Выбрать главу

La enfermera lo sacudió:

— ¡Doctor! ¡Pronto! ¡Levántese pronto!

— ¿Qué? ¿Qué pasa?

Miró el reloj luminoso. Marcaba las 23 horas 17 minutos.

— ¡Yo le había dicho que era veneno! ¡Beba esto rápido!

– Él rechazó el vaso que le tendía. Nunca se había sentido tan bien, eufórico, descansando como si hubiese dormido diez horas.

— Entonces, si no es veneno, ¿qué le pasa a ella?

— Eléa, Eléa.

Se había despertado, los ojos completamente abiertos, la mirada fija, las mandíbulas crispadas. Accesos bruscos de temblores le sacudían todo el cuerpo, Simon la destapó y le tocó los músculos de los brazos y de los muslos. Estaban crispados, tensos, tetanizados. Le pasó la mano frente a los ojos que no parpadearon. Encontró su pulso con dificultad bajo los músculos endurecidos de la muñeca. Lo sintió fuerte, acelerado.

— ¿Qué es, doctor? ¿Qué tiene?

— Nada — dijo con dulzura Simon, volviendo a subirle las cobijas—. Nada… Más que desesperación…

— Pobrecita… ¿Qué podríamos hacer?

— Nada — contestó Simon—, nada…

Había conservado la mano helada de Eléa entre las suyas. Se puso a acariciarla, a masajearla suavemente, a masajear el brazo endurecido subiendo hasta el hombro.

— Lo voy a ayudar — dijo la enfermera.

Dio la vuelta de la cama, y tomó la otra mano de Eléa. El brazo de ésta tuvo un sobresalto de regresión.

— Déjela. Déjela conmigo. Déjenos. Vaya a dormir a su cuarto…

— ¿Está seguro?

— Sí… Déjenos…

La enfermera juntó sus pertenencias y salió lanzando a Simon una larga mirada sospechosa. Él no se apercibió de ello. Contemplaba a Eléa, su rostro petrificado, sus ojos fijos, en los cuales la luz brillaba sobre dos lagos de lágrimas inmóviles.

— Eléa… — dijo con voz muy queda—, Eléa… Eléa… Estoy con usted…

Pensó bruscamente que no era su voz la que ola sino la voz extraña de la Traductora.. La voz de él, que le llegaba por el otro oído, no era más que un ruido confuso, extraño, que su atención se esforzaba en eliminar.

Con precaución, le quitó el audífono de la oreja. Su micro— emisora había quedado enganchada a su ropa colocada en la silla. Se sacó el suyo, pinchado al pullover y lo metió en el fondo de su bolsillo. Ahora no había más máquina, más voz ajena entre ella y él.

— Eléa… Estoy con usted… sólo con usted… por la primera vez… quizá la última… Y usted no me comprende… Entonces se lo puedo decir… Eléa mi amor… mi bienamada… te quiero… mi amor, amor… quisiera estar cerca tuyo… sobre ti… en ti suavemente… tranquilizarte, calentarte y calmarte, consolarte, te quiero… no soy más que un bárbaro… un salvaje atrasado como animales y pasto y árbol… no te tendré jamás pero te amo te amo… Eléa, mi amor… eres bella tú eres el pájaro, la fruta, la flor, el viento del cielo, nunca te tendré… lo sé…, pero te amo…

Las palabras de Simon se posaban sobre ella, sobre su cara, sus brazos, sus senos desnudados, se posaban sobre ella como pétalos tibios, como una nieve de calor. Sentía en su mano la de ella que se suavizaba, veía su cara ya no tensa, su pecho levantarse más pausadamente, más profundamente. Vio sus párpados bajarse muy lentamente sobre los ojos trágicos, y las lágrimas por fin fluir.

— Eléa, Eléa, mi amor… vuelve del mal… vuelve del dolor… vuelve, Ia vida está acá, te quiero…. eres bella, nada hay más bello que tú… el niño desnudo, la nube… el color, la cervatilla… la ola, la hoja… la rosa que se abre… el olor de la pesca y de todo el mar… Nada es tan hermoso como tú… el sol de primavera sobre nuestras margaritas silvestres… el cachorro de león… las frutas redondas, las frutas maduras al sol, las frutas tibias del sol… nada es tan hermoso como tú, Eléa, Eléa, mi amor, mi bienamada…

Sintió la mano de Lea estrechar la suya, vio su otra mano levantarse, posarse sobre la sábana, tocarlo, agarrarlo y con un gesto inhabitual, con un gesto increíble, traerlo hacía ella y cubrir sus senos desnudos.

