— Aquí está — dijo Mourad— el dispositivo que permite inscribir las imágenes sobre los films. Sobre esta pantalla las líneas de los textos aparecen en caracteres luminosos. Esta cámara TV los ve, los analiza y los trasforma en señales electromagnéticas que inscribe sobre un film. Como ustedes ven, es muy simple, es el viejo sistema del magnetoscopio. Lo que es menos sencillo, es la manera como se las arregla la Traductora para fabricar los caracteres luminosos. Es…
Como Mourad no hablaba más que el turco y el japonés, Hoover había distribuido a los periodistas unos audífonos, para permitirles a cada uno oír las explicaciones en su propio idioma. Y Louis Deville oyó en francés:… es… mierda! ¿Qué es?
En un centésimo de segundo admiró que la Traductora tuviese un conocimiento tan íntimo del idioma francés, y resolvió preguntarle a Mourad cuál era el término turco correspondiente. Debía ser sonoro y pintoresco. Un segundo más tarde, ya no pensaba más en esas futilidades. Veía a Mourad hablarle al oído a Hoover, Hoover hacerle señas de que no comprendía, Mourad tirarle de la manga y mostrarle algo detrás de la cámara registradora TV. Alguna cosa que Hoover comprendió en seguida y que los periodistas más cercanos, que miraban al mismo tiempo que él, no comprendían.
Hoover se volvió hacia ellos.
— Señores, tengo necesidad de hablar en privado con el ingeniero Mourad. No lo puedo hacer sino por intermedio de la Traductora. No deseo que oigan nuestra conversación. Les ruego entregarme sus audífonos, y tengan a bien salir de la habitación.
Fue una explosión de protestas, una tormenta verbal en el seno de la reina del verbo. ¿Cortar la fuente de información justo en el momento en que quizá se produjera algo sensacional? ¡Ni pensarlo! ¡jamás en la vida! ¿Por quiénes nos tomarían?
Hoover se puso violeta de furor. Vociferó:
— ¡Ustedes me hacen perder tiempo! ¡Cada segundo tiene a lo mejor una importancia fantástica! ¡Si me siguen discutiendo, los embarco en un jet y los mando todos de vuelta a Sydney! ¡Devuélvanme eso!
Tendió las manos ahuecadas.
Por el estado en que estaba, él, el bonachón, comprendieron que el asunto era grave.
— Les prometo tenerlos al corriente, en cuanto sepa.
Desfilaron todos frente a él y le entregaron las conchas multicolores todavía tibias del calor de sus cabezas. Leonova cerró la puerta sobre el último, y se volvió vivamente hacia Hoover.
— ¿Qué es? ¿Qué pasa?
Los dos hombres ya estaban inclinados sobre las entrañas de la cámara y discutían rápidamente en términos técnicos.
— ¡Sabotaje! — dijo Hoover—. ¡La cámara ha sido toqueteada! ¿Ve este hilo ahí? no es el del magnetoscopio. ¡Ha sido agregado!…
Adherido al del magnetoscopio, se confundía con él, y el hilo clandestino penetraba al mismo tiempo que el otro, en el agujero del tabique metálico.
Pronto Mourad destornilló cuatro tornillos de cabeza cruzada, y tiró hacia él la placa de aluminio pulido. Las entrañas del magnetoscopio aparecieron. Vieron en seguida el objeto insólito: una valija de tamaño mediano, en imitación de cuero, banal, color tabaco. El hilo suplementario entraba y otro salía de ésta, subía en un rincón, perforaba el techo, se juntaba, sin duda, por algún artificio astuto, a una masa metálica exterior que debía servir de antena.
— ¿Qué? — preguntó Leonova, lamentando no ser más que una antropóloga ignorante de todas las técnicas.
— Una emisora — dijo Hoover.
Estaban abriendo la valija. Ésta reveló un admirable dispositivo de circuitos, de tubos y de semiconductores. No era una emisora común de radio, sino una verdadera estación emisora de televisión, una obra maestra de miniaturización.
