido sobre su estrecha cama. Pero en cuanto cerró los ojos, las imágenes comenzaron a desfilar bajo sus párpados. Eléa y Paikan. Eléa desnuda, el cielo de fuego, el entrevero de soldados muertos, Eléa desnuda, Eléa sin Paikan, el suelo destrozado, la llanura partida, el Arma en el cielo, Eléa, Eléa…
Se levantó bruscamente, consciente de que no se podría dormir. ¿Somnífero? La comida — máquina estaba allí, sobre la mesita, al alcance de su mano. Tocó ligeramente las tres teclas blancas. El cajón se abrió, ofreciéndole una esférula roja.
La enfermera con desaprobación lo miraba proceder.
— ¿Va a comer eso? ¡Puede ser que sea veneno! No respondió. Si era veneno Eléa lo había tomado, y si Eléa se moría, él ya no tendría deseos de vivir. Pero no creía que fuese veneno. Tomó la esférula entre el índice y el pulgar y se la puso en la boca. Estalló bajo sus dientes como una cereza sin carozo. Le pareció que todo el interior de su boca, de su nariz, de su garganta estaban salpicados con una suavidad ofensiva. No era dulce de gusto, no tenía ningún gusto, era como terciopelo líquido, era un contacto, una sensación de una suavidad infinita, que se expandía y penetraba en el interior de su carne, atravesaba las mejillas y el cuello para llegar hasta la piel, invadía el interior de su cabeza, y cuando la tragó, le bajó por todo el cuerpo y lo colmó. Se volvió a acostar suavemente. No estaba con sueño. Le parecía que podría caminar hasta el Himalaya y escalarlo a brincos.