Él calló.

Ella habló.

Dijo en francés:

— Simon, te comprendo…

Hubo un corto silencio. Luego agregó:

— Soy de Paikan…

De sus ojos cerrados, las lágrimas continuaban corriendo.

Tú me comprendes, tú habías comprendido, quizá no todas las palabras, pero las suficientes para saber cuánto, cuánto te amaba. Te amo, amor, amor, esas palabras no tienen sentido en tu idioma, pero tú las habías comprendido, sabías lo que querían decir, lo que yo te quería decir, y si no te habían traído el olvido y la paz, te habían dado, llevado, posado sobre ti bastante calor para permitirte llorar.

Habías comprendido. ¿Cómo era posible? Yo no había contado, ninguno de nosotros había contado con las facultades excepcionales de tu inteligencia. Nos creemos en la cumbre del progreso humano, ¡somos los más evolucionados! ¡los más agudos! ¡los más capaces! El brillante resultado extremo de la evolución. Después de nosotros, puede ser, que haya, que haya sin duda algo mejor, pero antes de nosotros, vamos, ¡no es posible! A pesar de todas las realizaciones de Gondawa que tú nos habías mostrado, no nos podía venir al espíritu que ustedes fuesen superiores. Su éxito no podía ser sino accidental. Ustedes nos eran inferiores porque estaban antes.

Esta convicción de que el ser humano en cuanto a especie se mejora con el tiempo, viene sin duda de una confusión inconsciente con el hombre en cuanto individuo. El hombre es primero un niño antes de ser un adulto. Nosotros, hombres de hoy, somos adultos, los que vivían antes que nosotros no podían ser sino niños.

Pero sería quizá bueno, sería quizá el momento de preguntarse si la perfección no está en la infancia, si el adulto no es sino un niño que ya ha comenzado a podrirse…

Ustedes, en las infancias del hombre, ustedes nuevos, ustedes puros, ustedes no gastados, no cansados, no destrozados, no estragados, no agobiados, ustedes, ¿qué no podrían hacer con su inteligencia?

Desde hacia semanas escuchabas por un oído las frases del idioma desconocido, el mío, por mi voz que te hablaba todo el día de la mañana a la noche cerca de en cuanto no dormías y aun cuando dormías, Porque las labras que te decía eran una manera de estar contigo, mas cerca de ti, mi amor, mi bienamada.

Y por el otro oído escuchabas las mismas frases traducidas, el sentido de esas palabras te llegaba sin cesar al mismo tiempo que las palabras, y tu maravillosa inteligencia consciente, subconsciente, no lo sé, comparaba, clasificaba, traducía, comprendía.Tú me comprendías…

Yo también, yo también mi amor, había comprendido y sabía…

Tú eras de Paikan…

Lukos había terminado. La Traductora había tragado, asimilado y traducido en diecisiete idiomas distintos el texto del Tratado de Zoran. Pero, obedeciendo a los impulsos dados por Lukos por decisión del Consejo, guardaba las traducciones en su memoria, para imprimirlas o difundirlas más tarde, cuando se le pidiera. Solamente había inscripto en un film magnético las imágenes de las traducciones inglesa y francesa. Los filmes esperaban en un armario el momento de la difusión mundial.

La hora se acercaba. Los periodistas pidieron visitar a la Traductora para poder describir a sus lectores y oyentes la maravilla que había descifrado los secretos de la más vieja ciencia humana. En ausencia de Lukos, que continuaba dentro del Huevo con Hoi — To, el relevamiento fotográfico de los textos grabados, fue su adjunto el ingeniero Mourad, que los guió en los meandros de la máquina. Hoover había querido acompañarlos, y Leonova acompañaba a Hoover. Por momentos, él tomaba su mano menuda en la suya enorme, o bien era ella quien enganchaba sus frágiles dedos en los enormes dedos. Y avanzaban así, de la mano, como dos amantes de Gondawa.