Con un golpe de vista, Hoover reconoció las piezas japonesas, checas, alemanas, americanas, francesas, y admiraba a pesar suyo la extraordinaria disposición que había hecho caber en tan poco espacio una eficacia semejante. El hombre que había confeccionado esta emisora era un genio. No la había conectado sobre el circuito eléctrico general. Una pila y un trasformador le daban la potencia necesaria. Eso limitaba su duración y su alcance. No debía poder ser captado más allá de un radio de un millar de kilómetros.
Hoover explicó todo eso rápidamente a Leonova. Probó la pila. Estaba casi vacía. La emisora ya había funcionado. Incontestablemente ésta había expedido hacia un receptor situado sobre el continente ártico, o cerca de sus costas, las imágenes de la traducción inglesa o francesa, o quizá de las dos.
Era absurdo. ¿Por qué procurarse clandestinamente traducciones, puesto que iban a ser difundidas en el mundo entero, dentro de algunas horas?
La lógica conducía a una respuesta aterradora:
Si un grupo o una nación esperaba asegurarse la exclusividad de la ecuación de Zoran, él o ella debía hacer lo posible, para impedir que quien fuese, llegara a conocer el tratado de las Leyes Universales o cualquier otra explicación de la fórmula. Para eso, quienes habían instalado la emisora, y expedido hacia lo desconocido las imágenes del tratado debían igualmente, y de inmediato destruir los films magnéticos sobre los cuales el texto grabado había sido registrado; destruir el texto grabado mismo; destruir las memorias de la Traductora que guardaba las diecisiete traducciones.
y matar a Coban.
— ¡Santo Dios! — dijo Hoover—. ¿Dónde están los films?
Mourad los condujo rápidamente hacia la Sala de los archivos, abrió un armario de aluminio, agarró una de esas cajas en forma de galleta que desde la invención del cinematógrafo sirven de receptáculo y de depósito para los films de toda clase, y que son voluminosas, incómodas, ridículas, pero que no han sido nunca mejoradas. Tuvo, como se tiene siempre, mucha dificultad en abrirla, se rompió una guía, maldijo en turco, y dijo más malas palabras una segunda vez cuando consiguió abrirla y vio el contenido: era una papilla barrosa de donde salían fumarolas.
Habían volcado ácido en todas las cajas. Films originales y magnéticos no eran más que una pasta maloliente que empezaba a chorrear por todos los agujeros de las cajas, cuyo metal había sido también atacado por el ácido y destruido.
— ¡Nombre de Dios! — dijo Hoover una vez más en francés.
Prefería blasfemar en francés. Su conciencia de protestante americano se sentía menos molesta.
— ¿Las memorias? ¿Dónde están las memorias de esta puta máquina?
Era un largo corredor de treinta metros, cuya pared de la derecha era de hielo afelpado y el de la izquierda constituido por una reja metálica en la cual cada malla tenía la dimensión de un diezmilésimo de milímetro. Cada cruce era una célula de memoria. Había diez millones de billones. Esta realización de la técnica electrónica, a pesar de su capacidad prodigiosa, no era sin embargo más que un grano de arena al lado de un cerebro vivo. Su superioridad sobre el vivo era la velocidad. Pero su capacidad era lo finito al lado de lo infinito.
Al entrar, del primer golpe de vista descubrieron las incongruencias que habían sido agregadas a la obra maestra.
Cuatro discos, bastante parecidos a las cajas de guardar los filas. Cuatro minas iguales a las que defendían la entrada de la Esfera. Cuatro monstruosos horrores aplicados contra el tabique metálico, sujetos a él por su campo magnético, y que lo iban a pulverizar con toda la Traductora, si Se trataba de arrancarlos, o quizá simplemente acercarse a ellos.
— ¡Nombre de nombre, nombre de Dios! — dijo Hoover
— ¿Tiene usted un revólver?
Se dirigía a Mourad.